sábado, 18 de marzo de 2017

INFORMACIÓN GENERAL DE TRAGEDIA GRIEGA

 INFORMACIÓN GENERAL DE TRAGEDIA GRIEGA  

CLASICISMO GRIEGO

Se conoce como clasicismo griego al período comprendido entre los siglos V y IV a.c., época de florecimiento de las artes, de consolidación de la democracia, de desarrollo de la filosofía y la historia. Es el momento en que surgen nombres tan importantes para la civilización occidental como Sócrates, Esquilo, Sófocles, Platón, Aristóteles y Eurípides. El centro cultural durante esos dos siglos fue Atenas. El alto número de extranjeros testimonia que los pueblos helénicos concebían a Atenas como una verdadera capital de su mundo cultural.
Los atenienses tuvieron desde el siglo V hasta la conquista de Grecia por Roma un estado democrático, el primero que registra la historia. Dicho sistema es similar al que existe hoy, pero se participaba de modo directo, no eligiendo representantes, y además la ciudadanía estaba reservada para unos pocos hombres libres (los esclavos no votaban), privándose de todos los derechos a los extranjeros residentes y a las mujeres. Este sistema de gobierno se basa en la elevada educación política, el gusto por la vida pública de sus ciudadanos y su disponibilidad del tiempo (por la existencia de esclavos y la simplicidad de la vida ateniense). La distribución de la riqueza  no tendía a crear hondas diferencias sociales. Todos los ciudadanos atenienses gozaban de la igualdad y tenían los mismos derechos políticos, pero los más ricos soportaban mayores impuestos y más obligaciones militares.
La característica más sobresaliente de la vida ateniense fue su sobriedad, la falta de lujos y comodidades. La plaza pública, o “ágora”, era el sitio más frecuentado de la ciudad, por negocios, reuniones políticas o sociales. Se decía que las condiciones que hacen feliz a un hombre son, en este orden, salud, belleza, riqueza y amistad.
Sus viviendas eran modestas, de materiales ligeros, techo de tejas, de color blanco, en general sin ventanas hacia el frente y dividida en el “androceo” (parte de la casa destinada a los varones) y el “gineceo”, para las mujeres. El vestido consistía en dos prendas, una túnica y un manto, generalmente de lana. Las damas usaban a veces prendas teñidas, pero lo usual es que fueran blancos. En sus casas andaban descalzos, y cuando salían se ponían unas sandalias atadas con correas. Los banquetes mostraban también la sencillez de sus costumbres: los invitados generalmente se reclinaban en literas, y comían en mesas individuales. Terminada la comida, se discutían cuestiones intelectuales entre los presentes, mientras se bebía vino mezclado con agua. A veces la reunión se animaba con la entrada de recitadores, juglares, músicos, etc.
La situación de la mujer variaba de acuerdo a las ciudades, pero en general carecía de instrucción y su matrimonio era acordado por sus parientes. Sus ocupaciones eran las tareas domésticas y el control del trabajo de las esclavas. Desde el punto de vista legal dependía del padre, y después del marido.
En cuanto a la educación, los varones la iniciaban a los siete años, cuando pasaban a educarse bajo la dirección de un preceptor que era a menudo un esclavo culto. Las lecciones le eran dadas en establecimientos privados especiales donde aprendía a leer y escribir, y también aritmética, gramática y dibujo, así como educación física. Luego estudiaba a los poetas griegos, recibía enseñanza musical, coral y danza. A los 18 años debía servir durante dos años en el ejército, donde aparte de instrucción militar estudiaba filosofía, retórica y ciencia. Se tendía, pues, a la formación integral del individuo, atendiendo por igual a lo físico, lo espiritual y lo intelectual.


