martes, 15 de octubre de 2019

INFORMACIÓN GENERAL SOBRE CERVANTES Y “DON QUIJOTE”

INFORMACIÓN GENERAL SOBRE CERVANTES Y “DON QUIJOTE”

SIGLOS DE ORO ESPAÑOLES

Se conoce con este nombre a un período muy importante para España en lo artístico y literario. Abarca los siglos XVI y XVII, Renacimiento y Barroco respectivamente, época que el español de hoy recuerda a la vez con orgullo (por el esplendor artístico, por la unificación nacional) y vergüenza (por la rígida diferenciación de clases y el racismo existentes en su país por entonces).

RENACIMIENTO

Es una época en que resurgen las ideas y formas de la Antigüedad clásica, modificadas por la influencia de la Edad Media y el cristianismo. Se quiere restaurar el ideal educativo de la Antigüedad, que apuntaba a formar al hombre por igual en lo físico, moral, intelectual y artístico.
Se produce un movimiento cultural nuevo, el Humanismo, iniciado en Italia, que considera al hombre el centro del universo y dedica sus esfuerzos al estudio de las letras humanas. Adquieren gran importancia las universidades y florecen los “mecenas”, los protectores de los artistas.
La cultura renacentista es individualista, el hombre como centro del mundo. Es optimista, se piensa que el universo y la naturaleza están a disposición del ser humano, que se cree capaz de dominarlos racionalmente.
España se encuentra unificada en lo político (monarquía), en lo religioso (catolicismo) y en lo lingüístico (castellano), pero esa unidad es todavía inestable.
Pese a las riquezas obtenidas de América, los gastos de las continuas guerras llevaron a la pobreza. Los campos se van despoblando y aumentan los impuestos. Culturalmente, el panorama se va haciendo cada vez más difícil, se publican listas de libros prohibidos y se censura previamente cualquier publicación. La Iglesia y el Estado tienen un fuerte control de todos los asuntos humanos, incluyendo el arte. La literatura del Renacimiento en general busca la perfección, el orden, la claridad, sencillez, equilibrio y simetría. Es un arte para minorías, severo y exquisito.

BARROCO

No se produce una ruptura con el Renacimiento, sino una continuidad y evolución. Es un período visto como confuso, caprichoso y falto de reglas, con una actitud de angustia y decepción, por oposición a la euforia renacentista. Se vuelve a insistir en ideas medievales como la brevedad de la vida, el desengaño, una concepción negativa del mundo.
En las artes se utilizan las figuras en movimiento, con gran detallismo y expresividad, contrastes y perspectivas sorprendentes. “El arte barroco sustituye la serenidad y severidad del arte clásico por un arte acumulativo que busca impresionar los sentidos y la imaginación con estímulos poderosos e inusuales”. Apunta al entendimiento a través de imágenes brillantes y juegos de conceptos, y al sentimiento, excitando la admiración, el terror, la compasión y sorpresa del lector. Toca temas pintorescos, grotescos o monstruosos, y se caracteriza por el gusto por lo irregular, lo complicado, la exageración, los contrastes e ironías.
El XVII es un siglo de crisis, en el que España ha perdido su supremacía en el continente, las ganancias de las Indias se hacen menores, hay guerras, epidemias, decaen la agricultura, la industria y el comercio. La burguesía va perdiendo influencia, la nobleza y el clero acaparan las tierras, dejando gran parte de los campos sin cultivar. La miseria se extiende entre las clases populares, que abandonan el campo, donde la delincuencia es un fenómeno común, y buscan la supervivencia en las grandes ciudades, en las que crece de modo alarmante el número de desempleados, mendigos, pícaros y ladrones.

Miguel de Cervantes (1547-1616)

