viernes, 10 de junio de 2022

Bradbury

El peatón


Penetrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho en punto de una nebulosa noche de noviembre, poner tus pies sobre la desnivelada calzada de concreto, pasar por encima de las uniones cubiertas de hierba y abrirte camino, manos en los bolsillos, a través de los silencios, era lo que el Sr. Leonard Mead más amaba hacer. Se detenía en la esquina de una intersección y miraba bajo la luz de la luna las largas aceras en cuatro sentidos, decidiendo qué dirección tomar, aunque realmente daba lo mismo; se encontraba solo en el mundo de 2053 A. D., o como si estuviese solo. Y con una decisión tomada, y un camino elegido, se alejaría formando ante sí figuras de aire helado como el humo de un cigarrillo.
A veces caminaba por horas y kilómetros y no regresaba a su casa hasta medianoche. En su camino miraba las cabañas y residencias con sus ventanas oscuras, y no era muy distinto a caminar por un cementerio donde sólo unos débiles destellos de luciérnagas parpadeaban tras las ventanas. Inquietantes fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de una habitación, donde alguna cortina todavía estaba abierta frente a la noche, o se oían susurros y murmullos desde un lóbrego edificio, cuya ventana aún no había sido cerrada.
El Sr. Leonard Mead se detenía, movía su cabeza, escuchaba, observaba, y continuaba la marcha, sin que sus pies hicieran el menor ruido sobre el asimétrico camino. Tiempo atrás había cambiado sabiamente a zapatillas deportivas para pasear de noche, porque si hubiese usado tacones duros, los perros de distintas cuadras le hubieran seguido todo el camino con sus ladridos, y las luces se habrían encendido y rostros habrían aparecido y la cuadra entera se habría alarmado por el paso de una figura solitaria; él mismo, una noche de comienzos de noviembre.
En esta noche en particular comenzó su recorrido en dirección oeste, hacia el mar escondido. Había un intenso frío cristalino en el aire; cortaba la nariz y quemaba los pulmones por dentro como un árbol navideño; podía sentirse la luz fría encendiéndose y apagándose, y todas las ramas llenas de nieve invisible. Escuchó con satisfacción la ligera presión de sus suaves zapatos atravesando las hojas de otoño y silbó un aire frío y silencioso entre los dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando la forma de su esqueleto en las luces de las pocas lámparas del camino, olfateando su olor descompuesto.
—Hola, ahí dentro —susurraba a cada casa en cada sitio al que fuera—. ¿Qué hay esta noche en el Canal 4, Canal 7, Canal 9? ¿Dónde están los vaqueros corriendo? ¿Voy a ver a la Caballería Montada de Estados Unidos?
La calle permanecía en silencio, larga y vacía, con sólo su sombra moviéndose como la sombra de un halcón a media altura. Si cerraba sus ojos y se quedaba muy quieto, congelado, podía imaginarse a sí mismo sobre el centro de una llanura, un frío y árido desierto de Arizona, sin ninguna casa a miles de kilómetros y sólo cauces de río seco –las calles– por compañía.
—¿Qué sucede ahora? —preguntó a las casas, mirando su reloj pulsera—. ¿8:30 PM? ¿La hora de una docena de asesinatos múltiples? ¿De un examen? ¿De una revista? ¿De un comediante cayendo del escenario?
¿Acaso eso fue el murmullo de una risa proveniente de esa casa blanco-luna? Vaciló, pero continuó en tanto no pasó nada más. Se tropezó con una inusitada saliente de la vereda que se encontraba quebrada. El cemento estaba desapareciendo bajo flores y hierba. En los diez años de caminar de día o de noche, por miles de kilómetros, nunca se había encontrado con otro caminante, ni una sola vez en todo ese tiempo.
Llegó hasta una intersección de trébol que permanecía silenciosa ahí donde dos carreteras principales cruzaban la ciudad. Durante el día era una oleada atronadora de automóviles, las estaciones de servicio abiertas, un fuerte zumbido de insectos crujiendo y compitiendo incesantemente por un lugar mientras los escarabajos, con una ligera emanación de gases suspendida dando vueltas desde sus tubos de escape, se dirigían camino a casa, hacia destinos lejanos. Pero ahora estas carreteras también eran como cauces en un período de sequía, todo piedra y grieta y resplandor lunar.
