viernes, 25 de marzo de 2011

3º4 "A la deriva"

A LA DERIVA  
                   
El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo—. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves . . .
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.
                                                                                                Horacio Quiroga


miércoles, 23 de marzo de 2011

3º4: Decálogo del perfecto cuentista

I) Cree en un maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.
II)Cree que tu arte es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo lo conseguirás, sin saberlo tú mismo.
III) Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que cualquier otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
IV) Ten fe ciega, no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a una novia, dándole todo tu corazón.
V)   No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas.
VI)  Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “desde el río soplaba un viento frío” no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarlas. Una vez dueño de las palabras no te preocupes de observar si son consonantes o asonantes.
VII) No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él, sólo, tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII) Toma los personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no quieren o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta aunque no lo sea.
IX)  No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
X)   No pienses en los amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.
                            HORACIO QUIROGA (julio,1927)                           

sábado, 19 de marzo de 2011

3º4, 4º 1y 2 y 6ºM: tarea grupal, grupo 1

Cada grupo debe preparar un tema para ser interrogado oralmente en clase, así como un resumen de una o dos carillas, en lenguaje claro, de lo que ha estudiado.

3º4
Vida y obra de Francisco Espínola. Concepto de "criollismo". Principales características y autores de la generación literaria llamada "Generación del 30". Fecha estimada: 8 de abril
Estudiantes: Martín R., Martín G., Anthony.

4º1 y 4º2
Concepto de "romance" en la literatura española. Definición. Características. Estructura formal de los romances. Temas. Clasificación. Motivos por los que son anónimos. Fecha estimada: 1º de abril
Estudiantes:
4º1: Agustina, Déborah, Valentina y Sofía.
4º2: Matías, Iara, Paula, Diego.

6ºM
Concepto de "Romanticismo" (especialmente en Francia), "Simbolismo" y "Parnasianismo". Vida y obra de Baudelaire. "Las Flores del Mal": fecha de edición, problemas con la censura, estructura del libro, temas. Fecha estimada: 1º de abril
Estudiantes: Camila, Dana, Guillermo.

viernes, 11 de marzo de 2011

Lista de recursos literarios más frecuentes

RECURSOS LITERARIOS
Son recursos que utiliza el autor para embellecer y/o enriquecer un texto literario.

ALITERACIÓN: reiteración de uno o varios sonidos para lograr un efecto sonoro o musical (“su voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca”)

ANÁFORA: reiteración de palabras al comienzo de dos o más versos, en poesía, o de enunciados, en prosa.

ANIMACIÓN: atribución de vida a algo inanimado.

ANTÍTESIS: Contradicción entre dos conceptos, palabras u oraciones.

ASÍNDETON: supresión de la conjunción que uniría varios términos, para dar rapidez a la frase (“coartadas, azares, posibles errores”)

COMPARACIÓN: relación de semejanza entre dos elementos: aquello que se describe y aquello a que se recurre para describirlo, unidos a través de un nexo comparante.

ELIPSIS: se suprime un elemento sintáctico (un verbo, el nombre de un personaje, por ejemplo), que queda sobreentendido.

ETOPEYA: descripción de los rasgos psicológicos o morales de un personaje.

GRADACIÓN: acumulación de imágenes o conceptos que siguen un orden determinado.

GRAFOPEYA: descripción física de un personaje.

HIPÉRBATON: alteración del orden lógico de una frase para resaltar alguno de sus términos (“la vista, entre las orejas de su zaino, fija”).

HIPÉRBOLE: exageración intencional de una idea para lograr cierto efecto.

METÁFORA: sustitución poética de una palabra por otra con finalidad expresiva. Se utiliza una expresión con un significado distinto del habitual (“lo vio Rodríguez, hecho estatua entre los sauces…”).
               
OXÍMORON: unión sintáctica de dos términos que son en sí mismos contradictorios (“dulce amargura”)

PARALELISMO: semejanza formal entre distintas partes de un texto (por ejemplo, entre dos versos: “besé su mano afilada/ besé sus zapatos blancos”)

PERSONIFICACIÓN: atribución de características humanas a lo que no lo es.

