domingo, 19 de junio de 2011

3º4 Cuentos con algún elemento raro, fantástico o maravilloso...

Cartuchera Marcos:


¡No te imaginas lo qué me pasó!

El día de ayer mientras Martín, mi dueño, hacía el escrito de literatura, ocurrió un hecho único en mis doce años de cartuchera en liceos.

Mientras pasaban los minutos de ese escrito, la lapicera (sin tapa) hizo un movimiento desafortunado y en acto de segundo la goma nueva tenía un rayón de punta a punta. Al instante, la goma se abalanzó sobre la otra, lo que provocó una pequeña rotura en el largo del segundo. Para empeorar las cosas, cuando la que borra cayó, golpeó a la lapicera verde y la despertó de su siesta y se metió en el lío.

Uno de los expectadores, el lápiz de repuesto, que ya había tenido una fuerte discusión con la verde (así la llamaban sus amigas), se metió en este lío que parecía interminable.

Todos los problemas tienen una solución, y por suerte, este no era la excepción. Cuando la discusión empezaba a parecerse a una pelea, siento un cosquilleo en la parte más alta de mi cuerpo. ¡Por fin!, yo sabía que esto iba a suceder en cualquier momento, mi cierre se estaba abriendo, y no era otra que la mano del dueño. El chico, en un acto heroico, retiró al lápiz y a la goma de mi, y con dicho acto la paz y la armonía retornaron a mi cuerpo.

Contestame lo antes,

Tu amigo, Cartuchera Pedro
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3 de mayo de 1947

Querido lector,

Seas quien seas, posiblemente me conozcas, soy yo, el banco de la plaza. Escribo para despedirme, decir adiós.

Ayer por la noche vinieron unos niños a despedirse de mí y de todos los que están aquí. Vinieron hacia mí y comenzaron a saltar encima mío, luego me abrazaron y dijeron: “qué lindo que pasamos con usted siempre estaba aquí, escuchándonos cuando ya no había nadie con quien hablar, sabemos que está un poco viejo, pero no queremos que se vaya”. Yo no podía entenderlo. No me iría, ¿por qué habrían dicho eso?

7:00 am de hoy, 3 de mayo de 1947 paso la mujer, aquella que siempre corre por las mañanas con su marido. Pero hoy no hablaban de eso, lo de siempre, sino que de una reforma, la de una plaza. Ahí pensé: “un momento, esta es la única plaza del pueblo”. No podía creer lo que mis brazos oían. Me iban a destruir, luego de 80 años aquí, viendo a los niños crecer, esos que ahora son adultos, viendo crecer a los hijos de estos, viendo crecer a las parejas, las amistades, a este pueblo, ¿cómo era posible?

Así que estoy aquí muy dolorido, no escribo esto para dar lástima, sino para que el que lea pueda transmitir el mensaje al siguiente banco, joven, y bonito que me reemplace. “Esta ciudad fue siempre mi familia y yo la suya, escúchalos, te mantendrán vivo, despierto. Cuídalos”.



(Esta carta fue encontrada por Martín García el 10 de mayo de 1947 luego de que esta plaza fuera destruida)

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Si, Si, soy yo, devuelta, quieren salir pero no van a poder. ¡Fshfsh! Cosquillean todo el tiempo. Vos, como mi jefe y yo, como tu asistente, debemos hacerlos trabajar aún más, ¡basta de vaguesa! Si será difícil tener aliens dentro de mi cuerpo, ni siquiera soy normal como para adaptarme, todo sea para innovar el mundo, para reducir la contaminación de una manera más práctica, para que los aliens trabajen, pero no en cualquier cuerpo, dentro del cuerpo de un extraterrestre, tal como yo. ¡Claro!, para ellos yo soy su jefe ¿Qué cargo no?, ¡que presión! Vos, en la nave, tranquilo, un extraterrestre más, pero yo, caminando, por el medio de Montevideo, con la mirada de las personas de piel blanda que me pegan en los ojos, mientras los aliens salen por mi boca a preguntarme una y otra vez que hay que hacer ahora.


Con respecto al funcionamiento de las máquinas, esta todo bajo control; los contaminantes entran por el ombligo, los recibe Philip, los lleva al intestino grueso, donde suben al piso de arriba, allí son reciclados en el pulmón derecho bajo el control de Morris, donde luego los espera Henry en el hígado, para que sean secados. Finalmente la materia orgánica reciclada sube por el esternòn, se dirige a la faringe, preparándose para salir por el oído izquierdo. ¿Pero sabes lo que pasa?, últimamente, hay mucha materia que esta saliendo por el oído derecho, estas son las que fallan en el proceso, es por eso que digo que nuestros trabajadores no están haciendo el trabajo correcto, el problema creo que es que Harold, debiera controlar el pasaje de la materia del hígado hacia el esternòn y sin embargo duerme todo el día en el pulmón izquierdo, y cuando hablo por alto parlante salta.