Giró por una calle secundaria, dando la vuelta en dirección a su casa. Estaba a una cuadra de su destino cuando un auto solitario dobló la esquina repentinamente y apuntó sobre él los focos con una intensa luz blanca. Permaneció inmóvil, no muy diferente a una polilla, sorprendida por la luminosidad, y luego cautivada por ella.
Una voz metálica lo llamó:
—¡Alto ahí! ¡Quédese exactamente donde está! ¡No se mueva!
Él se detuvo.
—¡Arriba las manos!
—Pero… —dijo él.
—¡Las manos en alto! ¡O dispararemos!
La policía, por supuesto, pero qué cosa más extraña e increíble; en una ciudad de tres millones, que haya quedado solo un carro policial, ¿no era cierto? Desde hacía un año, en 2052, año de elecciones, la fuerza había sido reducida de tres carros a uno. El crimen estaba disminuyendo; ya no había necesidad de la policía ahora, salvo este carro solitario dando vueltas y vueltas por las calles vacías.
—¿Su nombre? —dijo el auto policial en un zumbido metálico. No podía ver al hombre dentro a causa del brillo de la luz sobre sus ojos.
—Leonard Mead —contestó.
—¡Más fuerte!
—¡Leonard Mead!
—¿Ocupación o profesión?
—Supongo que podría llamarme escritor.
—Sin profesión —dijo el carro policial, como si hablara consigo mismo. La luz se mantuvo fija en él, como espécimen de museo con una aguja atravesada en el pecho.
—Podría decirse —dijo el Sr. Mead. No había escrito en años. Revistas y libros ya no se vendían. Ahora todo sucedía durante la noche en las casas-tumba, pensó, continuando su fantasía. Las tumbas, mal iluminadas por la luz televisiva, donde las personas se sentaban como muertos, las luces grises o multicolores rozando sus rostros, pero nunca tocándolos realmente.
—Sin profesión —dijo la voz del fonógrafo, siseando—. ¿Qué está haciendo afuera? —Caminando —dijo el Sr. Leonard Mead.
—¡Caminando!
—Sólo caminando —dijo simplemente, pero su cara estaba fría. —¿Caminando, sólo caminando, caminando?
—Sí, señor.
—¿Caminando adónde? ¿Para qué?
—Caminando para tomar aire. Caminando para ver.
—¡Su dirección!
—Calle Saint James Sur número once.
—¿Y hay aire en su casa, tiene un aire acondicionado, Sr. Mead? —Sí.
—¿Y tiene una pantalla en su casa para ver?
—No.
—¿No?— hubo un silencio crepitante que en sí mismo era una acusación. —¿Está casado, Sr. Mead?
—No.
—No está casado —dijo la voz policial tras el haz refulgente, la luna estaba alta y clara entre las estrellas y las casas estaban grises y silenciosas.
—Nadie me quiere —dijo Leonard Mead con una sonrisa. —¡No hable a menos que le hable!
Leonard Mead aguardaba en la fría noche.
—¿Solo caminando, Sr. Mead?
—Sí.
—Pero no me ha explicado con qué propósito.
—Le expliqué; para tomar aire, y para ver, y para caminar simplemente.
—¿Ha hecho esto a menudo?
—Cada noche durante años.
El auto policial se detuvo en mitad de la calle con su radio parlante resonando débilmente.
—Bueno, Sr. Mead —dijo.
—¿Eso fue todo? —preguntó educadamente.
—Sí —dijo la voz—. Aquí —hubo un susurro, un sonido. La puerta trasera del auto policial se extendió ampliamente—. Entre.
—Un momento. No he hecho nada. —Entre.
—¡Protesto!
—Sr. Mead.
Caminó como un hombre repentinamente borracho. Ni bien pasó frente a la ventana del auto miró hacia adentro. Tal como esperaba, no había nadie sentado en el asiento delantero, nadie en todo el auto.
—Entre.
Puso su mano en la puerta y examinó el asiento trasero. Era una pequeña celda, una pequeña prisión negra con barrotes. Olía a acero reforzado. Olía a solución antiséptica. Olía demasiado limpio, duro y metálico. No había nada suave ahí.
—Ahora si usted tuviera una esposa a la cual darle aviso —dijo la voz metálica. —Pero… —¿Adónde me está llevando?
El auto titubeó, o más bien emitió un zumbido que detonó un clic, como si la información, en alguna parte, fuera pasando archivo por archivo bajo un lector electrónico.
—Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.
Entró. La puerta se cerró con un golpe suave. El auto policial se desplazó a través de las avenidas nocturnas, parpadeando adelante sus luces tenues.
Un momento después pasaron una casa en una calle, una casa más en una ciudad de casas oscuras, pero esta casa en particular tenía todas sus luces encendidas, cada ventana brillaba con una luz amarilla, cuadrada y tibia en la fría oscuridad.
—Esa es mi casa —dijo Leonard Mead.
Nadie le respondió.
El auto descendió los cauces secos de las calles vacías y se alejó, dejando calles vacías con veredas vacías, y sin sonido ni animación alguna para el resto de la fría noche de noviembre.




