domingo, 26 de julio de 2015

6º año Ray Bradbury: La pradera

LA PRADERA                  Ray Bradbury

—George, me gustaría que mirases el cuarto de los niños.                                                                                             _ ¿Qué pasa?
—No sé.
— ¿Entonces?
—Sólo quiero que mires, nada más, o que llames a un psiquiatra.
— ¿Qué puede hacer un psiquiatra en el cuarto de los niños?
—Lo sabes muy bien.
La mujer se detuvo en medio de la cocina y observó la estufa, que se cantaba a sí misma, preparando una cena para cuatro.
—Algo ha cambiado en el cuarto de los niños —dijo.
—Bueno, vamos a ver.
Descendieron al vestíbulo de la casa de la Vida Feliz, la casa a prueba de ruidos que les había costado treinta mil dólares, la casa que los vestía, los alimentaba, los acunaba de noche, y jugaba y cantaba, y era buena con ellos. El ruido de los pasos hizo funcionar un oculto dispositivo y la luz se encendió en el cuarto de los juegos, aún antes que llegaran a él. De un modo similar, ante ellos, detrás, las luces fueron encendiéndose y apagándose, automáticamente, suavemente, a lo largo del vestíbulo.
— ¿Y bien? —dijo George Hadley.
La pareja se detuvo en el piso cubierto de hierbas. El cuarto de los niños media doce metros de ancho, por doce de largo, por diez de alto. Les había costado tanto como el resto de la casa.
—Pero nada es demasiado para los niños —decía George.
El cuarto, de muros desnudos y de dos dimensiones, estaba en silencio, desierto como el claro de una selva bajo la alta luz del sol. Alrededor de las figuras erguidas de George y Lydia Hadley, las paredes ronronearon, dulcemente, y dejaron ver unas claras lejanías, y apareció una pradera africana en tres dimensiones, una pradera completa con sus guijarros diminutos y sus briznas de paja. Y sobre George y Lydia, el cielo raso se convirtió en un cielo muy azul, con un sol amarillo y ardiente. George Hadley sintió que unas gotas de sudor le corrían por la cara.
—Alejémonos de este sol —dijo—. Es demasiado real, quizá. Pero no veo nada malo.
De los odorófonos ocultos salió un viento oloroso que bañó a George y Lydia, de pie entre las hierbas tostadas por el sol. El olor de las plantas selváticas, el olor verde y fresco de los charcos ocultos, el olor intenso y acre de los animales, el olor del polvo como un rojo pimentón en el aire cálido… Y luego los sonidos: el golpear de los cascos de lejanos antílopes en el suelo de hierbas; las alas de los buitres, como papeles crujientes… Una sombra atravesó la luz del cielo. La sombra tembló sobre la cabeza erguida y sudorosa de George Hadley.
— ¡Qué animales desagradables! —oyó que decía su mujer.
—Buitres.
—Mira, allá lejos están los leones. Van en busca de agua. Acaban de comer —dijo Lydia—. No sé qué
—Algún animal. —George Hadley abrió la mano para protegerse de la luz que le hería los ojos entornados—. Una cebra, o quizá la cría de una jirafa.
— ¿Estás seguro? —dijo su mujer nerviosamente. George parecía divertido.
—No. Es un poco tarde para saberlo. Sólo quedan unos huesos, y los buitres alrededor.
— ¿Oíste ese grito? —preguntó la mujer.
—No.
—Hace un instante.
—No, lo siento.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a admirar al genio mecánico que había concebido este cuarto. Un milagro de eficiencia, y a un precio ridículo. Todas las casas debían tener un cuarto semejante. Oh, a veces uno se asusta ante tanta precisión, uno se sorprende y se estremece; pero la mayor parte de los días ¡qué diversión para todos, no sólo para los hijos, sino también para uno mismo, cuando se desea hacer una rápida excursión a tierras extrañas, cuando se desea un cambio de aire! Pues bien, aquí estaba África. Y aquí estaban los leones ahora, a una media docena de pasos, tan reales, tan febril y asombrosamente reales, que la mano sentía, casi, la aspereza de la piel, y la boca se llenaba del olor a cortinas polvorientas de las tibias melenas. El color amarillo de las pieles era como el amarillo de un delicado tapiz de Francia, y ese amarillo se confundía con el amarillo de los pastos. En el mediodía silencioso se oía el sonido de los pulmones de fieltro de los leones, y de las fauces anhelantes y húmedas salía un olor de carne fresca. Los leones miraron a George y a Lydia con ojos terribles, verdes y amarillos.
— ¡Cuidado! —gritó Lydia.
Los leones corrieron hacia ellos. Lydia dio un salto y corrió, George la siguió instintivamente. Afuera, en el vestíbulo, después de haber cerrado ruidosamente la puerta, George se rio y Lydia se echó a llorar, y los dos se miraron asombrados.
— ¡George!
— ¡Lydia! ¡Mi pobre y querida Lydia!
— ¡Casi nos alcanzan!
—Paredes, Lydia; recuérdalo. Paredes de cristal. Eso son los leones. Oh, parecen reales, lo admito. África en casa. Pero es sólo una película suprasensible en tres dimensiones, y otra película detrás de los muros de cristal que registra las ondas mentales. Sólo odorófonos y altoparlantes, Lydia. Toma, aquí tienes mi pañuelo.
—Estoy asustada. —Lydia se acercó a su marido, se apretó contra él y exclamó:
_ ¿Has visto? ¿Has sentido ¡Es demasiado real!
—Escucha, Lydia…
—Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean más sobre África.
—Por supuesto, por supuesto —le dijo George, y la acarició suavemente.
— ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Y cierra el cuarto unos días. Hasta que me tranquilice.
—Será difícil, a causa de Peter. Ya sabes. Cuando lo castigue hace un mes y cerré el cuarto unas horas, tuvo una pataleta. Y lo mismo Wendy. Viven para el cuarto.
—Hay que cerrarlo. No hay otro remedio.
—Muy bien. —George cerró con llave, desanimadamente—. Has trabajado mucho. Necesitas un descanso.
—No sé… no sé —dijo Lydia, sonándose la nariz. Se sentó en una silla que en seguida empezó a hamacarse, consolándola—. No tengo, quizá, bastante trabajo. Me sobra tiempo y me pongo a pensar. ¿Por qué no cerramos la casa, sólo unos días, y nos vamos de vacaciones?
—Pero qué, ¿quieres freírme tú misma unos huevos? Lydia asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí.
— ¿Y remendarme los calcetines?
—Sí —dijo Lydia con los ojos húmedos, moviendo afirmativamente la cabeza.
— ¿Y barrer la casa?
—Sí, sí. Oh, sí.
—Pero yo creía que habíamos comprado esta casa para no hacer nada.
—Eso es, exactamente. Nada es mío aquí. Esta casa es una esposa, una madre y una niñera. ¿Puedo competir con unos leones? ¿Puedo bañar a los niños con la misma rapidez y eficacia que la bañera automática? No puedo. Y no se trata sólo de mí. También de ti. Desde hace un tiempo estás terriblemente nervioso.
—Quizá fumo demasiado.
—Parece como si no supieras qué hacer cuando estás en casa. Fumas un poco más cada mañana, y bebes un poco más cada tarde, y necesitas más sedantes cada noche. Comienzas, tú también, a sentirte inútil.
— ¿Te parece? George pensó un momento, tratando de ver dentro de sí mismo.
— ¡0h, George! —Lydia miró, por encima del hombro de su marido, la puerta del cuarto—. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿no es cierto? George miró y vio que la puerta se estremecía, como si algo la hubiese golpeado desde dentro.
—Claro que no —dijo George.