SINESTESIA: combinación de imágenes que corresponden a distintos sentidos (“un color chillón”)

SINÉCDOQUE: recurso de nombrar una parte de algo para referirse a la totalidad.

miércoles, 2 de marzo de 2011

3º 4 Horacio Quiroga: "El almohadón de pluma"

EL ALMOHADÓN DE PLUMA

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cundo volviendo de noche juntos por la calle echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses –se habían casado en abril- vivieron una dicha especial
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura, pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas, estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a la otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños y aún vivía dormida  en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.
Fue ése el último día en que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole cama y descanso absolutos.
_ No sé –le dijo a Jordán en la puerta de calle con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme en seguida.
Al día siguiente Alicia seguía peor. Hubo consulta, constatándose una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces encendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo al otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a  su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
_¡Jordán! ¡Jordán! –clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.
_¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de un largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó la mano de su marido entre las suyas, acariciándola por media hora, temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella sus ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor, mientras ellos pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.
_Pst...  –se encogió de hombros desalentado  su médico- .Es un caso serio... Poco hay que hacer.
_¡Sólo eso me faltaba! –resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y en la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
 _¡Señor! –llamó a Jordán en voz baja- En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
_Parecen picaduras –murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
_Levántelo a la luz –le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó pero en seguida lo dejó caer y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
_¿Qué hay? –murmuró con voz ronca.
_Pesa mucho –articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca –su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

PROGRAMAS 2011

3º4
       
Horacio Quiroga: “El almohadón de pluma” y “A la deriva”, de Cuentos de amor, de locura y de muerte.
Francisco Espínola: “El hombre pálido” y “Rodríguez”, de Cuentos completos.
Julio Cortázar: “Continuidad de los parques” de Final del juego y “Casa tomada”, de Bestiario.
José Martí: Versos sencillos.
Alfonsina Storni: poemas “Dolor” y “Divino amor”
Pablo Neruda: “Poema XX” de Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
José Hernández: Martín Fierro.
Florencio Sánchez: El desalojo.
Roberto Arlt: La isla desierta.
                                                 
4º1 y 4º2       

Roald Dahl: “Cordero asado”, de Relatos de lo inesperado.
Anónimo: “Romance del Enamorado y la Muerte”.
Gustavo Adolfo Bécquer: “Rima LII”, de Rimas y Leyendas.
Alfredo Zitarrosa: “Si te vas”
Gregorio de Laferrere: Las de Barranco.
Federico García Lorca: La casa de Bernarda Alba.
Anónimo: Lazarillo de Tormes.
Augusto Monterroso: “Mr. Taylor”, de Obras completas (y otros cuentos).

6º M

Jonathan Swift: Los viajes de Gulliver
Charles Baudelaire: Las Flores del Mal (“El Albatros” y “El Enemigo”)
Jorge Luis Borges: El otro, el mismo (“1964”)
Ray Bradbury: El hombre ilustrado (“La pradera”)
Gabriel García Márquez: Crónica de una muerte anunciada
Eugene O’Neill: Antes del desayuno

6ºM Jonathan Swift: "Los viajes de Gulliver", parte 1, capítulo 4

ADVERTENCIA IMPORTANTE: no encontré en internet la misma traducción que usaré en clase, la del libro. Igual cuelgo aquí el capítulo, para que lo vayan leyendo, pero prefiero que saquen el que dejé en la fotocopiadora. Saludos!

 