Típico hombre renacentista, su vida se dividió entre las armas y las letras. En ambas su labor fue destacada, aunque no igualmente reconocida. Participó en varias batallas, incluyendo la de Lepanto, donde perdió el uso de la mano izquierda. Fue hecho prisionero por piratas turcos, y debió estar cautivo en Argel en espera de un rescate durante cinco años. A su regreso a España se encontró en la mayor pobreza, por lo cual tuvo que desempeñar diversos oficios, hasta el de recaudador de impuestos para la Armada Invencible, que lo lleva a la cárcel en 1602 por deudas y quiebras de sus aseguradores. Tal vez fue en prisión que comenzó a escribir su obra maestra, Don Quijote.
A partir de la derrota de la Armada Invencible, en 1588, se inicia en España un sentimiento de fracaso generalizado: ya no existe la esperanza de un dominio español mayor. Las novelas de caballerías que satiriza Cervantes en el Quijote habían sido leídas por hombres que creían posible la mayor grandeza. América guardaba para ellos misterios, leyendas, aventuras, todo lo que termina en la época en que aparece esta novela. Este es un tiempo de desengaño, de choque entre la realidad presente y la soñada.
La obra de Cervantes comprende poesía lírica, narraciones y obras dramáticas. En cuanto a las novelas, escribe novelas pastoriles (“La Galatea”), caballerescas (“Don Quijote”), de aventuras (“Los trabajos de Persiles y Segismunda”) y una serie de doce novelas breves, de intención moralizante, que él llama “novelas ejemplares”.
Desde la publicación en España de la novela de caballerías “Amadís de Gaula”, los lectores comienzan a deleitarse con las historias grandiosas, aunque inverosímiles, propias de este tipo de obras. Cervantes también las leyó, pero con mirada crítica. Les critica su falta de enseñanza, que no tienen verdad histórica, que no son verosímiles, que su estilo es muy artificioso. De allí que las parodie en la obra que estudiaremos. Allí hay también personajes y situaciones propios de la novela pastoril y picaresca, si bien el autor no se burla de ellos, tal vez sintiéndolos más cercanos espiritualmente.

“EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA”

Esta obra es hoy considerada el origen de la novela moderna, obra maestra de su autor. Su primera parte apareció publicada en 1605.
Comienza con una dedicatoria al duque de Béjar, protector de Cervantes, seguida de un prólogo donde el autor, critica a ciertos escritores de su época, deseosos de mostrar su cultura. Era frecuente que las obras aparecieran acompañadas por elogios de personas importantes: Cervantes plantea que un amigo le aconsejó inventarlos, ya que no los tenía. Es por eso que a continuación hay una serie de poemas dedicados a Don Quijote, a Dulcinea, a Sancho, poemas firmados por personajes de ficción, que terminan con un diálogo en verso entre el caballo del Cid y el de Don Quijote. La narración propiamente dicha se articula en 52 capítulos, en los cuales se relatan dos salidas del personaje, una en la que va solo y otra en que es acompañado por Sancho, como escudero. Este último es el complemento perfecto para el idealismo de Don Quijote, ya que es un personaje práctico, que sólo cree lo que ve, con lo cual la percepción de la “realidad” no siempre es la misma para el caballero y el escudero. Otros, como el cura y el barbero, reaparecen en distintas partes de la novela. Además hay gran cantidad de personajes episódicos, cada uno con su historia, que complican la intriga.
En 1614, mientras Cervantes estaba escribiendo la segunda parte de la novela, aparece la continuación de la misma, firmada por Fernández de Avellaneda, seudónimo de un autor que no se dio a conocer. Es la suya una versión inferior, con un Quijote antipático y empequeñecido, sin mayor éxito. Esto motivó a Cervantes a desmentirlo reiteradas veces en su segunda parte, que aparece en 1615. Está dedicada al Conde de Lemos, otro protector, y consta de 74 capítulos. Termina con la muerte del personaje, para evitar continuaciones.
Cervantes, quien se presenta como autor del prólogo y narración de ambas partes, aparece como recopilador de distintas tradiciones. Afirma la existencia de autores que escribieron sobre el Quijote, para darle verosimilitud, y a partir del capítulo 9 dice apelar a un supuesto manuscrito árabe, de un tal Cide Hamete Benengeli, que parece agotarse en la primera parte, pero reaparece sin explicaciones en la segunda.

viernes, 27 de septiembre de 2019

Horacio Quiroga

EL DESIERTO (El desierto y otros cuentos, 1924)