VENDRÁN LLUVIAS SUAVES
de Ray Bradbury

La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!
En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.
-Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis -dijo una voz desde el techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California -Repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara-. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.
En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.
-Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno!
Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: “Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy.”. Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía. Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.
A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante.
Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.
“Las nueve y cuarto”, cantó el reloj, “la hora de la limpieza”.
De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.
Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.
Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.
Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.
Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.
La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.
El mediodía.
Un perro aulló, temblando, en el porche.
La puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.
Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.
El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.
Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce. El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.
Las dos, cantó una voz.
Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.
Las dos y cuarto.
El perro había desaparecido.
En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.
Las dos y treinta y cinco.
Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.
Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.
A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.
Las cuatro y media.
Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.
Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento.
De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.
Era la hora de los niños.
Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.
Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.
Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.
Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.
-Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?
La casa estaba en silencio.
-Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin-, elegiré un poema cualquiera.
Una suave música se alzó como fondo de la voz.
-Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece…
Vendrán lluvias suaves y olores de tierra,
y golondrinas que girarán con brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en los estanques
y ciruelos de tembloroso blanco
y petirrojos que vestirán plumas de fuego
y silbarán en los alambres de las cercas;
y nadie sabrá nada de la guerra,
a nadie le interesara que haya terminado.
A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye totalmente;
y la misma primavera, al despertarse al alba,
apenas sabrá que hemos desaparecido.
El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.
A las diez la casa empezó a morir.
Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.
La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.
-¡Fuego! – gritó una voz.
Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:
– ¡Fuego, fuego, fuego!
La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.
Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.
El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.
De pronto, refuerzos.
De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.
El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.
La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.
En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante…
Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!
Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.
En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.
El derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.
Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.
La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:
-Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis, hoy es…




Martians Chronicles (1950). Crónicas marcianas, Traducción: Francisco Abelenda, Buenos Aires, Minotauro, 1955, págs. 119-123.