Comieron solos. Wendy y Peter estaban en un parque de diversiones de material plástico, en el otro extremo de la ciudad, y habían televisado para decir que llegarían tarde, que empezaran a comer. George Hadley contemplaba, pensativo, la mesa de donde surgían mecánicamente los platos de comida
—Olvidamos la salsa de tomate —dijo.
—Perdón —exclamó una vocecita en el interior de la mesa, y apareció la salsa. Podríamos cerrar el cuarto unos pocos días, pensaba George. No les haría ningún daño. No era bueno abusar. Y era evidente que los niños habían abusado un poco de África. Ese sol. Aún lo sentía en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor de la sangre. Era notable, de veras. Las paredes recogían las sensaciones telepáticas de los niños y creaban lo necesario para satisfacer todos los deseos. Los niños pensaban en leones y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. En el sol, y había sol. En jirafas, y había jirafas. En la muerte, y había muerte. Esto último. George masticó, sin saborear la carne que la mesa acababa de cortar. Pensaban en la muerte. Wendy y Peter eran muy jóvenes para pensar en la muerte. Oh, no. Nunca se es demasiado joven, de veras. Tan pronto como se sabe qué es la muerte, ya se la desea uno a alguien. A los dos años ya se mata a la gente con una pistola de aire comprimido. Pero esto… Esta pradera africana, interminable y tórrida… y esa muerte espantosa entre las fauces de un león. Una vez, y otra vez…
— ¿A dónde vas? —preguntó Lydia. George no contestó. Dejó, preocupado, que las luces se encendieran suavemente ante él, que se apagaran detrás, y se dirigió lentamente hacia el cuarto de los niños. Escuchó con el oído pegado a la puerta. A lo lejos rugió un león. Hizo girar la llave y abrió la puerta. No había entrado aún, cuando oyó un grito lejano. Los leones rugieron otra vez. George entró en África. Cuántas veces en este último año se había encontrado, al abrir la puerta, en el país de las Maravillas con Alicia y su tortuga, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza en el país de Oz, o con el doctor Doolittle, o con una vaca que saltaba por encima de una luna verdaderamente real… con todas esas deliciosas invenciones imaginarias.
Cuántas veces se había encontrado con Pegaso, que volaba entre las nubes del techo; cuántas veces había visto unos rojos surtidores de fuegos de artificio, o había oído el canto de los ángeles. Pero ahora… esta África amarilla y calurosa, este horno alimentado con crímenes. Quizá Lydia tenía razón. Quizá los niños necesitaban unas cortas vacaciones, alejarse un poco de esas fantasías excesivamente reales para criaturas de no más de diez años. Estaba bien ejercitar la mente con las acrobacias de la imaginación, pero ¿y si la mente excitada del niño se dedicaba a un único tema? Le pareció recordar que todo ese último mes había oído el rugir de los leones, y que el intenso olor de los animales había llegado hasta la puerta misma del despacho. Pero estaba tan ocupado que no había prestado atención.
La figura solitaria de George Hadley se abrió paso entre los pastos salvajes. Los leones, inclinados sobre sus presas, alzaron la cabeza y miraron a George. La ilusión tenía una única falla: la puerta abierta y su mujer que cenaba abstraída más allá del vestíbulo oscuro, como dentro de un cuadro.
—Váyanse —les dijo a los leones. Los leones no se fueron. George conocía muy bien el mecanismo del cuarto. Uno pensaba cualquier cosa, y los pensamientos aparecían en los muros.
— ¡Vamos! ¡Aladino y su lámpara! —gritó. La pradera siguió allí; los leones siguieron allí.
— ¡Vamos, cuarto! ¡He pedido a Aladino! Nada cambió. Los leones de piel tostada gruñeron.
— ¡Aladino!
George volvió a su cena.
—Ese cuarto idiota está estropeado —le dijo a su mujer—. No responde.
—O…
— ¿O qué?
—O no puede responder —dijo Lydia—. Los chicos han pensado tantos días en África y los leones y las muertes que el cuarto se ha habituado.
—Podría ser.
—O Peter lo arregló para que siguiera así.
— ¿Lo arregló?
—Pudo haberse metido en las máquinas y mover algo.
—Peter no sabe nada de mecánica.
—Es listo para su edad. Su coeficiente de inteligencia…
—Aun así…


—Hola, mamá. Hola, papá.
Los Hadley volvieron la cabeza. Wendy y Peter entraban en ese momento por la puerta principal, con las mejillas como caramelos de menta, los ojos como brillantes bolitas de ágata, y los trajes con el olor a ozono del helicóptero.
—Llegáis justo a tiempo para cenar.
—Comimos muchas salchichas y helados de frutilla —dijeron los niños tomándose de la mano—. Pero miraremos cómo coméis.
—Sí. Habladnos del cuarto de juegos —dijo George. Los niños lo observaron, parpadeando, y luego se miraron.
— ¿El cuarto de juegos?
—África y todas esas cosas —dijo el padre fingiendo cierta jovialidad.
—No entiendo —dijo Peter.
—Tu madre y yo acabamos de hacer un viaje por África con una caña de pescar, Tom Swift y su león eléctrico.
—No hay África en el cuarto —dijo Peter simplemente.
—Oh, vamos, Peter. Yo sé por qué te lo digo.
—No me acuerdo de ninguna África —le dijo Peter a Wendy—. ¿Te acuerdas tú?
—No.
—Ve a ver y vuelve a contarnos. La niña obedeció.
— ¡Wendy, ven aquí! —gritó George Hadley; pero Wendy ya se había ido. Las luces de la casa siguieron a la niña como una nube de luciérnagas. George recordó, un poco tarde, que después de su última inspección no había cerrado la puerta con llave.
—Wendy mirará y vendrá a contarnos.
—A mí no tiene nada que contarme. Yo lo he visto.
—Estoy seguro de que te engañas, papá.
—No, Peter. Ven conmigo.
Pero Wendy ya estaba de vuelta.
—No es África —dijo sin aliento.
—Iremos a verlo —dijo George Hadley, y todos atravesaron el vestíbulo y entraron en el cuarto. Había allí un hermoso bosque verde, un hermoso río, una montaña de color violeta, y unas voces agudas que cantaban. El hada Rima, envuelta en el misterio de su belleza se escondía entre los árboles, con los largos cabellos cubiertos de mariposas, como ramilletes animados. La selva africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido. Sólo Rima estaba allí, cantando una canción tan hermosa que hacia llorar. George Hadley miró la nueva escena.
—Vamos, a la cama —les dijo a los niños. Los niños abrieron la boca.
—Ya me oísteis —dijo George.
Los niños se metieron en el tubo neumático, y un viento se los llevó como hojas amarillas a los dormitorios.
George Hadley atravesó el melodioso cañaveral. Se inclinó en el lugar donde habían estado los leones y alzó algo del suelo. Luego se volvió lentamente hacia su mujer.
— ¿Qué es eso? —le preguntó Lydia.
—Una vieja billetera mía —dijo George.
Se la mostró. La billetera tenía aún el olor de los pastos calientes, y el olor de los leones. Sobre ella se veían algunas gotas de saliva, y a los lados, unas manchas de sangre. George Hadley cerró con dos vueltas de llave la puerta del cuarto.

