viernes, 29 de abril de 2011

3º4 "Rodríguez", de Francisco Espínola

Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento, él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento.., y se le apareó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A los costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían.
    A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con lo flaco que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a los bigotes no le sentaba.
   -¿Va para aquellos lados, mozo? - le llegó con melosidad.
    Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su zaino, fija.
    -¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé enseguida!
    Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el interlocutor le lanzaba, también al sesgo, una mirada que era un cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro y, de golpe, quedó cual la del cordero.
    -Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer?... Decí, Rodríguez, ¿te gusta?
    Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, mas se quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que, inclinándose a un lado del zaino, escupió.
    -Alegrate, alegrate mucho, Rodríguez -seguía el ofertante mientras, en el mejor de los mundos, se atusaba, sin tocarse la cara, una guía del bigote-. Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe político o coronel. General, no, Rodríguez, porque esos puestos los tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que elegir.
    Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez.
    -Mirá, vos no precisás más que abrir la boca...
    -¡Pucha que tiene poderes, usted! -fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso.
    Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse invadido como por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró dos o tres veces al otro... Después, su cabeza se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le había tapado la boca.
    Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de los jinetes y de sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había fugado lejos, cada cual con su ruido.
    A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el costado del poncho con tabaquera y con chala. Sin abandonar el trote se puso a liar.
    Entonces, en brusca resolución, el de los bigotes rozó con la espuela a su oscuro, que casi se dio contra unos espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no quedarse atrás, fue que dijo:-
    ¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate, en mi negro viejo!Y siguió cabalgando en un tordillo como leche.
    Seguro de que, ahora si, había pasmado a Rodríguez y, no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre los pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse, manoteó una rama de tala y señaló, soberbio:
    -¡Mirá!
    La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de la tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos entre los pastos.
    Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante, sorprendido del propósito, fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó a la intención y, dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:
    ¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez!
    Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la presentó como en palmatoria.
    Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la cabeza, y aspiró.
    -¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?
    -Esas son pruebas -murmuró entre la amplia humada Rodríguez, siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso.
    Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente ahínco, la mente hecha un volcán.
    -¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto?
    Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de que se le abrieran de una cornada. Porque el importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón, presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya echando humo el cuero.
    -¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez! -se prolongó, casi hecho imploración, en la noche.
    Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en torno a Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande que fuera, no tenía peligro para el zainito.
    -Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?... ¡Fijate!
    -¿Eso? Mágica, eso.
    Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de cola.
    -¡Te vas a la puta que te parió!
    Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber surgido entre un ahogo- seguía muy campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.