   ORIGEN Y EVOLUCIÓN DE LA TRAGEDIA 
  
La tragedia nació del ditirambo, canto y danza ritual  en honor a  Dionisos, dios de la vegetación. El mito dice que Semele, hija de los reyes de Tebas, es seducida por Zeus y concibe a Dionisos. Hera, al saberlo, toma la apariencia de la nodriza de la muchacha y le sugiere que ruegue a su amante que se muestre tal como se mostraba a su esposa en el Olimpo. Zeus, que había prometido concederle lo que ella pidiera, cumple, y Semele cae fulminada por el rayo divino. Zeus rescata al feto del cuerpo de su madre, lo cose a su muslo, y allí tiene lugar el final de la gestación. Por eso Dionisos significa “el nacido dos veces”. Tras muchas aventuras, el niño se salva de las iras de Hera disfrazado de cabrito y al cuidado de las ninfas. Del mito se desprende que el dios muere y renace, como la vegetación a la que representa.
El ditirambo es el canto coral ligado a Dionisos. Estaba a cargo de unos cincuenta integrantes que cantaban y bailaban entusiastamente en círculos, disfrazados de machos cabríos para recrear parte del mito. Los integrantes del coro frecuentemente bebían vino para sentirse poseídos por el dios. Había al principio un preludio que desarrollaba un tema, seguido por el coro, que le respondía. 
La tragedia propiamente dicha nació alrededor del siglo IV, con Tespis, un autor de ditirambos que modificó la forma tradicional para crear algo nuevo, la introducción de un actor (año 534 a.c.). Añadió a la tragedia un recitador que no formaba parte del coro, y que respondía a las preguntas de aquel, por lo cual se le llamó “hipocrités”, que significa “el que responde”. De ahí el sentido de “hipócrita” como el que finge (un actor es quien finge ser otro). De este modo nació el diálogo, aunque de forma elemental. Según la tradición, Tespis representaba sobre carretas, en las fiestas en honor a Dionisos, y él mismo era a la vez autor, actor y empresario. Obtuvo el primer premio en un concurso trágico que tal vez el primero de Atenas, y fue mejorando los medios técnicos para producir la ficción dramática.
Poco a poco la acción dramática se fue complicando, exigiendo más personajes, hasta que Esquilo introdujo el segundo actor (deuteragonista) y Sófocles el tercero (tritagonista). Podía haber un cuarto, de ser necesario. En cuanto al coro, Esquilo lo redujo a doce integrantes, que Sófocles llevó luego a quince. Este último comenzó a utilizar telones pintados para representar el lugar en que se ubica la acción. 
Aristóteles define la tragedia como la “representación de una acción memorable y perfecta, de magnitud competente, recitando cada una de las partes por sí separadamente, realizada por medio de personajes que actúan y que no por modo de narración, sino moviendo a compasión y temor, dispone a la moderación de las pasiones.” 
La tragedia es imitación de la realidad, pero solo de acciones importantes, dignas de ser recordadas. Su desarrollo debe transformar al espectador, mejorarlo, haciéndole sentir una mezcla de compasión y temor por la suerte desgraciada del héroe. De este modo canaliza su piedad y su miedo hacia el personaje, sintiendo una liberación interior, una purificación espiritual. Esta transformación es conocida como “catharsis”, y acerca al hombre al ideal de sophrosine, esto es, de equilibrio, armonía y sabiduría.
La comedia es una obra dramática derivada de cantos campesinos, con un humor a menudo exagerado y grotesco, que busca divertir al espectador abundando en el tema de los vicios y debilidades humanas.
Otra forma dramática era el drama satírico, una tragedia más próxima a la primitiva, que conservó el papel de los sátiros (hombres disfrazados de cabras), la risa mezclada al llanto, y las ocurrencias subidas de tono. Era más breve que la tragedia, y tenía sólo dos actores, con un mayor uso del humor y desenlace siempre feliz.

LOS CONCURSOS DRAMÁTICOS

Las representaciones dramáticas tenían lugar en Atenas tres veces al año, en las fiestas en honor a Dionisos. Las “Dionisíacas Urbanas”, que se celebraban en primavera, eran las más importantes, y a ellas acudía gente de diversas ciudades. La fiesta duraba seis días, y se iniciaba con un anuncio de las obras y autores que se presentaban, una procesión llevando la estatua del dios Dionisos, un concurso de ditirambos y, como principal atracción, un concurso de tragedias. Los espectáculos teatrales ocupaban los últimos tres días: por la mañana se representaba una tetralogía trágica (tres tragedias y un drama satírico) y una o dos comedias después del mediodía. Los concursos eran organizados por el Estado, quien designaba al ciudadano rico que corría con los gastos de las representaciones y a los diez jueces, representantes de los diez demos de la ciudad, que elegirían al ganador. Los autores que presentaban obras eran tres, y en primera mitad del siglo V hubo también un concurso de actores. Los nombres de los poetas ganadores pasaban a formar parte de las “Didascalias”, listas de vencedores talladas en la piedra. Los premios, por lo demás, eran de carácter simbólico, como una corona de yedra.