 Había pasado la mitad de la noche y aún no se había dormido. Sabía que su mujer también estaba despierta.
— ¿Crees que Wendy habrá cambiado el cuarto? —preguntó Lydia al fin.
—Por supuesto.
— ¿Convirtió la pradera en un bosque y reemplazo a los leones por Rima?
—Sí.
— ¿Por qué?
—No lo sé. Pero ese cuarto seguirá cerrado hasta que lo descubra.
—¿Cómo fue a parar allí tu billetera?
—No sé nada —dijo George—. Sólo sé que estoy arrepentido de haberles comprado el cuarto. Si los niños son unos neuróticos, un cuarto semejante…
—Se supone que el cuarto les saca sus neurosis y tiene una influencia favorable. George miró fijamente el cielo raso.
—Comienzo a dudarlo.
—Hemos satisfecho todos sus gustos. ¿Es ésta nuestra recompensa? ¿Desobediencia, secreteos?
— ¿Quién dijo alguna vez “Los niños son como las alfombras, hay que sacudirlos de cuando en cuando”? Nunca les levantamos la mano. Están insoportables. Tenemos que reconocerlo. Van y vienen a su antojo. Nos tratan como si nosotros fuéramos los chicos. Están echados a perder, y lo mismo nosotros.
—Se comportan de un modo raro desde hace unos meses, desde que les prohibiste tomar el cohete a Nueva York.
—Me parece que le pediré a David McClean que venga mañana por la mañana para que vea esa África.
—Pero el cuarto ya no es África. Es el país de los árboles y Rima.
—Presiento que mañana será África de nuevo. Un momento después se oyeron dos gritos. Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego el rugido de los leones.
—Wendy y Peter no están en sus dormitorios —dijo Lydia.
George escuchó los latidos de su propio corazón.
—No —dijo—. Han entrado en el cuarto de juegos.
—Esos gritos… Me parecieron familiares.
— ¿Sí?
—Horriblemente familiares.
Y aunque las camas trataron de acunarlos, George y Lydia no pudieron dormirse hasta después de una hora. Un olor a gatos llenaba el aire de la noche.                                                                                                                         -¿Papá? -dijo Peter.                                                                                                                                                                 -Sí.                                                                                                                                                                                             Peter se miró los zapatos. Ya nunca miraba a su padre, ni a su madre.
— ¿Vas a cerrar para siempre el cuarto de juegos?
—Eso depende.
— ¿De qué?
—De ti y tu hermana. Si intercalaseis algunos otros países entre esas escenas de África. Oh… Suecia, por ejemplo, o Dinamarca, o China.
—Creía que podíamos elegir los juegos.
—Sí, pero dentro de ciertos límites.
— ¿Qué tiene África de malo, papá?
—Ah, ahora admites que pensabais en África, ¿eh?
—No quiero que cierres el cuarto —dijo Peter fríamente—. Nunca.
—A propósito. Hemos pensado en cerrar la casa por un mes, más o menos. Llevar durante un tiempo una vida más libre y responsable.
— ¡Eso sería horrible! ¿Tendré que atarme los cordones de los zapatos, en vez de dejar que me los ate la máquina atadora? ¿Y cepillarme yo mismo los dientes, y peinarme y bañarme yo solo?
—Será divertido cambiar durante un tiempo. ¿No te parece?
—No, será espantoso. No me gustó nada cuando el mes pasado te llevaste la máquina de pintar.
—Quiero que aprendas a pintar tú mismo, hijo mío.
—No quiero hacer nada. Sólo quiero mirar y escuchar y oler. ¿Para qué hacer otra cosa?
—Muy bien, vete a tu pradera.
— ¿Vas a cerrar pronto la casa?
—Estamos pensándolo.
— ¡Será mejor que no lo pienses más, papá!
— ¡No permitiré que ningún hijo mío me amenace!
—Muy bien.
Y Peter se fue al cuarto de los niños.
— ¿Llego a tiempo? —dijo David McClean.
— ¿Quieres comer algo? —le preguntó George Hadley.
—Gracias, ya he desayunado. ¿Qué pasa aquí?
—David, tú eres psiquiatra.
—Así lo espero.
—Bueno, quiero que examines el cuarto de los niños. Lo viste hace un año, cuando nos hiciste aquella visita. ¿Notaste entonces algo raro?
—No podría afirmarlo. Las violencias usuales, una ligera tendencia a la paranoia. Lo común. Todos los niños se creen perseguidos por sus padres. Pero, oh, realmente nada. George y David McClean atravesaron el vestíbulo.
—Cerré con llave el cuarto —explicó George— y los niños se metieron en él durante la noche. Dejé que se quedaran y formaran las figuras. Para que tú pudieses verlas. Un grito terrible salió del cuarto.
—Ahí lo tienes —dijo George Hadley—. A ver qué te parece.
Los hombres entraron sin llamar. Los gritos habían cesado. Los leones comían.
—Salid un momento, chicos —dijo George—. No, no alteréis la combinación mental. Dejad las paredes así. Marchaos.
Los chicos se fueron y los dos hombres observaron a los leones, que agrupados a lo lejos devoraban sus presas con gran satisfacción.
—Me gustaría saber qué comen —dijo George Hadley—. A veces casi lo reconozco. ¿Qué te parece si traigo unos buenos gemelos y…? David McClean se rio secamente.
—No —dijo, y se volvió para estudiar los cuatro muros—. ¿Cuánto tiempo lleva esto?
—Poco menos de un mes.
—No me impresiona muy bien, de veras.
—Quiero hechos, no impresiones.
—Mi querido George, un psiquiatra nunca ha visto un hecho en su vida. Sólo tiene impresiones; cosas vagas. Esto no me impresiona bien y te lo digo. Confía en mi intuición y en mi instinto. Tengo buen olfato. Y esto me huele muy mal… Te daré un buen consejo. Líbrate de este cuarto maldito y lleva a los niños a mi consultorio durante un año. Todos los días.
— ¿Es tan grave?
—Temo que sí. Estos cuartos de juegos facilitan el estudio de la mente infantil, con las figuras que quedan en los muros. En este caso, sin embargo, en vez de actuar como una válvula de escape, el cuarto ha encauzado el pensamiento destructor de los niños.
— ¿No advertiste nada anteriormente?
—Sólo noté que consentías demasiado a tus hijos. Y parece que ahora te opones a ellos de alguna manera. ¿De qué manera?
—No los dejé ir a Nueva York.
— ¿Y qué más?
—Saqué algunas máquinas de la casa, y hace un mes los amenacé con cerrar este cuarto si no se ocupaban en alguna tarea doméstica. Llegué a cerrarlo unos días, para que viesen que hablaba en serio.
— ¡Aja!
— ¿Significa algo eso?
—Todo. Santa Claus se ha convertido en un verdugo. Los niños prefieren a Santa Claus. Permitiste que este cuarto y esta casa os reemplazaran, a ti y tu mujer, en el cariño de vuestros hijos. Este cuarto es ahora para ellos padre y madre a la vez, mucho más importante que sus verdaderos padres. Y ahora pretendes prohibirles la entrada. No es raro que haya odio aquí. Puedes sentir cómo baja del cielo. Siente ese sol, George, tienes que cambiar de vida. Has edificado la tuya, como tantos otros, alrededor de algunas comodidades mecánicas. Si algo le ocurriera a tu cocina, te morirías de hambre. No sabes ni como cascar un huevo. Pero no importa, arrancaremos el mal de raíz. Volveremos al principio. Nos llevará tiempo. Pero transformaremos a estos niños en menos de un año. Espera y verás.
— ¿Pero cerrar la casa de pronto y para siempre no será demasiado para los niños?
—No pueden seguir así, eso es todo.
Los leones habían terminado su rojo festín y miraban a los hombres desde las orillas del claro.
—Ahora soy yo quien se siente perseguido. —dijo McClean— Salgamos de aquí. Nunca me gustaron estos dichosos cuartos. Me ponen nervioso.
—Los leones parecen reales, ¿no es cierto? —dijo George Hadley—. Me imagino que es imposible…
— ¿Qué?
—Que se conviertan en verdaderos leones.
—No sé.
—Alguna falla en la maquinaria, algún cambio o algo parecido…
—No.
Los hombres fueron hacia la puerta.
—Al cuarto no le va a gustar que lo paren, me parece.
—A nadie le gusta morir, ni siquiera a un cuarto.
—Me pregunto si me odiará porque quiero apagarlo.
—Se siente la paranoia en el aire —dijo David McClean—. Se la puede seguir como una pista. Hola. —Se inclinó y alzó del suelo una bufanda manchada de sangre—. ¿Es tuya?
—No —dijo George Hadley con el rostro duro—. Es de Lydia.
Entraron juntos en la casilla de los fusibles y movieron el interruptor que mataba el cuarto.