domingo, 10 de abril de 2011

3º4

EL HOMBRE PÁLIDO

Todo el día estuvo toldado el sol, y las nubes, negruzcas, inmóviles en el cielo, parecían apretar el aire, haciéndolo pesado, bochornoso, cansador.
            A eso del atardecer, entre relámpagos y truenos, aquéllas aflojaron y el agua empezó a caer con rabia, con furia casi; como si le dieran asco las cosas feas del mundo y quisiera borrarlo todo, deshacerlo todo y llevárselo bien lejos.
            Cada bicho escapó a su cueva. La hacienda, no teniendo ni eso, daba el anca al viento y buscaba refugio debajo de algún árbol, en cuyas ramas chorreaban los pajaritos, metidos a medias en sus nidos de paja y de pluma.
            En el rancho de Tiburcio estaban solas Carmen, su mujer y Elvira, su hija.
            El capataz de tropa de don Clemente Farías, había marchado para “adentro” hacía una semana.
            En la cocina negra de humo se hallaban, cuando oyeron ladrar el perro hacia el lado del camino. Se asomó la muchacha y vio a un hombre desmontar en la enramada con el poncho empapado y el sombrero como trapo por el aguacero.
            -¡León! ¡León! ¡Fuera! Entre para acá- gritó Elvira.
            -¿Quién es?- preguntó la vieja sin dejar de revolver la olla de mazamorra.
             -No lo conozco.
            La joven volvió al lado de su madre y quedó expectante.
            -Buenas tardes.
            Agachándose –la puerta era muy baja-, el hombre entró.
            -Buenas. Siéntese. ¿Lo ha derrotado l`agua? Sáquese el poncho y arrimeló al fogón.
            -Sí, es mejor. Aquí, no más.
            El hombre colgó su poncho negro en un gran clavo cerca del fuego y  sacudió el sombrero. Después se sentó en un banco.
            -¿Viene de lejos? -curioseó la madre.
            -De Belastiquí.
            -¿Y va?
            -Pa l’estancia’e Molina, en el Arroyo Grande. Pensaba llegar hoy a San José, pero me apuré mucho por el agua y traigo cansadazo el caballo. Así que si me deja pasar la noche...
            -Comodidá no tenemos ... puede traer su recao y dormir aquí, en todo
caso.
            -¡Como no!... Estoy acostumbrao.
            La muchacha, ahora acurrucada en un rincón, lo miraba de reojo. Y cuando oyó que iba a quedarse, sintió clarito en el pecho los golpes del corazón.
Es que cada vez más le parecía que aquel hombre delgado y alto, de cara pálida en la que se enredaba una negrísima barba que la hacía más blanca, no tenía aspecto para tranquilizar a nadie...
            La vieja le interrumpió sus pensamientos diciendo:
            -A ver, aprontá un mate.
            Y siguió revolviendo la mazamorra, mientras daba conversación al forastero, que acariciaba el perro y retiraba la mano cuando éste rezongaba desconfiado de tanto mimo.
            Elvira tiró la yerba vieja, puso nueva, le hizo absorber primero un poco de agua tibia para que se hinchara sin quemarse. En seguida, ofreció el mate al desconocido. Este la miró a los ojos y ella los bajó, trémula de susto. No sabía porqué. Muchas veces habían llegado así, de pronto, gente de otros pagos que dormían allí y al otro día se iban. Pero esa nochecita, con los ruidos de los truenos y la lluvia, con la soledad, con muchas cosas, tenía un tremendo miedo a aquel hombre de barba negra y cara pálida y ojos como chispas.
            Se dio cuenta de que él la observaba. Los ojos encapotados, sorbiendo lentamente el mate, el hombre recorría con la vista el cuerpo tentador de la muchacha...
            ¡Oh, sí!, había que cansar muchos caballos para encontrar otra tan linda.
Brillante y negro el pelo, lo abría al medio una raya y caía por los hombros en dos trenzas largas y flexibles. Tenía unos labios carnosos y chiquitos que parecían apretarse para dar un beso largo y hondo, de esos que aprisionan toda una existencia. La carne blanca, blanca como cuajada, tibia como plumón, se aparecía por el escote y la dejaban también ver las mangas cortas del vestido. El pecho abultadito, lindo pecho de torcaza; las caderas ceñidas, firmes; las piernas que se adivinaban bien formadas bajo la pollera ligera; toda ella producía unas ansias extraña en quien la miraba, entreveradas ansias de caer de rodillas, de cazarla del pelo, de hacerla sufrir apretándola fuerte entre los brazos, de acariciarla tocándola apenitas... ¡yo qué sé!, una mezcla de deseos buenos y malos que viboreaban en el alma como relámpagos entre la noche. Porque si bien el cuerpo tentaba el deseo del animal, los ojos grandes y negros eran de un mirar tan dulce, tan real, tan tristón, que tenían a raya el apetito, y ponían como alitas de ángel a las malas pasiones...
            Embebecido cada vez más en la contemplación, el hombre sólo al rato advirtió que la muchacha estaba asustada. Entonces, algo le pasó también a él.
Su mano vacilaba ahora al tenerla para recibir o entregar el mate.