El asesino

La música se movía con él por los blancos pasillos. Pasó ante una puerta de oficina: La viuda alegre. Otra puerta: La siesta de un fauno. Una tercera: Bésame otra vez. Dobló en un corredor. La danza de las espadas lo sepultó bajo címbalos, tambores, ollas, sartenes, cuchillos, tenedores, un trueno y un relámpago de estaño, todo quedó atrás cuando llegó a una antesala donde una secretaria estaba hermosamente aturdida por la Quinta de Beethoven. Pasó ante los ojos de la muchacha como una mano; ella no lo vio. La radio pulsera zumbó. 
- ¿Sí?
-Es Lee, papá. No olvides mi regalo.
-Sí, hijo, sí. Estoy ocupado.
- Es solo que no quería que te olvidases, papá- dijo la radio pulsera, mientras Romeo y Julieta de Tchaikovsky revoloteaba alrededor de la voz y fluía por los largos pasillos. 
El psiquiatra caminó en la colmena de oficinas, en la cruzada polinización de los temas, Stravinsky unido a Bach, Haydn rechazando infructuosamente a Rachmaninoff, Schubert golpeado por Duke Ellington. El psiquiatra saludó con la cabeza a las canturreantes secretarias y a los silbadores médicos que iban a iniciar el trabajo de la mañana. Llegó a su oficina, corrigió unos pocos textos con su lapicera, que cantó entre dientes, luego telefoneó otra vez al capitán de policía del piso superior. Unos pocos minutos más tarde, parpadeó una luz roja, y una voz dijo desde el cielo raso: 
-El prisionero en la cámara de entrevistas número nueve. 
Abrió la puerta de la cámara, entró, y oyó que la cerradura se cerraba a sus espaldas. 
-Lárguese-dijo el prisionero, sonriendo. 
La sonrisa sobresaltó al psiquiatra. Una sonrisa soleada y agradable, que iluminaba brillantemente el cuarto. El alba entre lomas oscuras. El mediodía a medianoche, aquella sonrisa. Los ojos azules chispearon serenamente sobre aquella confiada exhibición de dientes. 
-Estoy aquí para ayudarlo- dijo el psiquiatra frunciendo el ceño. 
Había algo raro en el cuarto. El médico había titubeado al entrar. Miró alrededor. El prisionero se rió. 
-Si está preguntándose por qué hay aquí tanto silencio, deshice la radio a 
puntapiés. 
Violento, pensó el doctor. 
El prisionero le leyó el pensamiento, sonrió, y extendió una mano suave. 
-No, sólo con las máquinas que chillan y chillan. 
En la alfombra gris se veían pedazos de cable y lámparas de la radio de pared. Sintiendo sobre él aquella sonrisa como una lámpara calorífera, el psiquiatra se sentó frente a su paciente, en un silencio insólito que era como la amenaza de una tormenta. 
-¿Es usted el señor Albert Brock que se llama a sí mismo El Asesino? 
Brock asintió agradablemente. 
-Antes de empezar. -Se movió con rapidez y sin ruido y le sacó al doctor la radio pulsera. La mordió como si fuese una nuez, y la radio crujió y estalló. Brock se la devolvió al médico como si le hubiese hecho un favor- 
_ Es mejor así. 
El psiquiatra se quedó mirando el arruinado aparato. 
-Su cuenta de daños y perjuicios está creciendo.
-No me importa-sonrió el paciente-. Como dice la vieja canción: ¡No me importa lo que pasa! 
El hombre tarareó. 
-¿Empezamos?-dijo el psiquiatra.
-Muy bien. Mi primera víctima, o una de las primeras, fue el teléfono. Un crimen espantoso. Lo eché en el sumidero mecánico de mi cocina. Puse el aparato en punto medio. El pobre teléfono murió por estrangulación lenta. Luego maté a tiros el televisor. 
-Mmm-dijo el psiquiatra.
-Le disparé seis tiros en el cátodo. Se oyó un hermoso tintineo, como una araña de luces que cae al piso.