Los dos niños tuvieron un ataque de nervios. Gritaron, patalearon y rompieron algunas cosas. Aullaron, sollozaron, maldijeron y saltaron sobre los muebles.
— ¡No puedes hacerle eso a nuestro cuarto, no puedes!
—Vamos, niños.
Los niños se dejaron caer en un sofá, llorando.
—George —dijo Lydia Hadley—, enciéndeles el cuarto, aunque sólo sea un momento. No puedes ser tan rudo.
—No puedes ser tan cruel.
—Lydia, está parado y así seguirá. Hoy mismo terminamos con esta casa maldita. Cuanto más pienso en la confusión en que nos hemos metido, más me desagrada. Nos hemos pasado los días contemplándonos el ombligo, un ombligo mecánico y electrónico. ¡Dios mío, cómo necesitamos respirar un poco de aire sano!       Y George recorrió la casa apagando relojes parlantes, estufas, calentadores, lustradoras de zapatos, ataderas de zapatos, máquinas de lavar, frotar y masajear el cuerpo, y todos los aparatos que encontró en su camino. La casa se llenó de cadáveres. Parecía un silencioso cementerio mecánico.
— ¡No lo dejes! —gemía Peter mirando el cielo raso, como si le hablase a la casa, al cuarto de juegos— ¡No dejes que papá mate todo! —Se volvió hacia George— ¡Te odio!
—No ganarás nada con tus insultos.
— ¡Ojalá te mueras!
—Hemos estado realmente muertos, durante muchos años. Ahora vamos a vivir. En vez de ser manejados y masajeados, vamos a vivir. Wendy seguía llorando y Peter se unió otra vez a ella.
—Sólo un rato, un ratito, sólo un ratito —lloraban los niños.
—Oh, George —dijo Lydia—, no puede hacerles daño.
—Bueno… bueno. Aunque sólo sea para que se callen. Un minuto, nada más, ¿oísteis? Y luego lo apagaremos para siempre.
— ¡Papá, papá, papá! —cantaron los niños, sonriendo, con las caras húmedas.
—Y en seguida saldremos de vacaciones. David McClean llegará dentro de media hora, para ayudarnos en la mudanza y acompañarnos al aeropuerto. Bueno, voy a vestirme. Enciéndeles el cuarto un minuto, Lydia. Pero sólo un minuto, no lo olvides.                                                                                                                                                      Y la madre y los dos niños se fueron charlando animadamente, mientras George se dejaba llevar por el tubo neumático hasta el primer piso, y comenzaba a vestirse con sus propias manos. Lydia volvió un minuto mis tarde.
—Me sentiré feliz cuando nos vayamos —suspiró la mujer.
— ¿Los has dejado en el cuarto?
—Quería vestirme. ¡Oh, esa África horrorosa! ¿Por qué les gustará tanto?
—Bueno, dentro de cinco minutos partiremos para Iowa. Señor, ¿cómo nos hemos metido en esta casa? ¿Que nos llevó a comprar toda esta pesadilla?
—El orgullo, el dinero, la ligereza.
—Será mejor que bajemos antes que los chicos vuelvan a entusiasmarse con sus condenados leones. En ese mismo instante se oyeron las voces infantiles.
— ¡Papá, mamá! ¡Venid pronto! ¡Rápido! Jorge y Lydia bajaron por el tubo neumático y corrieron hacia el vestíbulo. Los niños no estaban allí.
— ¡Wendy! ¡Peter!
Entraron en el cuarto de juegos. En la selva sólo se veía a los leones, expectantes, con los ojos fijos en George y Lydia.
— ¿Peter, Wendy?
La puerta se cerró de golpe.
— ¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer se volvieron y corrieron hacia la puerta.
— ¡Abrid la puerta! —Gritó George Hadley moviendo el pestillo— ¡Pero han cerrado del otro lado! ¡Peter! —George golpeó la puerta— ¡Abrid! Se oyó la voz de Peter, afuera, junto a la puerta.
—No permitan que paren el cuarto de juegos y la casa. _El señor George Hadley y su señora golpearon otra vez la puerta.
—Vamos, no seáis ridículos, chicos. Es hora de irse. El señor McClean llegará en seguida.                                      Y se oyeron entonces los ruidos. Los leones avanzaban por la hierba amarilla, entre las briznas secas, lanzando unos rugidos cavernosos. Los leones. El señor Hadley y su mujer se miraron. Luego se volvieron y observaron a los animales que se deslizaban lentamente hacia ellos, con las cabezas bajas y las colas duras. El señor y la señora Hadley gritaron. Y comprendieron entonces por qué aquellos otros gritos les hablan parecido familiares.


