martes, 13 de marzo de 2018

"EDIPO REY" PRÓLOGO

EDIPO REY     PRÓLOGO

(Ante el palacio de Edipo se presenta el Sacerdote y un Coro mudo de ancianos)

EDIPO: Mis hijos, generación nacida de aquel antiguo Cadmo, ¿por qué en mi presencia os sentáis en los altares con ramos de suplicantes? La ciudad está al tiempo inundada de perfumes, de cantos de peanes, de lamentos; no quiero oír por otros mensajeros que vosotros qué significa esto; por eso estoy aquí yo, a quien todos llaman el glorioso Edipo. Mas ea, anciano, explícate, pues por tu edad debes hablar antes que estos: ¿por qué estáis aquí? ¿Por miedo o a implorar? ¡Habla, sabiendo que yo quiero ayudaros en todo, porque sería insensible si no me apiadara de una súplica cual esta!

SACERDOTE: Pues bien, Edipo, rey de mi patria, ves de qué edades tan dispares somos los que estamos sentados en tus altares: unos no tienen fuerza para un largo vuelo; otros somos sacerdotes ya torpes por la edad –yo lo soy de Zeus- ; estos otros son los mejores de los jóvenes y la restante multitud está sentada a las plazas con sus ramos de suplicantes, tanto junto a ambos templos de la diosa Palas como junto al altar de Apolo a orillas del Ismeno, altar de cenizas augurales. Que la ciudad, como tú mismo ves, sufre el embate de un fuerte temporal y no puede levantar su cabeza del fondo de sus olas de sangre. Perece en los frutos abortados de la tierra, perece en los partos sin hijos de las mujeres; y además, el dios que lleva el fuego, la peste odiosa, azota impetuoso a la ciudad y el negro Hades atesora lamentos y gemidos. No es por creerte igual a los dioses por lo que yo y estos jóvenes estamos sentados junto a los altares, pero sí el primero de los hombres en los azares de la vida y en la conciliación de los seres celestiales, pues que viniste a la ciudad de Tebas y nos libraste del tributo que pagábamos a la dura cantora, y esto sin habernos oído nada más que los otros ni haber sido instruido en el secreto, sino que con la ayuda de un dios dice y cree que ha enderezado nuestra vida. Pues bien, también ahora, ¡oh, Edipo, glorioso más que nadie a los ojos de todos!, todos los suplicantes te imploramos que nos encuentres una ayuda, ya sea que hayas oído una voz enviada por alguno de los dioses, ya que algo sepas por noticia de los hombres. Yo sé que los consejos de los hombres expertos obtienen mejor éxito. Ea, ¿oh, el mejor de los mortales!, haz erguirse de nuevo a esta ciudad; cuídate de tu fama: porque esta tierra te llama ahora su libertador por tu celo de antaño; y haz que jamás nos acordemos de tu reinado como de un tiempo en que nos pusimos de pie y luego caímos: ¡pon en pie a esta ciudad dejándola segura! En aquella ocasión nos diste la salud con un agüero favorable: ¡sé igual ahora con nosotros! Que si ahora has de reinar de esta tierra de la que ahora eres señor , más bello es serlo estando poblada que desierta pues nada es ni una ciudad desierta ni una nave sin los hombres que la ocupan.

EDIPO: ¡Oh, hijos doloridos! Me es conocido y no desconocido aquello que buscáis; porque bien sé que sufrís todos y, sufriendo, no hay ninguno que sufra igual que yo. Vuestro dolor os llega a cada uno de por sí y a nadie más; pero mi alma llora por la ciudad, por mí y por ti a la vez. Por ello, no me habéis despertado de mi sueño; estad seguros de que he vertido muchas lágrimas y he recorrido muchos caminos en mi mente. Y el único remedio que he encontrado  después de mirar mucho, ese le he puesto: he enviado a Creonte, mi cuñado, al templo de Apolo Pítico, a que inquiera qué he de hacer o decir para salvar a esta ciudad. Al calcular el tiempo transcurrido, estoy inquieto por lo que pueda hacer, pues tarda más  del tiempo  necesario, fuera de toda previsión. Mas cuando llegue seré yo un hombre vil si no hago todo cuanto revele el dios.

SACERDOTE: En momento oportuno lo dijiste, pues estos me señalan a Creonte que llega.

EDIPO: ¡Señor Apolo, si viniera con una noticia salvadora al igual que sus ojos resplandecen!

SACERDOTE: A lo que se ve, viene con buenas nuevas; en otro caso no vendría así, con una corona de laurel.

EDIPO : Lo hemos de saber pronto; está a distancia para poder oír. Cuñado, hijo de Meneceo, ¿qué respuesta del dios vienes trayendo?

CREONTE: Buena; pues hasta las desdichas, si tienen un buen fin, se trocan en venturas.

EDIPO: ¿Mas cuál es la respuesta? Pues por lo que hasta ahora has dicho no estoy ni confiado ni con miedo.

CREONTE: Si deseas oírla estando éstos delante, estoy dispuesto a hablar; e igual si quieres entrar dentro.

EDIPO: Habla ante todos: pues es por ellos más que por mí mismo por quiénes tengo el duelo.

CREONTE: Voy a decir lo que escuché del dios. El rey Febo nos ha ordenado claramente expulsar del país a la impureza que, según dice, ha arraigado en él y a no dejarla que prospere incurable

EDIPO: ¿Con qué rito? ¿Nuestra desgracia, en qué consiste?

CREONTE: Desterrando al culpable o vengando la muerte con la muerte, porque esta sangre es la que leva el temporal a la ciudad.