EL TEATRO Y LAS REPRESENTACIONES

El sitio en que están los espectadores de la obra originalmente pudo ser una plaza pública o un espacio libre en las cercanías del templo de Dionisos. Más tarde se construyeron teatros de madera, y luego de piedra, sobre la falda de una colina para aprovechar la pendiente natural del terreno. El edificio teatral conservó la forma circular, derivada del ditirambo, donde la muchedumbre formaba un círculo alrededor de los bailarines. Esta edificación también se utilizaba para danzas y asambleas, con capacidad para miles de espectadores. No en vano Platón llegó a hablar de una verdadera “teatrocracia” en Atenas, ya que era un evento de notable aceptación popular.
En cuanto a su estructura, el lugar de los espectadores está dividido en gradas, sectores y pasillos. Entre éste y la escena había un espacio circular destinado al coro: la “orkestra”, con un altar a Dionisos llamado “ara” en medio. El escenario se elevaba un poco del suelo, y allí hacían su papel los actores. Tras él, una cabaña de madera o “skené” servía de vestuario. La escenografía era escasa, simples telones pintados, y tres puertas daban acceso a los actores: una al fondo (si venían del palacio) y dos a los costados (si venían del campo o de la ciudad). Dos pasajes laterales a los costados del escenario permitían el acceso y la retirada del coro: se habla de Párodos y Éxodo.
La tragedia griega posee partes dramáticas, a cargo de los actores, y partes líricas, a cargo del coro, las cuales eran cantadas, con acompañamiento musical. También la danza se integraba a la representación, como una mímica que pretendía traducir los sentimientos del alma. El medio expresivo por excelencia eran las manos, se hablaba de “danzar con las manos”. El coro hacía su entrada en filas, seguidos por un ejecutante de flauta. Durante los estásimos el coro se movía de izquierda a derecha al cantar la “estrofa”, de derecha a izquierda en la “antistrofa”, y se quedaba quieto durante el “épodo”. Los integrantes del coro, o “coreutas” son personas respetables, de carácter grave, con movimientos solemnes y majestuosos, que van comentando la obra y los personajes. Uno de ellos se destaca y habla con los actores; es el “Corifeo”.
Los actores llevaban túnicas y mantos de colores fuertes, con bordados. La túnica tenía mangas largas (lo que no era habitual) y llegaba a cubrir los pies del actor. La cintura estaba marcada muy arriba, para dar a las figuras mayor dimensión de altura y un aspecto de majestuosidad. Para esto también se usaban unos zapatos altos, los “coturnos”, con plataformas de hasta 20 cm. Los personajes secundarios no usaban estos zapatos ni las ricas vestiduras, por lo cual los protagonistas se distinguían a primera vista. Todos los actores llevaban el rostro cubierto por una máscara que traducía de manera simple el carácter de un personaje, su sexo, su condición y edad.
El público, concurría desde tempranas horas. Las mujeres podían ir a las representaciones, aunque se duda que pudieran ir a ver comedias, de tono más vulgar y grosero. El precio de la entrada era bajísimo, y era en ocasiones abonado por el mismo Estado, para ayudar a los ciudadanos más pobres a concurrir a las funciones.   

EL HÉROE TRÁGICO

No es un hombre común, es alguien que, al enfrentar a los dioses, gana una dimensión superior. Pasa de una situación feliz a una desgraciada, y su característica más saliente es que se enfrenta a su destino y busca modificarlo, sabiendo que es imposible. Para los griegos el Destino, la “Moira” es una fuerza inexorable que no pueden modificar ni los propios dioses. El héroe entonces comete un pecado de exceso, de soberbia (“Hybris”), y es castigado, aunque no siempre con la muerte: en “Edipo rey”, por ejemplo, el castigo consiste en el destierro y la ceguera voluntarios por parte del héroe, una vez que entra en posesión de la verdad con respecto a sí mismo.

ESTRUCTURA DE LA TRAGEDIA

Comienza con un Prólogo, que precede a la entrada del coro. Puede tener forma dialogada o monologada, y su finalidad es ubicar al espectador en una determinada situación: un tiempo, un lugar, una acción. El público en general ya conocía el argumento; el prólogo simplemente le informa en qué parte del mito o la leyenda se ubica. Luego viene el Párodos, que es el canto de entrada del coro, en forma de procesión. A continuación viene un Episodio, o parte dramática, donde se desarrolla la acción en el escenario. Cada obra tiene entre tres y cinco episodios y al final de cada uno hay un canto del coro, llamado Estásimo. Su texto se refiere a los sucesos presentados en los episodios, e invita a la reflexión. Episodios y Estásimos se van alternando hasta el final, en que el coro se retira, en el Éxodo.
Podemos también encontrar una estructura interna de las  obras trágicas, que comienza con una Motivación, donde se trata de lograr el interés del espectador para que se interese en la obra (generalmente coincide con el Prólogo). Luego comienza a desarrollarse el conflicto dramático, en lo que se llama Planteo. A continuación se produce un momento de intensificación del conflicto dramático, cuando se invierte la suerte del héroe: es la Peripecia. La Anagnórisis es el momento en que el héroe reconoce su derrota, lo cual es seguido por el Desenlace.
La tragedia estableció el respeto por las unidades de Acción, Tiempo y Lugar, que implicaban que la acción girara en torno a un solo tema, en un máximo de veinticuatro horas y en un mismo lugar. 