—Bueno, aquí estoy —dijo David McClean desde el umbral del cuarto de los niños— Oh, hola —añadió, y miró fijamente a las dos criaturas. Wendy y Peter estaban sentados en el claro de la selva, comiendo una comida fría. Detrás de ellos se veían unos pozos de agua, y los pastos amarillos. Arriba brillaba el sol. David McClean empezó a transpirar— ¿Dónde están vuestros padres? Los niños alzaron la cabeza y sonrieron.
—Oh, no van a tardar mucho.
—Muy bien, ya es hora de irse.
El señor McClean miró a lo lejos y vio que los leones jugaban lanzándose zarpazos, y que luego volvían a comer, en silencio, bajo los árboles sombríos. Se puso la mano sobre los ojos y observó atentamente a los leones. Los leones terminaron de comer. Se acercaron al agua. Una sombra pasó sobre el rostro sudoroso del señor McClean. Muchas sombras pasaron. Los buitres descendían desde el cielo luminoso.
— ¿Una taza de té? —preguntó Wendy en medio del silencio.

miércoles, 15 de julio de 2015

6º año: Etapas en la poesía de Borges y presentación de "1964"



ETAPAS EN LA POESÍA DE J. L. BORGES Y PRESENTACIÓN DE “1964”
Aunque la obra de cualquier artista nunca es fácilmente encasillable en un esquema de etapas más o menos determinadas, tal vez podríamos diferenciar tres momentos en la lírica de este autor, que son los siguientes:
1) ULTRAÍSMO
Alrededor de 1920 Borges regresó a Bs. As. portando las ideas de la vanguardia española de ese nombre e incluso publicó un manifiesto en una revista de 1921 (“Ultraísmo”) que lo convirtió en portavoz de su generación. Como características estaban la búsqueda de las metáforas surrealistas, la crítica a la poesía modernista (enfocada especialmente en el escritor Leopoldo Lugones), la poetización de su ciudad y la introducción en sus poemas de términos coloquiales rioplatenses (lo que él denominaba “la criolledá”). De esta etapa data la supuesta polémica entre dos grupos de poetas porteños, “los de Boedo” y “los de Florida”, polémica que algunos escritores -incluyendo a Borges- dicen que en verdad no existió y no fue más que un intento de copiar a los escritores franceses.
2) RECHAZO AL ULTRAÍSMO Y AL CRIOLLISMO
A mediados de la década del 20’ se produce en Borges un cambio de rumbo que lo llevó a criticar a los “áridos poemas de la secta ultraísta”, a reivindicar a la figura de Lugones a retornar a las formas tradicionales de componer poemas en lo que a métrica y rima refiere.
En “Historia universal de la infamia” afirma que esa etapa fue el “irresponsable juego de un tímido, porque el escritor joven tiene la íntima conciencia de que las ideas que tiene no son muy interesantes, y entonces trata de disfrazarlas usando, según el caso, neologismos, arcaísmos, peculiaridades sintácticas, construcciones raras. El joven tiende a la extravagancia, por timidez y desconfianza íntima”.
3) POESÍA METAFÍSICA
Después de 1960 su poesía se vuelve más esencial y menos cotidiana. Busca un sentido del mundo, plantea ideas teñidas de metafísica, filosofía, teología, con influencia de las literaturas de Oriente.

“1964”

Pertenece a “El otro, el mismo”, del año 1964. Era el libro preferido de Borges, el primero solamente de poemas que escribía desde 1929. El título del libro, misterioso y sugerente, parece encerrar una contradicción (otro/mismo), que tal vez se resuelva si pensamos en el tema del paso del tiempo: seguimos siendo los mismos aunque con los años también nos convertimos en otros.
El título del poema, “1964”, es impersonal desde el momento en que no adelanta nada del contenido y alude a un año que no implica ninguna asociación de ideas de tipo universal. Plantea desde ya el tema del tiempo, que se percibe al leer las dos partes. En la primera se plantea el dolor por una pérdida amorosa (“Ya no es mágico el mundo. Te han dejado”) y en el segundo, con un transcurrir temporal, hay un intento de consolación, o más bien de resignación (“Ya no seré feliz. Tal vez no importa”).
Los temas fundamentales son el amor y la muerte, solo mencionados una vez en cada poema.
Aunque Borges los escribe como una serie de versos sin división estrófica podríamos decir que son dos sonetos. Recordemos que un soneto es un tipo de poema creado en Florencia en el siglo XIII, con autores como Dante y Petrarca, que tuvo su auge en el siglo de oro y que se siguen componiendo hasta el día de hoy. Constan de dos cuartetos y dos tercetos, de métrica regular (generalmente son de 11 o 14 sílabas), con rima consonante. Tal vez Borges elige este formato por su facilidad para ser memorizado, en una época en que la ceguera influyó (lógicamente) en su literatura, porque el soneto es fácilmente memorizable, pero no lo podemos afirmar con certeza.
Los dos poemas están encadenados, porque tienen el mismo título, los mismos temas y tono desencantado y sombrío. El primero adopta una modalidad interpelativa (parece dirigirse a alguien: “te han dejado”) mientras que el segundo está planteado en primera persona. Ambos abundan en encabalgamientos y puntuaciones internas, versos que quedan cortados por un punto, lo que crea nuevas posibilidades de lectura, acercando el ritmo del texto a la fluidez del habla cotidiana, a la espontaneidad de lo coloquial. Su lenguaje, por otro lado, es absolutamente sencillo y despojado de metáforas difíciles o símbolos oscuros.
Se trata aquí de un poema expresado desde el fracaso y la resignación, con una voz personal que no era frecuente en los poemas anteriores del autor. Si bien no hay en “1964” la confesión de una historia personal, se deja entrever una faceta infeliz, desdichada, que contrasta notoriamente con la imagen del Borges exitoso que era en ese momento (a los 65 años), conocido por el mundo entero y admirado por buena parte del mismo.










1964

I

Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
Ni los lentos jardines. Ya no hay una
Luna que no sea espejo del pasado,
Cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes
Que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
La fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde, repites vanamente,
Sino lo que no tiene y no ha tenido
Nunca. Pero no basta ser valiente
Para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa te desgarra,
Y te puede matar una guitarra.


II

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
Un instante cualquiera es más profundo
Y diverso que el mar. La vida es corta
Y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
La muerte, ese otro mar, esa otra flecha
Que nos libra del sol y de la luna
Y del amor. La dicha que me diste
Y me quitaste debe ser borrada;
Lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
Esa vana costumbre que me inclina
Al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.