         La canoa se deslizaba costeando el bosque, o lo que podía parecer bosque en aquella oscuridad. Más por instinto que por indicio alguno Subercasaux sentía su proximidad, pues las tinieblas eran un solo bloque infranqueable, que comenzaban en las manos del remero y subían hasta el cenit.
         El hombre conocía bastante bien su río, para no ignorar dónde se hallaba; pero en tal noche y bajo amenaza de lluvia, era muy distinto atracar entre tacuaras punzantes o pajonales podridos, que en su propio puertito. Y Subercasaux no iba solo en la canoa.
         La atmósfera estaba cargada a un grado asfixiante. En lado alguno a que se volviera el rostro, se hallaba un poco de aire que respirar. Y en ese momento, claras y distintas, sonaban en la canoa algunas gotas.
         Subercasaux alzó los ojos, buscando en vano en el cielo una conmoción luminosa o la fisura de un relámpago. Como en toda la tarde, no se oía tampoco ahora un solo trueno.
         Lluvia para toda la noche —pensó. Y volviéndose a sus acompañantes, que se mantenían mudos en popa:
         —Pónganse las capas —dijo brevemente—. Y sujétense bien.
         En efecto, la canoa avanzaba ahora doblando las ramas, y dos o tres veces el remo de babor se había deslizado sobre un gajo sumergido. Pero aun a trueque de romper un remo, Subercasaux no perdía contacto con la fronda, pues de apartarse cinco metros de la costa podía cruzar y recruzar toda la noche delante de su puerto, sin lograr verlo.
         Bordeando literalmente el bosque a flor de agua, el remero avanzó un rato aún. Las gotas caían ahora más densas, pero también con mayor intermitencia. Cesaban bruscamente, como si hubieran caído no se sabe de dónde. Y recomenzaban otra vez, grandes, aisladas y calientes, para cortarse de nuevo en la misma oscuridad y la misma depresión de atmósfera.
         —Sujétense bien —repitió Subercasaux a sus dos acompañantes—. Ya hemos llegado.
         En efecto, acababa de entrever la escotadura de su puerto.
         Con dos vigorosas remadas lanzó la canoa sobre la greda, y mientras sujetaba la embarcación al piquete, sus dos silenciosos acompañantes saltaban a tierra, la que a pesar de la oscuridad se distinguía bien, por hallarse cubierta de miríadas de gusanillos luminosos que hacían ondular el piso con sus fuegos rojos y verdes.
         Hasta lo alto de la barranca, que los tres viajeros treparon bajo la lluvia, por fin uniforme y maciza, la arcilla empapada fosforeció. Pero luego las tinieblas los aislaron de nuevo; y entre ellas, la búsqueda del sulky que habían dejado caído sobre las varas.
         La frase hecha: “No se ve ni las manos puestas bajo los ojos”, es exacta. Y en tales noches, el momentáneo fulgor de un fósforo no tiene otra utilidad que apretar enseguida la tiniebla mareante, hasta hacernos perder el equilibrio.
         Hallaron, sin embargo, el sulkv, mas no el caballo. Y dejando de guardia junto a una rueda a sus dos acompañantes, que, inmóviles bajo el capuchón caído, crepitaban de lluvia, Subercasaux fue espinándose hasta el fondo de la picada, donde halló a su caballo naturalmente enredado en las riendas.
         No había Subercasaux empleado mas de veinte minutos en buscar y traer al animal; pero cuando al orientarse en las cercanías del sulky con un:
         —¿Están ahí, chiquitos? —oyó.
         —Si, piapiá.
         Subercasaux se dio por primera vez cuenta exacta, en esa noche, de que los dos compañeros que había abandonado a la noche y a la lluvia eran sus dos hijos, de cinco y seis años, cuyas cabezas no alcanzaban al cubo de la rueda, y que, juntitos y chorreando esperaban tranquilos a que su padre volviera.
         Regresaban por fin a casa, contentos y charlando. Pasados los instantes de inquietud o peligro, la voz de Subercasaux era muy distinta de aquella con que hablaba a sus chiquitos cuando debía dirigirse a ellos como a hombres. Su voz había bajado dos tonos; y nadie hubiera creído allí, al oír la ternura de las voces, que quien reía entonces con las criaturas era el mismo hombre de acento duro y breve de media hora antes. Y quienes en verdad dialogaban ahora eran Subercasaux y su chica, pues el varoncito —el menor— se había dormido en las rodillas del padre.
         Subercasaux se levantaba generalmente al aclarar; y aunque lo hacía sin ruido, sabía bien que en el cuarto inmediato su chico, tan madrugador como él, hacía rato que estaba con los ojos abiertos esperando sentir a su padre para levantarse. Y comenzaba entonces la invariable fórmula de saludo matinal de uno a otro cuarto:
         —¡Buen día, piapiá!
         —¡Buen día, mi hijito querido!