martes, 14 de marzo de 2017

"Edipo Rey" Prólogo y Eìsodio 1

EDIPO REY     PRÓLOGO
(Ante el palacio de Edipo se presenta el Sacerdote y un Coro mudo de ancianos)
EDIPO: Mis hijos, generación nacida de aquel antiguo Cadmo, ¿por qué en mi presencia os sentáis en los altares con ramos de suplicantes? La ciudad está al tiempo inundada de perfumes, de cantos de peanes, de lamentos; no quiero oír por otros mensajeros que vosotros qué significa esto; por eso estoy aquí yo, a quien todos llaman el glorioso Edipo. Mas ea, anciano, explícate, pues por tu edad debes hablar antes que estos: ¿por qué estáis aquí? ¿Por miedo o a implorar? ¡Habla, sabiendo que yo quiero ayudaros en todo, porque sería insensible si no me apiadara de una súplica cual esta!
SACERDOTE: Pues bien, Edipo, rey de mi patria, ves de qué edades tan dispares somos los que estamos sentados en tus altares: unos no tienen fuerza para un largo vuelo; otros somos sacerdotes ya torpes por la edad –yo lo soy de Zeus- ; estos otros so n los mejores de los jóvenes y la restante multitud está sentada a las plazas con sus ramos de suplicantes, tanto junto a ambos templos de la diosa Palas como junto al altar de Apolo a orillas del Ismeno, altar de cenizas augurales. Que la ciudad, como tú mismo ves, sufre el embate de un fuerte temporal y no puede levantar su cabeza del fondo de sus olas de sangre. Perece en los frutos abortados de la tierra, perece en los partos sin hijos de las mujeres; y además, el dios que lleva el fuego, la peste odiosa, azota impetuoso a la ciudad y el negro Hades atesora lamentos y gemidos. No es por creerte igual a los dioses por lo que yo y estos jóvenes estamos sentados junto a los altares, pero sí el primero de los hombres en los azares de la vida y en la conciliación de los seres celestiales, pues que viniste a la ciudad de Tebas y nos libraste del tributo que pagábamos a la dura cantora, y esto sin habernos oído nada más que los otros ni haber sido instruido en el secreto, sino que con la ayuda de un dios dice y cree que ha enderezado nuestra vida. Pues bien, también ahora, ¡oh, Edipo, glorioso más que nadie a los ojos de todos!, todos los suplicantes te imploramos que nos encuentres una ayuda, ya sea que hayas oído una voz enviada por alguno de los dioses, ya que algo sepas por noticia de los hombres. Yo sé que los consejos de los hombres expertos obtienen mejor éxito. Ea, ¿oh, el mejor de los mortales!, haz erguirse de nuevo a esta ciudad; cuídate de tu fama: porque esta tierra te llama ahora su libertador por tu celo de antaño; y haz que jamás nos acordemos de tu reinado como de un tiempo en que nos pusimos de pie y luego caímos: ¡pon en pie a esta ciudad dejándola segura! En aquella ocasión nos diste la salud con un agüero favorable: ¡sé igual ahora con nosotros! Que si ahora has de reinar de esta tierra de la que ahora eres señor , más bello es serlo estando poblada que desierta pues nada es ni una ciudad desierta ni una nave sin los hombres que la ocupan.
EDIPO: ¡Oh, hijos doloridos! Me es conocido y no desconocido aquello que buscáis; porque bien sé que sufrís todos y, sufriendo, no hay ninguno que sufra igual que yo. Vuestro dolor os llega a cada uno de por sí y a nadie más; pero mi alma llora por la ciudad, por mí y por ti a la vez. Por ello, no me habéis despertado de mi sueño; estad seguros de que he vertido muchas lágrimas y he recorrido muchos caminos en mi mente. Y el único remedio que he encontrado  después de mirar mucho, ese le he puesto: he enviado a Creonte, mi cuñado, al templo de Apolo Pítico, a que inquiera qué he de hacer o decir para salvar a esta ciudad. Al calcular el tiempo transcurrido, estoy inquieto por lo que pueda hacer, pues tarda más  del tiempo
 necesario, fuera de toda previsión. Mas cuando llegue seré yo un hombre vil si no hago todo cuanto revele el dios.
SACERDOTE: En momento oportuno lo dijiste, pues estos me señalan a Creonte que llega.
EDIPO: ¡Señor Apolo, si viniera con una noticia salvadora al igual que sus ojos resplandecen! 
SACERDOTE: A lo que se ve, viene con buenas nuevas; en otro caso no vendría así, con una corona de laurel.
EDIPO : Lo hemos de saber pronto; está a distancia para poder oír. Cuñado, hijo de Meneceo, ¿qué respuesta del dios vienes trayendo?
CREONTE: Buena; pues hasta las desdichas, si tienen un buen fin, se trocan en venturas.
EDIPO: ¿Mas cuál es la respuesta? Pues por lo que hasta ahora has dicho no estoy ni confiado ni con miedo.
CREONTE: Si deseas oírla estando éstos delante, estoy dispuesto a hablar; e igual si quieres entrar dentro.
EDIPO: Habla ante todos: pues es por ellos más que por mí mismo por quiénes tengo el duelo. 
CREONTE: Voy a decir lo que escuché del dios. El rey Febo nos ha ordenado claramente expulsar del país a la impureza que, según dice, ha arraigado en él y a no dejarla que prospere incurable
EDIPO: ¿Con qué rito? ¿Nuestra desgracia, en qué consiste?
CREONTE: Desterrando al culpable o vengando la muerte con la muerte, porque esta sangre es la que leva el temporal a la ciudad.
EDIPO: ¿Y a la muerte de qué hombre se refiere?
CREONTE: Era en tiempos, señor, Layo el rey de esta tierra, antes de gobernar tú esta ciudad.
EDIPO: Lo sé de oídas; porque jamás le he visto.
CREONTE: Ahora nos manda castigar a los culpables de su muerte.
EDIPO: ¿Y dónde están? ¿Dónde se encontrará esta oscura huella de una antigua culpa?
CREONTE: Dijo que aquí. Lo que se busca es posible encontrarlo: en cambio, aquello de que nadie se preocupa nos pasa inadvertido.
EDIPO: ¿Fue en el palacio o fue en el campo en donde Layo halló la muerte? ¿O fue en tierra extranjera?
CREONTE: Marcho a visitar Delfos, según dijo, y ya no volvió a casa una vez que partió.
EDIPO: ¿Y no lo vio algún caminante, alguien que, de enterarnos de ello, nos hubiera ayudado?
CREONTE: Han muerto, salvo uno, que huyó lleno de miedo y, fuera de una cosa, nada pudo decir a ciencia cierta de lo que vio.
EDIPO: ¿Qué cosa? Pues una sola cosa podría ser el camino para enterarnos de otras muchas si halláramos un breve comienzo de esperanza.
CREONTE: Dijo que unos bandidos, saliéndole al encuentro, lo mataron, no un hombre solo, sino una multitud.
EDIPO: ¿Y cómo el bandolero, si no se tramó algo desde aquí con ayuda de dinero, habría llegado a tanta audacia?
CREONTE: En esto se pensó; pero después que murió Layo, no hubo, en nuestro infortunio, nadie para salir en su defensa.
EDIPO: ¿Y cuál fue ese infortunio que estorbó, cuando el trono cayó de esta manera, que ello se descubriera?
CREONTE: La esfinge, la cantora de enigmas, nos forzaba a cuidarnos de lo más inmediato, dejando lo dudoso.
EDIPO: Voy a aclararlo todo desde el comienzo mismo. Febo con toda la razón, tú con razón os cuidasteis del muerto; y, como es justo, me hallaréis como aliado, defendiendo esta tierra y al dios al mismo tiempo. No es en defensa de amigos alejados, sino en la de mí mismo, como esta mancha he de limpiar. Quienquiera fuese el que a Layo dio muerte, podría quererme dar la muerte con su mano culpable. Ayudándole a él, a mí mismo me ayudo. Ea, de prisa, hijos, levantaos recogiendo esos ramos suplicantes. Que alguien reúna aquí al pueblo de Tebas, porque ningún recurso he de dejar: o seremos dichosos con la ayuda del dios, o caeremos.
SACERDOTE: Hijos míos, levantémonos, porque vinimos aquí en busca de las cosas que Edipo nos promete.  Y Febo, que ha enviado esta respuesta de su oráculo, venga cual salvador y acabe con la peste.  