¿Qué sugerís al respecto?, pese lo que pese, pase lo que pase y sea como sea, vamos a seguir innovando el mundo. Quieren salir, pero como ya te dije, no van a poder.

¡Fshfsh! ¡Fshfsh!, siguen cosquilleando.

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Querido lector:

Soy El Hombre Pálido, necesito que me aconsejes. Estoy sentado en una casa donde ya he planificado un robo con mi socio El Negro. Todo está pasando según lo planeado, pero aunque no lo creas mi corazón me está hablando desde hace un rato, diciéndome que piense dos veces la decisión que voy a tomar antes de llevarla a cabo. Al principio no podía creerlo, creía que estaba loco, pero me lo demostró palpitando más y rápido y después mas lento y dejando de palpitar como si tuviera mente propia. Me dijo que el sabe como soy en el fondo y que si traiciono a estas personas lo lamentare toda mi vida, aunque tenga que enfrentar a mi socio El Negro. Ahora estoy sentado con un mate tratando de disimular que no estoy hablando con mi propio corazón, mirando a esa bella jovencita a los ojos y no se que hacer, se ve muy asustada. Así que te pido ayuda, necesito que tomes esta decisión por mi, como termina este cuento esta en tus manos.

Desde el cuento,
El Hombre Pálido
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Agustín:


hace un par de días te vi con los ojos cerrados sobre la almohada en la puerta de la casa de Punta del Este que alquilamos todos los veranos. No estabas solo. Una figura de una mujer se podía ver en una de las paredes del baño. Coincidíamos en bastantes cosas, flaca, castaña clara, ojos oscuros y unos centímetros más baja que vos. Por la cara que yo le veía en esa figura, te puedo decir que tenía una personalidad autoritaria, mala, rencorosa y vengadora. No se merece estar contigo.



Vi un regalo que tenia tu nombre en la parte de arriba de la cajita rectangular. Estaba envuelto en un papel rojito intenso. Sabía lo que había dentro, sabia como enganchártelo a la muñeca, sabia que era negra con un dije del color de la sangre que me permite vivir y que cada tanto se caía hacia la izquierda.

Empecé a escuchar ruidos de la calle que se mezclaron con sus voces. Cada vez sentía que las cosas que veía no eran reales. Los autos y sus bocinas, los pájaros cantando y la tele prendida dominaron mi oído. Las imágenes de ustedes ya casi eran indescriptibles, a los segundos lo único que vía era nada. Una nada negra.



Cuando abrí los ojos vi mi razón de vivir parado frente a mí. Tenías unos hilos negros sosteniendo un pedazo de oro rojo en uno de tus brazos.

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Querida Jessica,


¿Cómo estás? Ha sido un largo tiempo desde la última vez que hemos hablado. Espero que tú y tu familia se encuentren estupendo y estén pasando un momento deleitante en Paris.

Te escribo esta carta dada la situación que he vivido hoy a la mañana. No sabía a quién podría recurrir, ya que todos pensarían que estaba loca, por lo que no tuve otra alternativa que interrumpir tus vacaciones y enviarte esta carta. Todo empezó cuando ayer por la noche, me encontraba sola en mi casa, deprimida. Mi cabeza daba vueltas y vueltas, cuando de repente, una estrella fugaz paso por el bello jardín de mi casa, y me hizo pedir un deseo tan alocado que pensé que nunca podría hacerse realidad, deseaba tener 18 años de nuevo. No solo porque podría volver a tener una vida llena de fiestas, divertida, con muchas alegrías, sino también porque podría volver a salir con mi antiguo novio, Neitz, un amor perdido. Decidí irme a dormir

El día comenzó, y todo era muy raro. Desperté en un lugar extraño, un cuarto lleno de muñecas y osos. Sus paredes rosadas de terciopelo me hacían creer que estaba en un cuarto de princesas, pero de pronto me di cuenta que esa era la vieja casa de mis padres en la que viví cuando tenía 18 años. Cuando me mire en el espejo, vi un cutis perfecto, y un cuerpo tan formado, que parecía una modelo. No podía creer que había vuelto a mis 18 años.

Comencé mi rutina diaria, como en los viejos tiempos. Sería el último año en el que concurriría a la secundaria. En el momento que llegue, no era todo como me lo esperaba. Se podría decir que era, hasta peor, que cuando tenía mis 35 años. Inmediatamente volví a mi bello cuarto rosado, intentando buscar una solución al problema, y deseando que esa estrella fugaz no hubiese pasado. Muy arrepentida estoy con lo sucedido. Sé que esta edad ya no es para mí. Ya la he vivido y no es como me la esperaba nuevamente.

Ahora, ya por la noche, te escribo esta carta para suplicarte, por favor que me ayudes. Seguramente pienses que estoy loca, pero no es así. No estoy segura de como sucedió todo, pero esto es una realidad, y ya no sé cómo volver el tiempo atrás.