-Linda imagen.
-Gracias, siempre soñé con ser escritor.
-¿Por qué no me dice cuando empezó a odiar el teléfono?
-Me aterrorizaba ya en la infancia. Un tío mío lo llamaba la máquina de los fantasmas. Voces sin cuerpo. Me ponía los pelos de punta. Más tarde, nunca me sentí cómodo. El teléfono me parecía un instrumento impersonal. Si a él se le ocurría, dejaba que la personalidad de no fuese por sus cables. Si no lo quería así, lo mismo le sacaba a uno la personalidad hasta que por el otro extremo salía una voz de pescado frío, toda acero, cobre, plásticos, sin calor, sin realidad. Es fácil decir alguna inconveniencia cuando se habla por teléfono; el teléfono cambia el significado de las frases. Y al fin uno se entera del hecho que se ha ganado un enemigo. Luego, por supuesto, el teléfono es algo tan conveniente. Ahí está, exigiendo que uno llame a alguien que no quiere que lo llamen. Mis amigos estaban siempre llamando, llamando, llamándome. Demonios, no me dejaban tiempo para nada. Cuando no era el teléfono, era la televisión, la radio, el fonógrafo. Cuando no era la televisión, la radio o el fonógrafo eran las películas en el cine de la esquina, películas proyectadas en nubes bajas, con publicidad. Ya no llueve más agua, llueve espuma de jabón. Cuando no eran los anuncios en nubes de alta visibilidad, era la música de Mozzek en todos los restaurantes; música y anuncios en los ómnibuses que me llevaban al trabajo. Cuando no era la música, eran los intercomunicadores de la oficina, y la cámara de horror de una radio pulsera desde donde mis amigos y mi mujer me llamaban cada cinco minutos. ¿Qué hay en esas conveniencias que las hace parecer tan tentadoramente convenientes? El hombre común piensa: Aquí estoy, dispongo de tiempo, y aquí en mi muñeca hay un teléfono pulsera. ¿Por qué no llamar al viejo Joe, eh? «¡Hola, hola!» Quiero mucho a mis amigos, a mi mujer, la humanidad. Pero cuando mi mujer me llama para preguntarme: «¿Dónde estás ahora, querido?», y un amigo me llama y dice: «¿Conoces este chiste verde? Parece que una vez un tipo...» Y un desconocido me llama y grita: «Esta es la encuesta Encuentra-Rápido. ¿Qué caramelo de goma está masticando en este instante?» ¡Bueno!
-¿Cómo se sentía durante la semana?
-Al borde del precipicio. Aquella misma mañana hice eso en la oficina.
-¿Qué fue?
-Eché un vaso de agua en el intercomunicador. El psiquiatra anotó en su libreta 
-¿Y el sistema se apagó?
-¡Magníficamente! ¡El cuatro de julio en ruedas! Dios mío, las estenógrafas corrían de un lado a otro como perdidas. ¡Qué confusión! 
-¿Se sintió mejor durante un tiempo, eh?
-¡Muy bien! Al mediodía se me ocurrió cerrar la radio pulsera en la calle.Una voz aguda me gritaba: «Encuesta popular número nueve. ¿Qué almuerza usted? » En ese mismo momento, ¡se acabó la radio pulsera! 
-¿Se sintió mejor aún, eh?
-¡Cada vez mejor!-Brock se frotó las manos- . ¿Por qué no iniciar, pensé, una revolución solitaria, liberando al hombre de ciertas «conveniencias»? «¿Conveniente para quién?», grité. Conveniente para los amigos. «Eh, Al, te llamo desde el bar de Green Hills. Acabo de abrir una botella de whisky, Al. Hermoso día. Ahora estoy tomando unos tragos. ¡Pensé que te gustaría saberlo, Al!» Conveniente para mi oficina, de modo que cuando ando trabajando en mi coche, la radio no pierde el contacto conmigo. ¡Contacto! Palabra tímida. Contacto, demonios. ¡Estrujamiento. Manoseo, mejor. Aporreo y masajeo. Uno no puede dejar el coche sin avisar: «Me he detenido en la estación de gasolina para ir al cuarto de baño.» «Muy bien, Brock, ¡rápido!» «Brock, ¿por qué tarda tanto?» «Lo siento, señor.» «Que no se repita, Brock.» «¡No, señor!» ¿Sabe usted que hice, doctor? Compré un cuarto kilo de helado de chocolate y lo eché en el transmisor de radio del coche. 