            Elvira iba entre tanto poniendo la mesa. Luego, los tres se sentaron silenciosos a comer. Concluída la cena, mientras las mujeres fregaban, el hombre fue bajo la lluvia hasta la enramada, desensilló, llevó el recado a la cocina y se sentó a esperar que hicieran la lidia jugando con el perro, con León que, por una presa tirada al cenar, había perdido la desconfianza y estaba íntimo con el desconocido.
            -¡Mesmo qu`el hombre!- pensó éste.
            Y siguió mirando el fuego y, de reojo, a Elvira.
            Cuando terminaron la tarea, la madre desapareció para tornar con unas cobijas.
            -Su poncho no se ha secao. Hasta mañana, si Dios quiere.
            -Se agradece.
            -¡Buenas noches!- deseó la muchacha cruzando ligero a su lado con la cabeza baja.
            -Buenas.
            Las dos mujeres abrieron la puerta que comunicaba con el otro cuarto, pasaron y la volvieron a cerrar. Al rato, se oyó el rumor de las camas al recibir los cuerpos, se apagó la luz...Todo fue envolviéndose en el ruido del agua que caía sin cesar.
            El hombre tendió las cacharpas, se arrebujó en las mantas con el perro y sopló el candil.
            El fogón, mal apagado, quedó brillando.
II
             Un rato después se empezó a oír la respiración ruidosa y regular de la vieja. Pero en la cama de Elvira no había caído el descanso. Ahora que su madre dormía, el miedo la ahogaba más fuerte. El corazón le golpeaba el pecho como alertándola para que algún peligro no la agarrara en el sueño, y su vista trataba en vano de atravesar las tinieblas... De cuando en cuando rezaba un Ave María que casi nunca terminaba, porque lo paraba en seco cualquier rumor, que la hacía sentar de un salto en la cama.
            A eso de la media noche, bien claro oyó que la puerta de la cocina que daba al patio había sido abierta, y hasta le pareció sentir que el aire frío entraba por las rendijas. Tuvo intención de despertar a su madre, pero no se animó a moverse. Sentada, con los ojos saltados y la boca abierta para juntar el aire que le faltaba, escuchó. No sintió nadita. Y aquel silencio, después de aquel ruido, la asustaba más aún. No sentía nadita, pero en su imaginación veía al hombre de la barba negra clavándole los ojos como chispas; veía el poncho negro, colgado del clavo, movido por el viento como anunciando ruina... y como para convencerla de que era verdad que la puerta había sido abierta, seguía sintiendo el aire frío y percibía más claramente el ruido de la lluvia...
            En efecto: el hombre, que se echó no más, sobre el recado, se había levantado, lo llevó otra vez a la enramada y, después de ensillar, había salido a pie hasta la manguera que estaba como a una cuadra dejándose pintar de rosado por los relámpagos. El agua le daba en la frente. Por eso avanzaba con la cabeza gacha.
            Otro hombre le salió al encuentro, el poncho y el sombrero hecho sopa.
            Era un negro.
            -¿Están las mujeres solas?- preguntó ansioso.
            Sombrío el otro respondió:
            -Sí
            -La plata tiene qu`estar en algún lao. Empecemos.
            -No. No empezamos.
            -¿Qué hay?
            -Hay que yo no quiero.
            -¿Qué no querés?
            - Sí, que no quiero.
            - ¿Pero estás loco?
-Peor p            a mí si m`enloquecí. Pero ya te dije. Vamonós p`atrás.
            -¿El qué?
            -No hay qué que te valga. Como siempre, te acompaño cuando quieras; pero esta noche, no. Y aquí, menos.
            -¡Hum! Si te salieran en luces malas los que has matao, te ciegaría la iluminación, y ahora te ha entrao por hacerte el angelito.
            -Nadie habla aquí de bondá. Digo que no se me antoja y se acabó.
            -Peor pa vos. Iré yo solo. ¡Que tanto amolar por dos mujeres!
            -Es que vos tampoco vas a ir.
            -¿Desde cuando es mi tutor el que habla?
            -Desde  que tengo la tutora- bramó el interpelado tanteándose la daga.
            -¡Ah! ¿Querés peliar? ¡Me lo hubieras dicho antes! Seguramente ya habrás hecho la cosa y quedrás la plata pa vos solo. Pero no te veo uñas, mi querido. Venite no más- y desenvainó su cuchillo.
            -¡Callate, negro de los diablos!- rugió el otro yéndosele arriba.
            A la luz de los relámpagos, entre los charcos, los dos hombres se tiraban a partir. El de la barba negra, medio recogido el poncho con la mano izquierda, fue haciendo un círculo para ponerse de espaldas a la lluvia. Comprendiendo el juego, el negro dio un salto. Pero se resbaló y se fue del lomo. El otro esperó a que se enderezara y lo atropelló. La daga, entrando de abajo a arriba, le abrió el vientre y se le hundió en el tórax.
            -¡Jesús, mama!- exclamó el negro.
            Fue lo único que dijo. La muerte le tapó la boca.
            El otro, en las mismas ropas del difunto limpió su daga. Después enderezó chorreando agua, montó y salió como sin prisa, al trotecito.
            -¡Pucha que había sido cargoso el negro!- murmuraba- ¡Le decía que no, y el que sí, y yo que no, y dale! ¡Estaba emperrao!...
            La lluvia, gruesa, helada, seguía cayendo.