EDIPO REY     Episodio 1

EDIPO.- Suplicas. Y de lo que suplicas podrías obtener remedio y alivio en tus desgracias, si quisieras acoger mis palabras cuando las oigas y prestar servicio en esta enfermedad. Y yo diré lo que sigue, como quien no tiene nada que ver con este relato ni con este hecho. Porque yo mismo no podría seguir por mucho tiempo la pista sin tener ni un rastro. Pero, como ahora he venido a ser un ciudadano entre ciudadanos, les diré a todos ustedes, cadmeos, lo siguiente: aquel de ustedes que sepa por obra de quién murió Layo, el hijo de Lábdaco, le ordeno que me lo revele todo y, si siente temor, que aleje la acusación que pesa contra sí mismo, ya que ninguna otra pena sufrirá y saldrá sano y salvo del país. Si alguien, a su vez, conoce que el autor es otro de otra tierra, que no calle. Yo le concederé la recompensa a la que se añadirá mi gratitud. Si, por el contrario, callan y alguno temiendo por un amigo o por sí mismo trata de rechazar esta orden, lo que haré con ellos deben escucharme. Prohíbo que en este país, del que yo poseo el poder y el trono, alguien acoja y dirija la palabra a este hombre, quienquiera que sea, y que se haga partícipe con él en súplicas o sacrificios a los dioses y que le permita las abluciones. Mando que todos lo expulsen, sabiendo que es una impureza para nosotros, según me lo acaba de revelar el oráculo pítico del dios. Ésta es la clase de alianza que yo tengo para con la divinidad y para el muerto. Y pido solemnemente que, el que a escondidas lo ha hecho, sea en solitario, sea en compañía de otros, desventurado, consuma su miserable vida de mala manera. E impreco para que, si llega a estar en mi propio palacio y yo tengo conocimiento de ello, padezca yo lo que acabo de desear para éstos. Y a ustedes les encargo que cumplan todas estas cosas por mí mismo, por el dios y por este país tan consumido en medio de esterilidad y desamparo de los dioses. Pues, aunque la acción que llevamos a cabo no hubiese sido promovida por un dios, no sería natural que ustedes la dejaran sin expiación, sino que deberían hacer averiguaciones por haber perecido un hombre excelente y, a la vez, rey. Ahora, cuando yo soy el que me encuentro con el poder que antes tuvo aquél, en posesión del lecho y de la mujer fecundada, igualmente, por los dos, y hubiéramos tenido en común el nacimiento de hijos comunes, si su descendencia no se hubiera malogrado -pero la adversidad se lanzó contra su cabeza-, por todo esto yo, como si mi padre fuera, lo defenderé y llegaré a todos los medios tratando de capturar al autor del asesinato para provecho del hijo de Lábdaco, descendiente de Polidoro y de su antepasado Cadmo, y del antiguo Agenor. Y pido, para los que no hagan esto, que los dioses no les hagan brotar ni cosecha alguna de la tierra ni hijos de las mujeres, sino que perezcan a causa de la desgracia en que se encuentran y aún peor que ésta. Y a ustedes, los demás Cadmeos, a quienes esto les parezca bien, que la Justicia como aliada y todos los demás dioses los asistan con buenos consejos. 
CORIFEO.- Tal como me has cogido inmerso en tu maldición, te hablaré, oh rey. Yo ni lo maté ni puedo señalar a quién lo hizo. En esta búsqueda, era propio del que nos la ha enviado, de Febo, decir quién lo ha hecho. 
EDIPO.- Con razón hablas. Pero ningún hombre podría obligar a los dioses a algo que no Sófocles, Edipo Rey quieran. 
CORIFEO.- En segundo lugar, después de eso, te podría decir lo que yo creo. 
EDIPO.- También, si hay un tercer lugar, no dejes de decirlo. 
CORO.- Sé que, más que ningún otro, el noble Tiresias ve lo mismo que el soberano Febo, y de él se podría tener un conocimiento muy exacto, si se le inquiriera, señor. 
EDIPO.- No lo he echado en descuido sin llevarlo a la práctica; pues, al decírmelo Creonte, he enviado dos mensajeros. Me extraña que no esté presente desde hace rato. 
CORIFEO.- Entonces los demás rumores son ineficaces y pasados. 
EDIPO.- ¿Cuáles son? Pues atiendo a toda clase de rumor. 
CORIFEO.- Se dijo que murió a manos de unos caminantes. 
EDIPO.- También yo lo oí. Pero nadie conoce al que lo vio. 
CORIFEO.- Si tiene un poco de miedo, no aguardará después de oír tus maldiciones. 
EDIPO.- El que no tiene temor ante los hechos tampoco tiene miedo a la palabra.  