-¿Tuvo alguna razón especial para echar helado de chocolate en el aparato?
Brock pensó un momento y sonrió. 
-Es mi helado favorito.
-Oh-dijo el doctor.
-Pensé, demonios, lo que es bueno para mí es bueno también para el transmisor.
-¿Y por qué echar helado en la radio?
-Hacía calor. 
El doctor calló un momento. 
-¿Y qué vino luego?
-Luego vino el silencio. Dios, era hermoso. Aquella radio del auto codeando todo el día. Brock, venga aquí, Brock, vaya allá, Brock, llame, Brock, escuche, muy bien, Brock, hora de almorzar, Brock, ha terminado el almuerzo, Brock, Brock, Brock, Brock. Bueno, aquel silencio fue como si me hubiese echado helado en las orejas. 
-Parece que le gusta mucho el helado.
-Me paseé en el auto disfrutando del silencio. Es la franela más blanda y suave del mundo. El silencio. Una hora entera de silencio. Yo paseaba en el coche, sonriendo, sintiendo aquella franela en mis oídos. ¡Me emborraché de libertad! 
-Continúe.
-Entonces se me ocurrió lo de la máquina portátil de diatermia. Alquilé una, y aquella noche subí con ella al ómnibus que me llevaría a casa. Todos los viajeros hablaban con sus mujeres por la radio pulsera diciendo: «Ahora estoy en la calle Cuarenta y tres, ahora en la Cuarenta y cuatro, aquí estoy en la Cuarenta y nueve, ahora doblamos en la Sesenta y una.» Un marido maldecía: «Bueno, sal de ese bar, maldita sea y vete a casa a preparar la cena. ¡Estoy en la Setenta!» Y una radio de transistores tocaba Cuentos de los bosques de Viena, y un canario cantaba una canción acerca de una sopa de cereales. En ese momento..., ¡encendí mi aparato de diatermia! ¡Estática! ¡Interferencia! Todas las mujeres separadas de los maridos que habían acabado una dura jornada en la oficina. ¡Todos los maridos separados de sus mujeres que acababan de ver cómo sus chicos rompían una ventana! Talé los Bosques de Viena. El canario se atragantó. ¡Silencio! Un terrible, inesperado silencio. Los pasajeros del ómnibus tuvieron que afrontar la posibilidad de conversar entre ellos. ¡El pánico! ¡Un pánico puro y animal! 
-¿Se lo llevó la policía?
-El ómnibus tuvo que detenerse. Después de todo, la música había desaparecido, maridos, mujeres habían perdido contacto on la realidad. Un pandemonio, un tumulto, y un caos. ¡Ardillas que chillaban en sus jaulas! Llegó una patrulla, me descubrieron rápidamente, me endilgaron un discurso, me multaron, y me mandaron a casa, sin el aparato de diatermia, en un santiamén. 
-Señor Brock, ¿puedo sugerirle que su conducta hasta ese momento no había sido muy... práctica? Si no le gustaban las radios de transistores, o las radios de oficina, o las radios de auto, ¿por qué no se unió a alguna asociación de enemigos de la radio, firmó petitorios, o luchó por normas legales y constitucionales? Al fin y al cabo, estamos en una democracia. 
-Y yo-dijo Brock- estoy en lo que se llama una minoría. Me uní a asociaciones, firmé petitorios, llevé el asunto a la justicia. Protesté todos los años. Todos se rieron, todos amaban las radios y los anuncios. Yo estaba fuera de lugar. 