Capítulo IV

Descripción de Mildendo, metrópoli de Liliput, con el palacio del emperador. -Conversación entre el autor y un secretario principal acerca de los asuntos de aquel imperio. -El ofrecimiento del autor para servir al emperador en sus guerras.
     Lo primero que pedí después de obtener la libertad fue que me concediesen licencia para visitar a Mildendo, la metrópoli; licencia que el emperador me concedió fácilmente, pero con el encargo especial de no producir daño a los habitantes ni en las casas. Se notificó a la población por medio de una proclama mi propósito de visitar la ciudad. La muralla que la circunda es de dos pies y medio de alto y por lo menos de once pulgadas de anchura, puesto que puede dar la vuelta sobre ella con toda seguridad un coche con sus caballos, y está flanqueada con sólidas torres a diez pies de distancia. Pasé por encima de la gran Puerta del Oeste, y, muy suavemente y de lado, anduve las dos calles principales, sólo con chaleco, por miedo de estropear los tejados y aleros de las casas con los faldones de mi casaca. Caminaba con el mayor tiento para no pisar a cualquier extraviado que hubiera podido quedar por las calles, aunque había órdenes rigurosas de que todo el mundo permaneciese en sus casas, ateniendose a los riesgos los desobedientes. Las azoteas y los tejados estaban tan atestados de espectadores, que pensé no haber visto en todos mis viajes lugar más populoso. La ciudad es un cuadrado exacto y cada lado de la muralla tiene quinientos pies de longitud. Las dos grandes calles que se cruzan y la dividen en cuatro partes iguales tienen cinco pies de anchura. Las demás vías, en que no pude entrar y sólo vi de paso, tienen de doce a dieciocho pulgadas. La población es capaz para quinientas mil almas. Las casas son de tres a cinco pisos; las tiendas y mercados están perfectamente abastecidos.
     El palacio del emperador está en el centro de la ciudad, donde se encuentran las dos grandes calles. Lo rodea un muro de dos pies de altura, a veinte pies de distancia de los edificios. Obtuve permiso de Su Majestad para pasar por encima de este muro; y como el espacio entre él y el palacio es muy ancho, pude inspeccionar éste por todas partes. El patio exterior es un cuadrado de cuarenta pies y comprende otros dos; al más interior dan las habitaciones reales, que yo tenía grandes deseos de ver; pero lo encontré extremadamente difícil, porque las grandes puertas de comunicación entre los cuadros sólo tenían dieciocho pulgadas de altura y siete pulgadas de ancho. Por otra parte, los edificios del patio externo tenían por lo menos cinco pies de altura, y me era imposible pasarlo de una zancada sin perjuicios incalculables para la construcción, aun cuando los muros estaban sólidamente edificados con piedra tallada y tenían cuatro pulgadas de espesor. También el emperador estaba muy deseoso de que yo viese la magnificencia de su palacio; pero no pude hacer tal cosa hasta después de haber dedicado tres días a cortar con mi navaja algunos de los mayores árboles del parque real, situado a unas cien yardas de distancia de la ciudad. Con estos árboles hice dos banquillos como de tres pies de altura cada uno y lo bastante fuertes para soportar mi peso. Advertida la población por segunda vez, volví a atravesar la ciudad hasta el palacio con mis dos banquetas en la mano. Cuando estuve en el patio exterior me puse de pie sobre un banquillo, y tomando en la mano el otro lo alcé por encima del tejado y lo dejé suavemente en el segundo patio, que era de ocho pies de anchura. Pasé entonces muy cómodamente por encima del edificio desde un banquillo a otro y levanté el primero tras de mí con una varilla en forma de gancho. Con esta traza llegué al patio interior, y, acostándome de lado, acerqué la cara a las ventanas de los pisos centrales, que de propósito estaban abiertas, y descubrí las más espléndidas habitaciones que imaginarse puede. Allí vi a la emperatriz y a la joven princesa en sus varios alojamientos, rodeadas de sus principales servidores. Su Majestad Imperial se dignó dirigirme una graciosa sonrisa y por la ventana me dio su mano a besar.
     Pero no quiero anticipar al lector más descripciones de esta naturaleza porque las reservo para un trabajo más serio que ya está casi para entrar en prensa y que contiene una descripción general de este imperio desde su fundación, a través de una larga seria de príncipes, con detallada cuenta de sus guerras y su política, sus leyes, cultura y religión, sus plantas y animales, sus costumbres y trajes peculiares, más otras materias muy útiles y curiosas. Porque aquí mi principal propósito sólo es referir acontecimientos y asuntos ocurridos a aquellas gentes o a mí mismo durante los nueve meses que residí en aquel imperio.