CORIFEO.- Pero ahí está el que lo dejará al descubierto. Éstos traen ya aquí al sagrado adivino, al único de los mortales en quien la verdad es innata. 
EDIPO.- ¡Oh Tiresias, que todo lo manejas, lo que debe ser enseñado y lo que es secreto, los asuntos del cielo y los terrenales! Aunque no ves, comprendes, sin embargo, de qué mal es víctima nuestra ciudad. A ti te reconocemos como único defensor y salvador de ella, señor. Porque Febo, si es que no lo has oído a los mensajeros, contestó a nuestros embajadores que la única liberación de esta plaga nos llegaría si, después de averiguarlo correctamente, dábamos muerte a los asesinos de Layo o les hacíamos salir desterrados del país. Tú, sin rehusar ni el sonido de las aves ni ningún otro medio de adivinación, sálvate a ti mismo y a la ciudad y sálvame a mí, y líbranos de toda impureza originada por el muerto. Estamos en tus manos. Que un hombre preste servicio con los medios de que dispone y es capaz, es la más bella de las tareas. 
TIRESIAS.- ¡Ay, ay! ¡Qué terrible es tener clarividencia cuando no aprovecha al que la tiene! Yo lo sabía bien, pero lo he olvidado, de lo contrario no hubiera venido aquí. 
EDIPO.- ¿Qué pasa? ¡Qué abatido te has presentado! 
TIRESIAS.- Déjame ir a casa. Más fácilmente soportaremos tú lo tuyo y yo lo mío si me haces caso. 
EDIPO.- No hablas con justicia ni con benevolencia para la ciudad que te alimentó, si la privas de tu augurio. 
TIRESIAS.- Porque veo que tus palabras no son oportunas para ti. ¡No vaya a ser que a mí me pase lo mismo...! 
EDIPO.- No te des la vuelta, ¡por los dioses!, si sabes algo, ya que te lo pedimos todos los que estamos aquí como suplicantes. 
TIRESIAS.- Todos han perdido el juicio. Yo nunca revelaré mis desgracias, por no decir las tuyas. 
EDIPO.- ¿Qué dices? ¿Sabiéndolo no hablarás, sino que piensas traicionarnos y destruir a la ciudad? 
TIRESIAS.- Yo no quiero afligirme a mí mismo ni a ti. ¿Por qué me interrogas inútilmente? No te enterarás por mí. 
EDIPO.- ¡Oh el más malvado de los malvados, pues tú llegarías a irritar, incluso, a una roca! ¿No hablarás de una vez, sino que te vas a mostrar así de duro e inflexible? 
TIRESIAS.- Me has reprochado mi obstinación, y no ves la que igualmente hay en ti, y me censuras. 
EDIPO.- ¿Quién no se irritaría al oír razones de esta clase con las que tú estás perjudicando a nuestra ciudad? 
TIRESIAS.- Llegarán por sí mismas, aunque yo las proteja con el silencio. 
EDIPO.- Pues bien, debes manifestarme incluso lo que está por llegar. 
TIRESIAS.- No puedo hablar más. Ante esto, si quieres irrítate de la manera más violenta. 
EDIPO.- Nada de lo que estoy advirtiendo dejaré de decir, según estoy de encolerizado. Has de saber que parece que tú has ayudado a maquinar el crimen y lo has llevado a cabo en lo que no ha sido darle muerte con tus manos. Y si tuvieras vista, diría que, incluso, este acto hubiera sido obra de ti solo. 
TIRESIAS.- ¿De verdad? Y yo te insto a que permanezcas leal al edicto que has proclamado antes y a que no nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el día de hoy, en la idea de que tú eres el azote impuro de esta tierra. 
EDIPO.- ¿Con tanta desvergüenza haces esta aseveración? ¿De qué manera crees poderte escapar a ella? 
TIRESIAS.- Ya lo he hecho. Pues tengo la verdad como fuerza. 
EDIPO.- ¿Por quién has sido enseñado? Pues, desde luego, de tu arte no procede. 
TIRESIAS.- Por ti, porque me impulsaste a hablar en contra de mi voluntad. 
EDIPO.- ¿Qué palabras? Dilo, de nuevo, para que aprenda mejor. 
TIRESIAS.- ¿No has escuchado antes? ¿O es que tratas de que hable? 
EDIPO.- No como para decir que me es comprensible. Dilo de nuevo. 
TIRESIAS.- Afirmo que tú eres el asesino del hombre acerca del cual están investigando. 
EDIPO.- No dirás impunemente dos veces estos insultos. 
TIRESIAS.- En ese caso, ¿digo también otras cosas para que te irrites aún más? 
EDIPO.- Di cuanto gustes, que en vano será dicho. 
TIRESIAS.- Afirmo que tú has estado conviviendo muy vergonzosamente, sin advertirlo, con los que te son más queridos y que no te das cuenta en qué punto de desgracia estás. 
EDIPO.- ¿Crees tú, en verdad, que vas a seguir diciendo alegremente esto? 
TIRESIAS.- Sí, si es que existe alguna fuerza en la verdad. 