5º año: Cantos 1 y 3 del Infierno ("Divina Comedia")



CANTO I

A la mitad del viaje de nuestra vida me encontré en una selva oscura, por haberme apartado del camino recto. ¡Ah! Cuán penoso me sería decir lo salvaje, áspera y espesa que era esta selva, cuyo recuerdo renueva mi pavor, pavor tan amargo, que la muerte no lo es tanto. Pero antes de hablar del bien que allí encontré, revelaré las demás cosas que he visto. No sé decir fijamente cómo entré allí; tan adormecido estaba cuando abandoné el verdadero camino. Pero al llegar al pie de una cuesta, donde terminaba el valle que me había llenado de miedo el corazón, miré hacia arriba, y vi su cima revestida ya de los rayos del planeta que nos guía con seguridad por todos los senderos. Entonces se calmó algún tanto el miedo que había permanecido en el lago de mi corazón durante la noche que pasé con tanta angustia; y del mismo modo que aquel que, saliendo anhelante fuera del piélago, al llegar a la playa, se vuelve hacia las ondas peligrosas y las contempla, así mi espíritu, fugitivo aún, se volvió hacia atrás para mirar el lugar de que no salió nunca nadie vivo.

Después de haber dado algún reposo a mi fatigado cuerpo, continué subiendo por la solitaria playa, procurando afirmar siempre aquel de mis pies que estuviera más bajo. Al principio de la cuesta, aparecióseme una pantera ágil, de rápidos movimientos y cubierta de manchada piel. No se separaba de mi vista, sino que interceptaba de tal modo mi camino, que me volví muchas veces para retroceder. Era a tiempo que apuntaba el día, y el sol subía rodeado de aquellas estrellas que estaban con él cuando el amor divino imprimió el primer movimiento a todas las cosas bellas. Hora y estación tan dulces me daban motivo para augurar bien de aquella fiera de pintada piel. Pero no tanto que no me infundiera terror el aspecto de un león que a su vez se me apareció; figuróseme que venía contra mí, con la cabeza alta y con un hambre tan rabiosa, que hasta el aire parecía temerle. Siguió a éste una loba que, en medio de su demacración, parecía cargada de deseos; loba que ha obligado a vivir miserable a mucha gente. El fuego que despedían sus ojos me causó tal turbación, que perdí la esperanza de llegar a la cima. Y así como el que gustoso atesora y se entristece y llora con todos sus pensamientos cuando llega el momento en que sufre una pérdida, así me hizo padecer aquella inquieta fiera, que, viniendo a mi encuentro, poco a poco me repelia hacia donde el sol se calla. Mientras yo retrocedía hacia el valle, se presentó a mi vista uno, que por su prolongado silencio parecía mudo.

Cuando le vi en aquel gran desierto:

- Piedad de mí -le grité- quienquiera que seas, sombra u hombre verdadero. Respondióme:

- No soy ya hombre, pero lo he sido; mis padres fueron lombardos y ambos tuvieron a Mantua por patria. Nací sub Julio, aunque algo tarde, y vi Roma bajo el mando del buen Augusto en tiempo de los dioses falsos y engañosos. Poeta fui, y canté a aquel justo hijo de Anquises, que volvió de Troya después del incendio de

la soberbia llión. Pero, ¿por qué te entregas de nuevo a tu aflicción? ¿Por qué no asciendes al delicioso monte, que es causa y principio de todo goce?

- ¡Oh! ¿Eres tú aquel Virgilio, aquella fuente que derrama tan ancho raudal de elocuencia? -le respondí ruboroso-. ¡Ah!, ¡honor y antorcha de los demás poetas! Válganme para contigo el prolongado estudio y el grande amor con que he leído y meditado tu obra. Tú eres mi maestro y mi autor predilecto; tú sólo eres aquél de quien he imitado el bello estilo que me ha dado tanto honor. Mira esa fiera debido a la cual retrocedía; líbrame de ella, famoso sabio, porque a su aspecto se estremecen mis venas y late con precipitación mi pulso.

- Te conviene seguir otra ruta -respondió al verme llorar-, si quieres huir de este sitio salvaje; porque esa fiera que te hace prorrumpir en tales lamentaciones no deja pasar a nadie por su camino, sino que se opone a ello matando al que a tanto se atreve. Su instinto es tan malvado y cruel, que nunca ve satisfechos sus ambiciosos deseos, y después de comer tiene más hambre que antes. Muchos son los animales a quienes se une, y serán aun muchos más hasta que venga el Lebrel y la haga morir entre dolores. Éste no se alimentará de tierra ni de peltre, sino de sabiduría, de amor y de virtud, y su patria estará entre Feltro y Feltro. Será la salvación de esta humilde Italia, por quien murieron de sus heridas la virgen Camila, Euríalo y Turno y Niso. Perseguirá a la loba de ciudad en ciudad hasta que la haya arrojado en el infierno, de donde en otro tiempo la hizo salir la envidia. Ahora, por tu bien, pienso Y veo claramente que debes seguirme; yo seré tu guía, y te sacaré de aquí para llevarte a un lugar eterno, donde oirás aullidos desesperados; verás los espíritus dolientes de los antiguos condenados, que llaman a gritos a la segunda muerte; verás también a los que están contentos entre las llamas, porque esperan, cuando llegue la ocasión, tener un puesto entre los bienaventurados. Si quieres, en seguida, subir hasta ellos, te acompañará en este viaje un alma más digna que yo, te dejaré con ella cuando yo parta; pues el Emperador que reina en las alturas no quiere que por mediación mía se entre en su ciudad, porque fui rebelde a su ley. Él impera en todas partes y reina arriba; arriba está su ciudad y su alto solio: ¡Oh! ¡Feliz el elegido para su reino!

Y yo le contesté:

- Poeta, te requiero por ese Dios a quien no has conocido, que me hagas huir de este mal y de otro peor; condúceme adonde has dicho, para que yo vea la puerta de San Pedro y a los que, según dices, están tan desolados.

Entonces se puso en marcha, y yo seguí tras él.


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CANTO III

Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor; por mí se va hacia la raza condenada; la justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo la divina potestad, la suprema sabiduría y el primer amor. Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo eterno, y yo duro eternamente. ¡Oh vosotros los

que entráis, abandonad toda esperanza!

Vi escritas estas palabras con caracteres negros en el dintel de una puerta, por lo cual exclamé:

- Maestro, el sentido de estas palabras me causa pena.

Y él, como hombre lleno de prudencia me contestó:

- Conviene abandonar aquí todo temor; conviene que aquí termine toda cobardía. Hemos llegado al lugar donde te he dicho que verías a la dolorida gente, que ha perdido el bien de la inteligencia.

Y después de haber puesto su mano en la mía con rostro alegre, que me reanimó, me introdujo en medio de las cosas secretas. Allí, bajo un cielo sin estrellas, resonaban suspiros, quejas y profundos gemidos, de suerte que al escucharlos comencé a llorar. Diversas lenguas, horribles blasfemias, palabras de dolor, acentos de ira, voces altas y roncas, acompañadas de palmadas, producían un tumulto que va rodando siempre por aquel espacio eternamente oscuro, como la arena impelida por un torbellino. Yo, que estaba horrorizado, dije:

- Maestro, ¿qué es lo que oigo, y qué gente es ésa, que parece doblegada por el dolor?