     Una mañana, a los quince días aproximadamente de haber obtenido mi libertad, Reldresal, secretario principal de Asuntos Privados -como ellos le intitulan-, vino a mi casa acompañado sólo de un servidor. Mandó a su coche que esperase a cierta distancia y me pidió que le concediese una hora de audiencia, a lo que yo inmediatamente accedí, teniendo en cuenta su categoría y sus méritos personales, así como los buenos oficios que había hecho valer cuando mis peticiones a la corte. Le ofrecí tumbarme para que pudiera hacerse oír de mí más cómodamente; pero él prefirió permitirme que lo tuviese en la mano durante nuestra conversación. Empezó felicitándome por mi libertad, en la cual, según dijo, podía permitirse creer que había tenido alguna parte; pero añadió, sin embargo, que a no haber sido por el estado de cosas que a la sazón reinaba en la corte, quizá no la hubiese obtenido tan pronto. «Porque -dijo- por muy floreciente que nuestra situación pueda parecer a los extranjeros, pesan sobre nosotros dos graves males: una violenta facción en el interior y el peligro de que invada nuestro territorio un poderoso enemigo de fuera. En cuanto a lo primero, sabed que desde hace más de setenta lunas hay en este imperio dos partidos contrarios, conocidos por los nombres de Tramecksan y Slamecksan, a causa de los tacones altos y bajos de su calzado, que, respectivamente, les sirven de distintivo. Se alega, es verdad, que los tacones altos son más conformes a nuestra antigua constitución; pero, sea de ello lo que quiera, Su Majestad ha decidido hacer uso de tacones bajos solamente en la administración del gobierno y para todos los empleados que disfrutan la privanza de la corona, como seguramente habréis observado; y por lo que hace particularmente a los tacones de Su Majestad Imperial, son cuando menos un drurr más bajos que cualesquiera otros de su corte -el drurr es una medida que viene a valer la decimoquinta parte de una pulgada-. La animosidad entre estos dos partidos ha llegado a tal punto, que los pertenecientes a uno no quieren comer ni beber ni hablar con los del otro. Calculamos que los Tramocksan, o tacones-altos, nos exceden en numero; pero la fuerza está por completo de nuestro lado. Nosotros nos sospechamos que Su Alteza Imperial, el heredero de la corona, se inclina algo hacia los tacones-altos; al menos, vemos claramente que uno de sus tacones es más alto que el otro, lo que le produce cierta cojera al andar. Por si fuera poco, en medio de estas querellas intestinas, nos amenaza con una invasión la isla de Blefuscu, que es el otro gran imperio del universo, casi tan extenso y poderoso como este de Su Majestad. Porque en cuanto a lo que os hemos oído afirmar acerca de existir otros reinos y estados en el mundo habitados por criaturas humanas tan grandes como vos, nuestros filósofos lo ponen muy en duda y se inclinan más bien a creer que caísteis de la Luna o de alguna estrella, pues es evidente que un centenar de mortales de vuestra corpulencia destruirían en poco tiempo todos los frutos y ganados de los dominios de Su Majestad. Por otra parte, nuestras historias de hace seis mil lunas no mencionan otras regiones que los dos grandes imperios de Liliput o Blefuscu, grandes potencias que, como iba a deciros, están empeñadas en encarnizadísima guerra desde hace treinta y seis lunas. Empezó con la siguiente ocasión: Todo el mundo reconoce que el modo primitivo de partir huevos para comérselos era cascarlos por el extremo más ancho; pero el abuelo de su actual Majestad, siendo niño, fue a comer un huevo, y, partiéndolo según la vieja costumbre, le avino cortarse un dedo. Inmediatamente el emperador, su padre, publicó un edicto mandando a todos sus súbditos que, bajo penas severísimas, cascasen los huevos por el extremo más estrecho. El pueblo recibió tan enorme pesadumbre con esta ley, que nuestras historias cuentan que han estallado seis revoluciones por ese motivo, en las cuales un emperador perdió la vida y otro la corona. Estas conmociones civiles fueron constantemente fomentadas por los monarcas de Blefuscu, y cuando eran sofocadas, los desterrados huían siempre a aquel imperio en busca de refugio. Se ha calculado que, en distintos períodos, once mil personas han preferido la muerte a cascar los huevos por el extremo más estrecho. Se han publicado muchos cientos de grandesvolúmenes sobre esta controversia; pero los libros de los anchoextremistas han estado prohibidos mucho tiempo, y todo el partido, incapacitado por la ley para disfrutar empleos. Durante el curso de estos desórdenes, los emperadores de Blefuscu se quejaron frecuentemente por medio de sus embajadores, acusándonos de provocar un cisma en la religión por contravenir una doctrina fundamental de nuestro gran profeta Lustrog, contenida en el capítulo cuadragésimocuarto del Blundecral -que es su Alcorán-. No obstante, esto se tiene por un mero retorcimiento del texto, porque las palabras son éstas: «Que todo creyente verdadero casque los huevos por el extremo conveniente». Y cuál sea el extremo conveniente, en mi humilde opinión, ha de dejarse a la conciencia de cada cual, o cuando menos a la discreción del más alto magistrado, el establecerlo. Luego, los anchoextremistas han encontrado tanto crédito en la corte del emperador de Blefuscu y aquí tanta secreta asistencia de su partido, que entre ambos imperios viene sosteniéndose una sangrienta guerra hace treinta y seis lunas, con varia suerte, y en ella llevamos perdidos cuarenta grandes barcos y un número mucho mayor de embarcaciones más pequeñas, junto con treinta mil de nuestros mejores marinos y soldados; y se sabe que las bajas del enemigo son algo mayores que las nuestras. Pero ahora han equipado una flota numerosa y están precisamente preparando una invasión contra nosotros, y Su Majestad Imperial, poniendo gran confianza en vuestro valor y esfuerzo, me ha ordenado exponer esta relación de sus negocios ante vos.»
     Rogué al secretario que presentase mis humildes respetos al emperador y le hiciera saber que juzgaba yo no corresponderme, como extranjero que era, intervenir en cuestiones de partidos; pero que estaba dispuesto, aun con riesgo de mi vida, a defender su persona y su estado contra los invasores.