-Entonces tenía que haberse conducido como un buen soldado, ¿no le parece? La mayoría manda. 
-Pero han ido demasiado lejos. Si un poco de música y «mantenerse en contacto» es agradable, piensan que mucha música y mucho «contacto» será diez veces más agradable. ¡Me volvieron loco! Llegué a casa y encontré a mi mujer histérica. ¿Por qué? Porque había perdido todo contacto conmigo durante medio día. ¿Recuerda que bailé sobre mi radio pulsera? Bueno, aquella noche hice planes para asesinar la casa. 
-¿Pero quiere que lo escriba así? ¿Está seguro?
-Es semánticamente exacto. Había que enmudecerla. Mi casa es una de esas casas que hablan, cantan, tararean, informan sobre el tiempo, leen novelas, tintinean, entonan una canción de cuna cuando uno se va a la cama. Una casa que le chilla a uno una ópera en el baño y le enseña español mientras duerme. Una de esas cavernas charlatanas con toda clase de oráculos electrónicos que lo hacen sentirse a uno poco más grande que un dedal, con cocinas que dicen: «Soy una torta de durazno, y estoy a punto» o «Soy un escogido trozo de carne asada, ¡sácame!», y otras cosas semejantes. Con camas que lo mecen a uno y lo sacuden para despertarlo. Una casa que apenas tolera a los seres humanos, se lo aseguro. Una puerta de calle que ladra: «¡Tiene los pies embarrados, señor!» Y el galgo de una válvula de vacío electrónica que lo sigue a uno olfateándolo de cuarto en cuarto, sorbiendo todo fragmento de uña o ceniza que uno deja caer. ¡Jesucristo! ¡Jesucristo! 
-Cálmese-sugirió el psiquiatra.
-¿Recuerda aquella canción de Gilbert y Sullivan, Lo he anotado en mi lista, y jamás lo olvidaré? Me pasé la noche anotando quejas. A la mañana siguiente me compré una pistola. Me embarré los zapatos a propósito. Me planté ante la puerta de calle. La puerta chilló: «¡Pies sucios, pies embarrados! ¡Límpiese los pies! ¡Por favor sea aseado!» Le disparé un tiro por el ojo de la cerradura. Corrí a la cocina, donde el horno lloriqueaba: «¡Apáguenme!» En medio de una tortilla mecánica, enmudecí la cocina. Oí cómo siseó y gritó: «¡Un corto circuito!» Entonces sonó el teléfono, como un murciélago. Lo eché en el sumidero mecánico. Debo declarar aquí que no tengo nada contra el sumidero. Lo siento por él, un dispositivo útil sin duda, que nunca dice una palabra, ronronea como un león soñoliento la mayor parte del tiempo, y digiere nuestros restos. Lo arreglaré. Luego fui y maté el televisor, esa bestia insidiosa, esa Medusa, que petrifica a un billón de personas todas las noches con una fija mirada, esa sirena que llama y canta y promete tanto, y da, al fin y al cabo, tan poco, y yo mismo siempre volviendo a él, volviendo y esperando, hasta que... ¡pum! Como un pavo sin cabeza, mi mujer salió chillando a la calle. Vino la policía. ¡Y aquí estoy! 
Brock se echó hacia atrás, feliz, y encendió un cigarrillo.
-¿Y no pensó usted, al cometer esos crímenes, que la radio pulsera, el transmisor, el teléfono, la radio del ómnibus, los intercomunicadores, eran todos alquilados, o pertenecían a algún otro?
-Lo haría otra vez, que Dios me proteja.
El psiquiatra se quedó inmóvil bajo el sol de aquella beatífica sonrisa.
-¿Y no quiere que lo ayude la Oficina de Salud Mental? ¿Está preparado a soportar las consecuencias?
-Esto es sólo el comienzo-dijo el señor Brock- . Soy la vanguardia de unos pocos cansados de ruidos y órdenes y empujones y gritos, y música en todo momento, en todo momento en contacto con alguna voz de alguna parte, haz esto, haz aquello, rápido, rápido, ahora aquí, ahora allá. Ya veremos. La rebelión comienza. ¡Mi nombre hará historia!