Me respondió:

- Esta miserable suerte está reservada a las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanzas ni vituperio; están confundidas entre el perverso coro de los ángeles que no fueron rebeldes ni fieles a Dios, sino que sólo vivieron para sí. El Cielo los lanzó de su seno por no ser menos hermoso, pero el profundo Infierno no quiere recibirlos por la gloria que con ello podrían reportar los demás culpables.

Y yo repuse:

- Maestro, ¿qué cruel dolor les hace lamentarse tanto?

A lo que me contestó:

- Te lo diré brevemente. Éstos no esperan morir; y su ceguedad es tanta, que se muestran envidiosos de cualquier otra suerte. El mundo no conserva ningún recuerdo suyo; la misericordia y la justicia los desdeñan: no hablemos más de ellos, míralos y pasa adelante.

Y yo, fijándome más, vi una bandera que iba ondeando tan de prisa, que parecía desdeñosa del menor reposo; tras ella venía tanta muchedumbre, que no hubiera creído que la muerte destruyera tan gran número. Después de haber reconocido a algunos, miré más fijamente, y vi la sombra de aquel que por cobardía hizo la gran renuncia. Comprendí inmediatamente y adquirí la certeza de que aquella turba era la de los ruines que se hicieron desagradables a los ojos de Dios y a los de sus enemigos. Aquellos desgraciados, que no vivieron nunca, estaban desnudos, y eran molestados sin tregua por las picaduras de las moscas y de las avispas que allí había; las cuales hacían correr por su rostro la sangre, que mezclada con sus lágrimas, era recogida a sus pies por asquerosos gusanos.

Habiendo dirigido mis miradas a otra parte, vi nuevas almas a la orilla de un gran río, por lo cual, dije:

- Maestro, dígnate manifestarme quiénes son y por qué ley parecen ésos tan prontos a atravesar el río, según puedo ver a favor de esta débil claridad.

Y él me respondió:

- Te lo diré cuando pongamos nuestros pies sobre la triste orilla del Aqueronte.

Entonces, avergonzado y con los ojos bajos, temiendo que le disgustasen mis preguntas, me abstuve de hablar hasta que llegamos al río. En aquel momento vimos un anciano cubierto de canas, que se dirigía hacia nosotros en una barquichuela, gritando:

- ¡Ay de vosotras, almas perversas! No esperéis ver nunca el Cielo. Vengo para conduciros a la otra orilla, donde reinan eternas tinieblas, en medio del calor y del frío. Y tú, alma viva, que estás aquí, aléjate de entre esas que están muertas. Pero cuando vio que yo no me movía, dijo: Llegarás a la playa por otra orilla, por otro puerto, mas no por aquí: para llevarte se necesita una barca más ligera.

Y mi guía le dijo:

- Carón, no te irrites. Así se ha dispuesto allí donde se puede todo lo que se quiere; y no preguntes más.

Entonces se aquietaron las velludas mejillas del barquero de las lívidas lagunas, que tenía círculos de llamas alrededor de sus ojos. Pero aquellas almas, que estaban desnudas y fatigadas, no bien oyeron tan terribles palabras, cambiaron de color, rechinando los dientes, blasfemando de Dios, de sus padres, de la especie humana, del sitio y del día de su nacimiento, de la prole de su prole y de su descendencia: después se retiraron todas juntas, llorando fuertemente, hacia la orilla maldita en donde se espera a todo aquel que no teme a Dios. El demonio Carón, con ojos de ascuas, haciendo una señal, las fue reuniendo, golpeando con su remo a las que se rezagaban; y así como en otoño van cayendo las hojas una tras otra, hasta que las ramas han devuelto a la tierra todos sus despojos, del mismo modo los malvados hijos de Adán se lanzaban uno a uno desde la orilla, a aquella señal, como pájaros que acuden al reclamo. De esta suerte se fueron alejando por las negras ondas, pero antes de que hubieran saltado en la orilla opuesta, se reunió otra nueva muchedumbre en la que aquéllas habían dejado.

- Hijo mío -me dijo el cortés Maestro-, los que mueren en la cólera de Dios acuden aquí de todos los países, y se apresuran a atravesar el río, espoleados de tal suerte por la justicia divina, que su temor se convierte en deseo. Por aquí no pasa nunca un alma pura; por lo cual, si Carón se irrita contra ti, ya conoces ahora el motivo de sus desdeñosas palabras.

Apenas hubo terminado, tembló tan fuertemente la sombría campiña, que el recuerdo del espanto que sentí aún me inunda la frente de sudor. De aquella tierra de lágrimas salió un viento que produjo rojizos relámpagos, haciéndome perder el sentido y caer como un hombre sorprendido por el sueño.

5º año: información de "Divina Comedia"



INFORMACIÓN SOBRE "DIVINA COMEDIA"


LA EDAD MEDIA


El estudio de la época a la cual pertenece es fundamental para acercarse a la obra de Dante Alighieri, de la que se dice que es una "síntesis del pensamiento medieval". Recordemos que la Edad Media comprende un extenso período de tiempo, de los siglos V al XV aproximadamente, y que en general ha sido vista como una época de "oscurantismo". Los últimos cinco siglos, llamados “Baja Edad Media”, suponen un renacer en todos los planos de la actividad humana. Comienzan a resurgir las ciudades y la economía se hace monetaria y mercantil; los caminos se animan y llenan de viajeros y las clases altas comienzan a ver en el lujo en el vestido, en la mesa o en la ornamentación de la casa un símbolo de poder y un disfrute de lo terrenal.

El hombre cambia su visión de la divinidad, del miedo que lo dominaba en el comienzo de la Edad Media pasa ahora a sentirse protegido por un amoroso ser superior. El culto a la virgen María pasa a un primer plano y se la ve como intermediaria ideal entre el hombre y Dios. Por otra parte, la educación se va separando del poder de la Iglesia y surgen las primeras Universidades. Poco a poco las lenguas romances se van independizando del latín.


LA POESÍA EN LA BAJA EDAD MEDIA


a) Lírica trovadoresca:

Entre los siglos XI y XII es cultivada la “poesía provenzal”, creada por trovadores, poetas que también componen la música con que será acompañada, e interpretada también por juglares, quienes tocaban un instrumento musical y acompañaban sus espectáculos con trucos y acrobacias, para llamar la atención del público, en plazas o espacios abiertos. Generalmente los trovadores pertenecen a una clase social alta, a diferencia de los juglares, pero ambos gozan por igual de la consideración de los aristócratas.