Espero con ansias tu respuesta,

Te aprecio,

Sabrina.
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Chuck:
 
Te escribo porque tenía algo para contarte. Necesito que lo guardes en secreto, no me gustaría que piensen que me faltan algunos tornillos. No se si te acordas de mí porque cosas muy raras y que creía imposible pasaron. Desde que era chica moría de ganas por ser grande, poder cumplir diez y seis y hacer lo que quisiera. Bueno, resulta que desde que tenía pocos años escribí una lista donde en cada cumpleaños le agregaba un nuevo deseo.
Hoy desperté y mis padres me esperaban con la típica torta de cumpleaños de todos los años. Acercándome a la parada del autobús un camión de entregas se apareció y me dio una caja con diez y seis velas y una pequeña caja con fósforos. Mi lista de deseos había aparecido dentro de la caja con velas. Tomé la vela con el deseo numero uno; “cuando cumpla diez y seis tendré el auto más lindo, de preferencia rojo”. Apagué la vela y un deslumbrante auto rojo apareció en mi vista. Recuerdo haber estado en el auto contigo. Pero parece que las cosas se salieron de control. Mi deseo catorce decía que cuando cumpliera diez y seis me dejarían de tratar como a una niña. Y así fue, no tengo que ir mas a la secundaria, mis padres piensan que tengo veinte y me mandaron a vivir sola. Pero nadie de la secundaria se acuerda de mi, ni vos. Hay alguien que me concede los deseos, es la única que me entiende, pero dijo que no podía ayudarme y que los deseos ya habían sido pedidos. Parece que ahora lo único que quiero es volver al pasado y empezar nuevamente mi cumpleaños, sin una lista de deseos, que todo siga como venía y que mi vida siguiera perfecta como estaba antes. Espero que todo vuelva a ser como antes y que te acuerdes de mi o por lo menos me conozcas como la nueva persona que soy.

Blair

viernes, 10 de junio de 2011

4º1 y 4º2 Más de Zitarrosa...

Bajo Fondo Tango Club realiza un homenaje a Alfredo Zitarrosa...


                 Un tema de Alfredo cantado por él   
                                                          
  
Y una versión del mismo tema por La Vela Puerca


4º1 y 4º2 Zitarrosa canta el poema que veremos...

viernes, 3 de junio de 2011

4º1 y 4º2 "Si te vas" (de Alfredo Zitarrosa)

Si te vas,


te irás sólo una vez,

para mí habrás muerto,

yo te pido que me lo hagas saber,

quiero estar despierto.

Porque si te vas

yo quiero creer

que nunca vas a volver;

dímelo y será

mucho menos cruel,

yo siempre supe perder.



Si te vas,

quiero verte partir,

saber que te has ido,

sin adioses el amar y el morir,

nunca son olvido.

Pájaro tu pie,

viento mi querer,

yo te puedo comprender,

sin saber por qué

no te podrás ir,

yo te quiero despedir.



Y no será por eso

que estemos separados,

aunque no te marcharas

lo nuestro está terminado.

Pero si te vas,

yo quiero creer

que nunca vas a volver.



Si te vas,

con amor o sin él,

debes irte ahora,*

tus nostalgias y tus fugas de ayer,

ya no me enamoran.

Mírate vivir

sangre de gorrión,

te ha faltado corazón.

Yo bien puedo ser,

si te quieres ir,

el que te ayude a partir.



Si te vas,

no te vayas así,

llévate tu vida,

si no puedes olvidarme y partir

volarás herida.

Vete sin dolor,

debes comprender

que soy el mismo de ayer.

No hay mejor amor

que el que ya pasó,

se siente al decir adiós.



* En la versión original, inédita, dice "debes irte sola".

(1961)

3º4 TRABAJO DOMICILIARIO (opcional)

¿Qué puntos de contacto encuentras entre este comercial y el cuento "Rodríguez"? Señala semejanzas y diferencias por escrito (sin esquemas, solo, con lapicera) y entrégalo hasta el martes 14/6.

jueves, 2 de junio de 2011

3º4 JULIO CORTÁZAR "CASA TOMADA"

Casa tomada

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los secretos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pulóver está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a  Irene qué pensaba a hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esta parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica , y la puerta central daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente del pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por le pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso se lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui hasta el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene se los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos ahí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida).
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí el ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y en el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta el cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.
—No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Julio Cortázar. Bestiario.

3º4 JULIO CORTÁZAR "Continuidad de los parques"

CONTINUIDAD DE LOS PARQUES

   Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que  miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
   Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta, él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa.  Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
                                                                                                         JULIO CORTÁZAR

miércoles, 1 de junio de 2011

4º1 y 4º2 Versiones de la Rima LIII

 
Aquí les dejo cuatro diferentes versiones de la Rima LIII.
Escucho opiniones... ¿Cuál es la mejor? ¿Cómo la harían ustedes?