EDIPO.- Existe, salvo para ti. Tú no la tienes, ya que estás ciego de los oídos, de la mente y de la vista. 
TIRESIAS.- Eres digno de lástima por echarme en cara cosas que a ti no habrá nadie que no te reproche pronto. 
EDIPO.- Vives en una noche continua, de manera que ni a mí, ni a ninguno que vea la luz, podrías perjudicar nunca. 
TIRESIAS.- No quiere el destino que tú caigas por mi causa, pues para ello se basta Apolo, a quien importa llevarlo a cabo. 
EDIPO.- ¿Esta invención es de Creonte o tuya? 
TIRESIAS.- Creonte no es ningún dolor para ti, sino tú mismo. 
EDIPO.- ¡Oh riqueza, poder y saber que aventajas a cualquier otro saber en una vida llena de encontrados intereses! ¡Cuánta envidia acecha en ustedes, si, a causa de este mando que la ciudad me confió como un don -sin que yo lo pidiera-, Creonte, el que era leal, el amigo desde el principio, desea expulsarme deslizándose a escondidas, tras sobornar a semejante hechicero, maquinador y charlatán engañoso, que sólo ve en las ganancias y es ciego en su arte! Porque, ¡ea!, dime, ¿en qué fuiste tú un adivino infalible? ¿Cómo es que no dijiste alguna palabra que liberara a estos ciudadanos cuando estaba aquí la perra cantora? Y, ciertamente, el enigma no era propio de que lo discurriera cualquier persona que se presentara, sino que requería arte adivinatoria que tú no mostraste tener, ni procedente de las aves ni conocida a partir de alguno de los dioses. Y yo, Edipo, el que nada sabía, llegué y la hice callar consiguiéndolo por mi habilidad, y no por haberlo aprendido de los pájaros. A mí es a quien tú intentas echar, creyendo que estarás más cerca del trono de Creonte. Me parece que tú y el que ha urdido esto tendrán que lograr la purificación entre lamentos. Y si no te hubieses hecho valer por ser un anciano, hubieras conocido con sufrimientos qué tipo de sabiduría tienes. 
CORIFEO.- Nos parece adivinar que las palabras de éste y las tuyas, Edipo, han sido dichas a impulsos de la cólera. Pero no debemos ocuparnos en tales cosas, sino en cómo resolveremos los oráculos del dios de la mejor manera. 
TIRESIAS.- Aunque seas el rey, se me debe dar la misma oportunidad de replicarte, al menos con palabras semejantes. También yo tengo derecho a ello, ya que no vivo sometido a ti sino a Loxias, de modo que no podré ser inscrito como seguidor de Creonte, jefe de un partido. Y puesto que me has echado en cara que soy ciego, te digo: aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quiénes transcurre tu vida. ¿Acaso conoces de quiénes desciendes? Eres, sin darte cuenta, odioso para los tuyos, tanto para los de allí abajo como para los que están en la tierra, y la maldición que por dos lados te golpea, de tu madre y de tu padre, con paso terrible te arrojará, algún día, de esta tierra, y tú, que ahora ves claramente, entonces estarás en la oscuridad. ¡Qué lugar no será refugio de tus gritos!, ¡qué Citerón no los recogerá cuando te des perfecta cuenta del infausto matrimonio en el que tomaste puerto en tu propia casa después de conseguir una feliz navegación! Y no adviertes la cantidad de otros males que te igualarán a tus hijos. Después de esto, ultraja a Creonte y a mi palabra. Pues ningún mortal será aniquilado nunca de peor forma que tú. 
EDIPO.- ¿Es que es tolerable escuchar esto de ése? ¡Maldito seas! ¿No te irás cuanto antes? ¿No te irás de esta casa, volviendo por donde has venido? 
TIRESIAS.- No hubiera venido yo, si tú no me hubieras llamado. 
EDIPO.- No sabía que ibas a decir necedades. En tal caso, difícilmente te hubiera hecho venir a mi palacio. 
Tiresias.- Yo soy tal cual te parezco, necio, pero para los padres que te engendraron era juicioso. 
EDIPO.- ¿A quiénes? Aguarda. ¿Qué mortal me dio el ser? 
TIRESIAS.- Este día te engendrará y te destruirá. 
EDIPO.- ¡De qué modo enigmático y oscuro lo dices todo! 
TIRESIAS.- ¿Acaso no eres tú el más hábil por naturaleza para interpretarlo? 
EDIP0.- Échame en cara, precisamente, aquello en lo que me encuentras grande. 
TIRESIAS.- Esa fortuna, sin embargo, te hizo perecer. 
EDIPO.- Pero si salvo a esta ciudad, no me preocupa. 
TIRESIAS.- En ese caso me voy. Tú, niño, condúceme. 
EDIPO.- Que te lleve, sí, porque aquí, presente, eres un molesto obstáculo; y, una vez fuera, puede ser que no atormentes más. 

