CÁNDIDO
Capítulo
I
De cómo Cándido fue criado en un hermoso castillo y de cómo fue arrojado de allí
De cómo Cándido fue criado en un hermoso castillo y de cómo fue arrojado de allí
Vivía
en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un mancebo
a quien la naturaleza había dotado de la índole más apacible. Su fisonomía
anunciaba su alma; tenía juicio bastante recto y espíritu muy simple; por eso,
creo, lo llamaban Cándido1.
Los antiguos criados de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del
señor barón y de un bondadoso y honrado hidalgo de la vecindad, con quien jamás
consintió en casarse la doncella porque él no podía probar arriba de setenta y
un cuarteles2,
debido a que la injuria de los tiempos había acabado con el resto de su árbol
genealógico.
Era
el señor barón uno de los caballeros más poderosos de Westfalia, pues su
castillo tenía puerta y ventanas; en la sala principal hasta había una
colgadura. Los perros del corral componían una jauría cuando era menester; sus
palafreneros eran sus picadores, y el vicario de la aldea, su primer capellán;
todos lo trataban de "monseñor", todos se echaban a reír cuando decía
algún chiste.
La
señora baronesa, que pesaba unas trescientas cincuenta libras, se había
granjeado por ello gran consideración, y recibía las visitas con tal dignidad
que la hacía aún más respetable. Su hija Cunegunda, doncella de diecisiete años,
era rubicunda, fresca, rolliza, apetitosa. El hijo del barón era en todo digno
de su padre. El preceptor Pangloss era el oráculo de la casa, y el pequeño
Cándido escuchaba sus lecciones con la docilidad propia de su edad y su
carácter.
Pangloss
enseñaba metafísico-teólogo-cosmólogo-nigología. Probaba admirablemente que no
hay efecto sin causa, y que, en el mejor de los mundos posibles, el castillo de
monseñor el barón era el más hermoso de los castillos, y que la señora baronesa
era la mejor de las baronesas posibles.
Demostrado
está, decía Pangloss, que no pueden ser las cosas de otro modo, porque
habiéndose hecho todo con un fin, éste no puede menos de ser el mejor de los
fines. Nótese que las narices se hicieron para llevar anteojos; por eso nos
ponemos anteojos; las piernas notoriamente para las calzas, y usamos calzas;
las piedras para ser talladas y hacer castillos; por eso su señoría tiene un
hermoso castillo: el barón principal de la provincia ha de estar mejor
aposentado que ninguno; y como los marranos nacieron para que se los coman,
todo el año comemos tocino: en consecuencia, los que afirmaron que todo está
bien, han dicho una tontería; debieron decir que nada puede estar mejor.
Cándido
escuchaba atentamente y creía inocentemente, porque la señorita Cunegunda le
parecía muy hermosa, aunque nunca se había atrevido a decírselo. Deducía que
después de la felicidad de haber nacido barón de Thunder-ten-tronckh, el
segundo grado de felicidad era ser la señorita Cunegunda; el tercero, verla
cada día; y el cuarto, oír al maestro Pangloss, el filósofo más ilustre de la
provincia, y, por consiguiente, de todo el orbe.
Cunegunda,
paseándose un día por los alrededores del castillo, vio entre las matas, en un
tallar que llamaban el parque, al doctor Pangloss que daba una lección de
física experimental a la doncella de su madre, morenita muy graciosa y muy
dócil. Como la señorita Cunegunda tenía gran disposición para las ciencias,
observó sin pestañear las reiteradas experiencias de que era testigo; vio con
claridad la razón suficiente del doctor, sus efectos y sus causas, y regresó
agitada, pensativa, deseosa de aprender, figurándose que bien podría ser ella
la razón suficiente de Cándido, quien podría también ser la suya.
Encontró
a Cándido de vuelta al castillo, y enrojeció; Cándido también enrojeció. Lo
saludó Cunegunda con voz trémula, y contestó Cándido sin saber lo que decía. Al
día siguiente, después de comer, al levantarse de la mesa, se encontraron
detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer su pañuelo, Cándido lo recogió; ella
le tomó inocentemente la mano y el joven besó inocentemente la mano de la
señorita con singular vivacidad, sensibilidad y gracia; sus bocas se
encontraron, sus ojos se inflamaron, sus rodillas temblaron, sus manos se
extraviaron. En esto estaban cuando acertó a pasar junto al biombo el señor
barón de Thunder-ten-tronckh, y reparando en tal causa y tal efecto, echó a
Cándido del castillo a patadas en el trasero. Cunegunda se desvaneció; cuando
volvió en sí, la señora baronesa le dio de bofetadas; y todo fue consternación
en el más hermoso y agradable de los castillos posibles.
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