EDIPO: ¿Y a la muerte de qué hombre se refiere?

CREONTE: Era en tiempos, señor, Layo el rey de esta tierra, antes de gobernar tú esta ciudad.

EDIPO: Lo sé de oídas; porque jamás le he visto.

CREONTE: Ahora nos manda castigar a los culpables de su muerte.

EDIPO: ¿Y dónde están? ¿Dónde se encontrará esta oscura huella de una antigua culpa?

CREONTE: Dijo que aquí. Lo que se busca es posible encontrarlo: en cambio, aquello de que nadie se preocupa nos pasa inadvertido.

EDIPO: ¿Fue en el palacio o fue en el campo en donde Layo halló la muerte? ¿O fue en tierra extranjera?

CREONTE: Marcho a visitar Delfos, según dijo, y ya no volvió a casa una vez que partió.

EDIPO: ¿Y no lo vio algún caminante, alguien que, de enterarnos de ello, nos hubiera ayudado?

CREONTE: Han muerto, salvo uno, que huyó lleno de miedo y, fuera de una cosa, nada pudo decir a ciencia cierta de lo que vio.

EDIPO: ¿Qué cosa? Pues una sola cosa podría ser el camino para enterarnos de otras muchas si halláramos un breve comienzo de esperanza.

CREONTE: Dijo que unos bandidos, saliéndole al encuentro, lo mataron, no un hombre solo, sino una multitud.

EDIPO: ¿Y cómo el bandolero, si no se tramó algo desde aquí con ayuda de dinero, habría llegado a tanta audacia?

CREONTE: En esto se pensó; pero después que murió Layo, no hubo, en nuestro infortunio, nadie para salir en su defensa.

EDIPO: ¿Y cuál fue ese infortunio que estorbó, cuando el trono cayó de esta manera, que ello se descubriera?

CREONTE: La esfinge, la cantora de enigmas, nos forzaba a cuidarnos de lo más inmediato, dejando lo dudoso.

EDIPO: Voy a aclararlo todo desde el comienzo mismo. Febo con toda la razón, tú con razón os cuidasteis del muerto; y, como es justo, me hallaréis como aliado, defendiendo esta tierra y al dios al mismo tiempo. No es en defensa de amigos alejados, sino en la de mí mismo, como esta mancha he de limpiar. Quienquiera fuese el que a Layo dio muerte, podría quererme dar la muerte con su mano culpable. Ayudándole a él, a mí mismo me ayudo. Ea, de prisa, hijos, levantaos recogiendo esos ramos suplicantes. Que alguien reúna aquí al pueblo de Tebas, porque ningún recurso he de dejar: o seremos dichosos con la ayuda del dios, o caeremos.

SACERDOTE: Hijos míos, levantémonos, porque vinimos aquí en busca de las cosas que Edipo nos promete.  Y Febo, que ha enviado esta respuesta de su oráculo, venga cual salvador y acabe con la peste. 

"Cordero asado"

CORDERO ASADO

    La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
    Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
    De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
    Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
    Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
    — ¡Hola, querido! —dijo ella.
    — ¡Hola! —contestó él.
    Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
    — ¿Cansado, querido?
    — Sí —respondió él—, estoy cansado.
    Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
    Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
    —Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.
    —Siéntate —dijo él secamente.
    Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
    —Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.
    —Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella.
    Él no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
    —Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
    —No —dijo él.
    —Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
    Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
    —Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.
    —No quiero —dijo él.

    Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
    —Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
    —No me apetece —dijo él.
    — ¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
    Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
    —Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada.
    —Vamos —dijo él—, siéntate.
   Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos.     
    Él había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
—Tengo algo que decirte.
    — ¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
     Él se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
    —Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
    Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.
    —Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
    Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
    —Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.
    Esta vez él no contestó.
    Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
    Era una pierna de cordero.
    Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
    Se detuvo.
    —Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.
    En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
    La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.
    Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
    «Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»

    Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
    Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
    Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
    —Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.
    —Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
    Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
    Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
    —Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
    — ¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
    —Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
    El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
    —Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
    — ¿Quiere carne, señora Maloney?
    —No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
    — ¡Oh!
    —No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?
    —Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?
    — ¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
    — ¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después?               ¿Qué le va a dar luego?
    —Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
    El hombre echó una mirada a la tienda.
    — ¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.
    —Magnífico —dijo ella—, le encanta.
    Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
    —Gracias, Sam. Buenas noches.
    Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
    «Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
    Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.
    — ¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.

    Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
    Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
    — ¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
    — ¿Quién habla?
    —La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
    — ¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
    —Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
    —Iremos en seguida —dijo el hombre.
    El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
    — ¿Está muerto? —preguntó ella.
    —Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?
    Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
    Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
    Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
     __ ¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.
    Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.
    «..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella...»
    Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
    —No —dijo ella.
    No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
    —Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.
    —No —dijo ella.
    Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.
    La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
    —Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
    Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
    — ¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?
    —No tenemos jarrones de metal —dijo ella.
    — ¿Y un atizador?
    —No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
    La búsqueda continuó.
    Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
    —Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?
    —Sí, claro. ¿Quiere whisky?
    —Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
    — ¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
    —Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.
    Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
    El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
    —Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
    — ¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!
    — ¿Quiere que vaya a apagarlo?
    — ¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
    Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
    —Jack Nooan —dijo.
    — ¿Sí?
    — ¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
    — Si está en nuestras manos, señora Maloney...
    —Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
    —Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.
    —Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
    Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
    — ¿Quieres más, Charlie?
    —No, será mejor que no lo acabemos.
    —Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
    —Bueno, dame un poco más.
    —Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
    —Por eso debería ser fácil de encontrar.
    —Eso es lo que a mí me parece.
    —Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario.   
    Uno de ellos eructó:
    —Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
    —Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
    En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.



Roald Dahl