La figura femenina se ve divinizada, producto del mayor refinamiento de las costumbres. La mujer, vista hasta ahora como un objeto doméstico, degradado en la medida en que era la cuna del pecado, comienza a ser el centro de la vida social. Se desarrolla el concepto del “amor cortés”, que implica una traslación del vasallaje político al sentimental: la dama (casada con otro) es el ser superior al que el enamorado rinde culto y ofrece su vida como servicio.

b) Poesía siciliana:

Surge alrededor del siglo XIII la primera escuela lírica italiana, que no tuvo gran originalidad, limitándose a los temas, motivos y métrica de la lírica provenzal, de la que hemos hablado.

c) Dolce Stil Novo:

Es una poesía vinculada a la concepción trovadoresca del amor cortés. La figura de la dama llega a su máxima idealización y su belleza física y espiritual es el estímulo para que el poeta encuentre, el camino a la perfección de la verdad. Ya no es simplemente una mujer: en ella se refleja el culto a la virgen María, renovado en esta época. Se produce una “angelización” de la mujer, que guía al intelecto al conocimiento del bien supremo. Los autores principales son Guido Guinizelli, Guido Cavalcante, y Dante.


DANTE ALIGHIERI


Nace en mayo de 1265 en un pueblito cercano a Florencia. Esta era en ese momento una ciudad dividida en dos bandos políticos llamados güelfos y gibelinos.

A los nueve años de edad Dante ve por primera vez a Beatrice de Portinari, a quien inmortalizará en su obra. De este encuentro dirá: “mi espíritu quedó tan preocupado que fue inhábil para todo, entregado por completo mi pensamiento al de la hermosa y gentil criatura”. Esta joven, que se casa con otro hombre en 1283, muere en 1290. Cinco años más tarde, Dante contrae matrimonio con Gemma Donati, con la que tendrá tres hijos, pero no olvidará sus fugaces encuentros con Beatrice, aunque estos no pasaran de un simple intercambio de saludos. Ella será la figura inmortal de “La Vita Nova” y será también la conductora de Dante en el Paraíso, en “La Divina Comedia”.

A partir de 1302 el poeta debe ir al exilio como consecuencia de su compromiso con sus ideales políticos, mientras las luchas civiles se continuaban en su ciudad natal, a la que él nunca podrá retornar. Muere en Rávena, en 1321.


LA DIVINA COMEDIA


La “Commedia” es un extenso poema escrito por Dante en lengua vulgar (es decir, no en latín), con 14.333 versos, obra maestra de la literatura italiana. Cuando hablamos de una comedia nos referimos a una obra dramática, y no parece lógico aplicar tal término a una obra que no está escrita para ser representada, sino que es un poema narrativo. El título tiene, sin embargo, su justificación porque en esa época se ponía mayor atención al contenido que a la forma para determinar la pertenencia a un género literario. La Comedia va de un comienzo agitado a un final sereno y tranquilo (del Infierno al Paraíso), y está escrita en lengua vulgar (toscano) y no en latín, como se acostumbraba. En el siglo XIV Bocaccio le agregó el calificativo “divina” por su calidad estética y su tema religioso.

La composición se ubica en los años de exilio de Dante. Se supone que el Infierno habría sido terminado alrededor de 1308, el Purgatorio hacia 1313 y el Paraíso poco antes de morir, en 1321. Narra un viaje por los tres reinos de ultratumba, tal como eran concebidos por la Iglesia de su época: Infierno, Purgatorio y Paraíso. La idea de ubicar la obra en el más allá no es original de Dante: en la antigüedad grecolatina hubo autores como Homero (“La Odisea”) y Virgilio (“La Eneida”) que hacen descender a sus personajes al mundo de los muertos. En cada región el poeta habrá de encontrarse con distintos espíritus, algunos procedentes del mundo real y otros que son solo mitos.


ESTRUCTURA:


Está escrita en versos de once sílabas (endecasílabos) agrupados en estrofas de tres versos (tercetos) con rima consonante, ya que riman el primer y tercer verso de cada estrofa, mientras el segundo marca la rima para la estrofa siguiente.

Estructuralmente es de una simetría rigurosa. Está compuesta por cien cantos, número considerado perfecto. Estos cantos se distribuyen en tres grandes partes, llamadas cánticas: el Infierno, con un canto de introducción y 33 cantos, el Purgatorio, con 33 cantos, y el Paraíso, con 33 cantos. Se nota una preocupación cabalística por parte del autor, el cual insiste en varias oportunidades con el número 3 y sus múltiplos. Este número tenía gran importancia para el cristianismo, derivado de la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

LOS TRES REINOS


Para Dante, según el sistema de Tolomeo, nuestro planeta está inmóvil en el centro del mundo y a su alrededor giran las esferas celestes en las que están suspendidos el Sol, los planetas, las estrellas.

INFIERNO es la región de los condenados eternos, reina el dolor y la desesperanza, no existe posibilidad de salir y los castigos se repetirán idénticamente por siempre. Es un mundo de oscuridad, sin Sol y sin estrellas, reflejo de la condición moral del alma de los condenados. Una rica escenografía será el marco de este lugar, donde hay puertas, tumbas, murallas, castillos, ríos, lagunas, gusanos, serpientes, demonios, etc. Dante es guiado aquí y en la mayor parte del Purgatorio por Virgilio, escritor de la Antigüedad.

Dante lo concibe dividido en nueve círculos. A medida que se desciende el espacio es menor y más grave el pecado, hasta llegar al último círculo, el de los traidores, donde está Lucifer. Las culpas se ordenan en tres grandes categorías:

a) Pecados de INCONTINENCIA: es la incapacidad de frenar los impulsos con la razón (lujuriosos, glotones, avaros, pródigos e iracundos).

b) Pecados de BESTIALIDAD (herejes y violentos).

c) Pecados de MALICIA (traidores y fraudulentos).

El pecado es mayor cuanto mayor grado de racionalidad implica, los habitantes de los primeros círculos no hicieron más que dejarse dominar por las pasiones, mientras los últimos utilizaron su capacidad intelectual para hacer el mal. Quedan excluidos de esta división aquellos que no conocieron al verdadero Dios por vivir antes de la era cristiana y los niños que murieron sin ser bautizados. Sus espíritus residen eternamente en una región llamada Limbo, donde no hay castigos pero sí una eterna melancolía por no poder aspirar al Paraíso.

El PURGATORIO es un lugar transitorio, donde las almas se purifican con la esperanza de alcanzar el Paraíso. Dante lo concibe como una montaña en una isla. En la base hay una zona rocosa de difícil acceso: el Antepurgatorio; luego viene el Purgatorio propiamente dicho, dividido en siete terrazas donde el alma se purifica de los siete pecados capitales y en la cima hay una planicie, el Paraíso terrestre. Aquí se produce el encuentro entre Dante y Beatrice, que será en adelante su guía, sustituyendo a Virgilio, que no puede entrar al Paraíso.

El PARAÍSO se compone de nueve cielos, esferas luminosas concéntricas, sobre las cuales está el cielo de Dios, las jerarquías celestiales y los bienaventurados. Es el reino del espíritu absolutamente liberado de la carne, las almas nada lamentan de lo terreno y nada ansían, pues están completas en sí mismas.