- Mmm.
El psiquiatra parecía pensativo.
-Llevará tiempo, por supuesto. Era tan agradable al principio. La sola idea de esas cosas, tan prácticas, era maravillosa. Eran casi juguetes con los que uno podía divertirse. Pero la gente fue demasiado lejos, y se encontró envuelta en una red de la que no podía salir, ni siquiera advertía que estaba dentro. Así que dieron a sus nervios otro nombre «La vida moderna», dijeron. Tensión», dijeron. Pero recuérdelo, se ha echado la semilla. Me conocen en todo el mundo gracias a la TV, la radio, las películas. Es una ironía. Eso fue hace cinco días. Un billón de personas me conoce. Revise las columnas de las finanzas. Un día notará algo. Quizá hoy mismo. ¡Un alza repentina en las ventas de helado de chocolate!
-Entiendo-dijo el psiquiatra.
-¿Puedo volver a mi hermosa celda privada, donde podré estar solo y en silencio durante seis meses?
-Sí- dijo el psiquiatra en voz baja. -No se preocupe por mí- dijo el señor Brock incorporándose- . Me voy a entretener un tiempo metiéndome ese blando, suave y callado material en las orejas. 
-Mmm-dijo el psiquiatra yendo hacia la puerta.
-Saludos-dijo el señor Brock.
-Sí- dijo el psiquiatra.
Apretó el botón oculto de acuerdo con la clave. La puerta se abrió, el psiquiatra salió del cuarto, la puerta se cerró. El psiquiatra atravesó oficinas y corredores. Los primeros veinte metros de su marcha fueron acompañados por El tamboril chino. Luego se oyó Tzigana, Passacaglia y fuga en algo menor, E1 paso del tigre, El amor es como un cigarrillo. Sacó la radio pulsera rota del bolsillo como una mantis religiosa muerta. Entró en su oficina. Sonó un timbre. Una voz llegó desde el cielo raso:
-¿Doctor?
-Acabo de terminar con Brock.
-¿Diagnóstico?
-Parece completamente desorientado, pero jovial. Rehusa aceptar las más simples realidades de su ambiente, y cooperar con ellas.
-¿Pronóstico?
-Indefinido. Lo dejé disfrutando con un trozo de material invisible.
Llamaron tres teléfonos. Un duplicado de su radio pulsera zumbó en un cajón del escritorio como una langosta herida. El intercomunicador lanzó una luz robada y un clic-clic. Llamaron tres teléfonos. El cajón zumbó. Entró música por la puerta abierta. El psiquiatra, tarareando entre dientes, se puso la nueva radio pulsera en la muñeca, abrió el intercomunicador, habló un momento, atendió un teléfono, habló, atendió otro teléfono, habló, atendió un tercer teléfono, habló, tocó el botón de la radio pulsera, habló serenamente y en voz baja, con una cara descansada y tranquila, mientras se oía música y las luces se apagaban y encendían, los dos teléfonos llamaban otra vez, y él movía las manos, y la radio pulsera zumbaba, y los intercomunicadores conversaban, y unas voces hablaban desde el techo. Y así siguió serenamente el resto de una larga y fresca tarde de aire acondicionado; teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera...


Ray Bradbury
Título Original : The Murderer © 1953.

martes, 7 de junio de 2022

Algunas imágenes de pintura vanguardista

Picasso: Guernica

Picasso: Mujer llorando




Duchamp (seudónimo R. Mutt): Fuente

Kandinsky: Negro y violeta 


Munch: El grito


Boccioni: Hombre del futuro

Boccioni: Visión simultánea

Boccioni: Dinamismo de un ciclista

Dalí: Los elefantes

Dalí: La persistencia de la memoria