Francisco Espínola

4º1 y 4º2

ROMANCE DEL ENAMORADO
       Y LA MUERTE


Un sueño soñaba anoche,                             
Soñito del alma mía,
soñaba con mis amores,
que en mis brazos los tenía.
Vi entrar señora tan blanca,
Muy más que la nieve fría.
_ ¿Por dónde has entrado, amor?
¿Cómo has entrado, mi vida?
Las puertas están cerradas,
Ventanas y celosías.
_No soy el amor, amante:
La Muerte que Dios te envía.
_ ¡Ay, muerte tan rigurosa,
Déjame vivir un día!
_Un día no puede ser,
Una hora tienes de vida.
Muy de prisa se calzaba,
Más de prisa se vestía;
Ya se va para la calle
En donde su amor vivía.
_ ¡Ábreme la puerta, blanca!
¡Ábreme la puerta, niña!
_ ¿Cómo te podré yo abrir
Si la ocasión no es venida?
Mi padre no fue al palacio,
Mi madre no está dormida.
_Si no me abres esta noche
Ya no me abrirás, querida.
La Muerte me anda buscando,
Junto a ti vida sería.
_Vete bajo la ventana
Donde labraba y cosía,
Te echaré cordón de seda
Para que subas arriba,
Y si el cordón no alcanzare
mis trenzas añadiría.
La fina seda se rompe,
La Muerte que allí venía:
_Vamos, el enamorado,
Que la hora ya es cumplida.


6ºM Poemas de Baudelaire

                 EL ALBATROS

Por divertirse, a veces, la gente marinera,
Atrapa los albatros, grandes aves del mar,
Que siguen, indolentes compañeros de viaje,
Al navío que surca los amargos abismos.

Cuando apenas han sido dejados en cubierta,
Los reyes del azur, torpes y vergonzosos,
Sus grandes alas blancas tristemente abandonan
Semejantes a remos, arrastrando a sus lados.

¡Qué torpe y débil es el alado viajero!
¡Él, antes tan hermoso, cuán cómico y cuán feo!
Uno el pico le quema acercando un a pipa,
Otro rengueando imita, al cojo que volaba!

El Poeta es igual a este rey de las nubes
Que habita la tormenta y ríe del arquero;
Exiliado en el suelo, en medio de abucheos,
Sus alas de gigante le impiden caminar.



                 EL ENEMIGO

Mi juventud fue sólo tenebrosa tormenta,
Atravesada a veces por soles centelleantes;
Las lluvias y los rayos hicieron tal estrago,
Que quedan en mi jardín pocos frutos bermejos.

Ahora, que he tocado el otoño de la idea,
Es hora de emplear las palas y rastrillos
Y agrupar como nuevas las tierras inundadas,
Donde las aguas cavan sus pozos como tumbas.

¿Quién sabe si las flores nuevas con las que sueño
Hallarán en el suelo lavado como playa
El místico alimento con que harán su vigor?

_¡Oh dolor! ¡oh dolor! Come la vida el Tiempo,
Y el oscuro enemigo que el corazón nos roe
Con sangre que perdemos crece y se fortifica!

                    CHARLES BAUDELAIRE