4º 1 y 4º 2 Roald Dahl: "Cordero asado"


CORDERO ASADO, de Roald Dahl

    La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
    Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
    De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
    Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
    Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
    — ¡Hola, querido! —dijo ella.
    — ¡Hola! —contestó él.
    Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
    — ¿Cansado, querido?
    — Sí —respondió él—, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
    Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
    —Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.
    —Siéntate —dijo él secamente.
    Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
    —Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.
    —Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella.
El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
    —No —dijo él.
    —Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.
    —No quiero —dijo él.

    Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
    —No me apetece —dijo él.
    — ¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada.
    —Vamos —dijo él—, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
—Tengo algo que decirte.
    — ¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.
—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
Se detuvo.
—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.
    Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
    «Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»

Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.
    —Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
    — ¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
    —Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
    — ¿Quiere carne, señora Maloney?
    —No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
    — ¡Oh!
    —No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?
    —Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?
    — ¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
    — ¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después?               ¿Qué le va a dar luego?
    —Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda.
— ¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.
    —Magnífico —dijo ella—, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
—Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.
— ¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.

Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
— ¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
    — ¿Quién habla?
    —La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
    — ¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
    —Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
    —Iremos en seguida —dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
— ¿Está muerto? —preguntó ella.
    —Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
     __ ¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.
«..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella...»
    Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
—No —dijo ella.
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.
    —No —dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
— ¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?
    —No tenemos jarrones de metal —dijo ella.
    — ¿Y un atizador?
    —No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?
    —Sí, claro. ¿Quiere whisky?
    —Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
    — ¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
    —Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
    — ¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!
    — ¿Quiere que vaya a apagarlo?
    — ¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
—Jack Nooan —dijo.
    — ¿Sí?
    — ¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
    — Si está en nuestras manos, señora Maloney...
    —Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
    —Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.
    —Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
— ¿Quieres más, Charlie?
    —No, será mejor que no lo acabemos.
    —Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
    —Bueno, dame un poco más.
    —Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
    —Por eso debería ser fácil de encontrar.
    —Eso es lo que a mí me parece.
    —Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario.     Uno de ellos eructó:
    —Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
    —Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.