TIRESIAS.- Me voy, porque ya he dicho aquello para lo que vine, no porque tema tu rostro. Nunca me podrás perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato, buscas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo, está aquí. Se dice que es extranjero establecido aquí, pero después saldrá a la luz que es tebano por su linaje y no se complacerá de tal suerte. Ciego, cuando antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará a tierra extraña tanteando el camino con un bastón. Será manifiesto que él mismo es, a la vez, hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació y de la misma raza, así como asesino de su padre. Entra y reflexiona sobre esto. Y si me coges en mentira, di que yo ya no tengo razón en el arte adivinatorio.  


viernes, 10 de marzo de 2017

"Cordero asado", de Roald Dahl

CORDERO ASADO
La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
— ¡Hola, querido! —dijo ella.
— ¡Hola! —contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
— ¿Cansado, querido?
— Sí —respondió él—, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.
—Siéntate —dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.
—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella.
Él no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
—No —dijo él.
—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.
—No quiero —dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
—No me apetece —dijo él.
— ¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada.
—Vamos —dijo él—, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos.
Él había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
—Tengo algo que decirte.
— ¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
Él se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.
—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
Se detuvo.
—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
«Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.
—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
— ¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
— ¿Quiere carne, señora Maloney?
—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
— ¡Oh!
—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?
—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?
— ¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
— ¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?
—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda.
— ¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.
—Magnífico —dijo ella—, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
—Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.
— ¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
— ¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
— ¿Quién habla?
—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
— ¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
—Iremos en seguida —dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
— ¿Está muerto? —preguntó ella.
—Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
__ ¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.
«..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella...»
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
—No —dijo ella.
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.
—No —dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
— ¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?
—No tenemos jarrones de metal —dijo ella.
— ¿Y un atizador?
—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?
—Sí, claro. ¿Quiere whisky?
—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
— ¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
— ¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!
— ¿Quiere que vaya a apagarlo?
— ¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
—Jack Nooan —dijo.
— ¿Sí?
— ¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
— Si está en nuestras manos, señora Maloney...
—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.
—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
— ¿Quieres más, Charlie?
—No, será mejor que no lo acabemos.
—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
—Bueno, dame un poco más.
—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
—Por eso debería ser fácil de encontrar.
—Eso es lo que a mí me parece.
—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario.
Uno de ellos eructó:
—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.
Roald Dahl