         —¡Buen día, piapiacito adorado!
         —¡Buen día, corderito sin mancha!
         —¡Buen día, ratoncito sin cola!
         —¡Coaticito mío!
         —¡Piapiá tatucito!
         —¡Carita de gato!
         —¡Colita de víbora!
         Y en este pintoresco estilo, un buen rato más. Hasta que, ya vestidos, se iban a tomar café bajo las palmeras en tanto que la mujercita continuaba durmiendo como una piedra, hasta que el sol en la cara la despertaba.
         Subercasaux, con sus dos chiquitos, hechura suya en sentimientos y educación, se consideraba el padre más feliz de la tierra. Pero lo había conseguido a costa de dolores más duros de los que suelen conocer los hombres casados.
         Bruscamente, como sobrevienen las cosas que no se conciben por su aterradora injusticia, Subercasaux perdió a su mujer. Quedó de pronto solo, con dos criaturas que apenas lo conocían, y en la misma casa por él construida y por ella arreglada, donde cada clavo y cada pincelada en la pared eran un agudo recuerdo de compartida felicidad.
         Supo al día siguiente al abrir por casualidad el ropero, lo que es ver de golpe la ropa blanca de su mujer ya enterrada; y colgado, el vestido que ella no tuvo tiempo de estrenar.
         Conoció la necesidad perentoria y fatal, si se quiere seguir viviendo, de destruir hasta el último rastro del pasado, cuando quemó con los ojos fijos y secos las cartas por él escritas a su mujer, y que ella guardaba desde novia con más amor que sus trajes de ciudad. Y esa misma tarde supo, por fin, lo que es retener en los brazos, deshecho al fin de sollozos, a una criatura que pugna por desasirse para ir a jugar con el chico de la cocinera.
         Duro, terriblemente duro aquello... Pero ahora reía con sus dos cachorros que formaban con él una sola persona, dado el modo curioso como Subercasaux educaba a sus hijos.
         Las criaturas, en efecto, no temían a la oscuridad, ni a la soledad, ni a nada de lo que constituye el terror de los bebés criados entre las polleras de la madre. Más de una vez, la noche cayó sin que Subercasaux hubiera vuelto del río, y las criaturas encendieron el farol de viento a esperarlo sin inquietud. O se despertaban solos en medio de una furiosa tormenta que los enceguecía a través de los vidrios, para volverse a dormir enseguida, seguros y confiados en el regreso de papá.
         No temía a nada, sino a lo que su padre les advertía debían temer; y en primer grado, naturalmente, figuraban las víboras. Aunque libres, respirando salud y deteniéndose a mirarlo todo con sus grandes ojos de cachorros alegres, no hubieran sabido qué hacer un instante sin la compañía del padre. Pero si éste, al salir, les advertía que iba a estar tal tiempo ausente, los chicos se quedaban entonces contentos a jugar entre ellos. De igual modo, si en sus mutuas y largas andanzas por el monte o el río, Subercasaux debía alejarse minutos u horas, ellos improvisaban enseguida un juego, y lo aguardaban indefectiblemente en el mismo lugar, pagando así, con ciega y alegre obediencia, la confianza que en ellos depositaba su padre.
         Galopaban a caballo por su cuenta, y esto desde que el varoncito tenía cuatro años. Conocían perfectamente —como toda criatura libre— el alcance de sus fuerzas , y jamás lo sobrepasaban. Llegaban a veces , solos, hasta el Yabebirí, al acantilado de arenisca rosa.
         —Cerciórense bien del terreno, y siéntense después —le había dicho su padre.
         El acantilado se alza perpendicular a veinte metros de un agua profunda y umbría que refresca las grietas de su base. Allá arriba, diminutos, los chicos de Subercasaux se aproximaban tanteando las piedras con el pie. Y seguros, por fin, se sentaban a dejar jugar las sandalias sobre el abismo.
         Naturalmente, todo esto lo había conquistado Subercasaux en etapas sucesivas y con las correspondientes angustias.
         —Un día se mata un chico —decíase—. Y por el resto de mis días pasaré preguntándome si tenía razón al educarlos así.
         Sí, tenía razón. Y entre los escasos consuelos de un padre que queda solo con huérfanos, es el más grande el de poder educar a los hijos de acuerdo con una sola línea de carácter.
         Subercasaux era, pues, feliz, y las criaturas sentíanse entrañablemente ligadas a aquel hombrón que jugaba horas enteras con ellos, les enseñaba a leer en el suelo con grandes letras rojas y pesadas de minio y les cosía las rasgaduras de sus bombachas con sus tremendas manos endurecidas.
         De coser bolsas en el Chaco, cuando fue allá plantador de algodón, Subercasaux había conservado la costumbre y el gusto de coser. Cosía su ropa, la de sus chicos, las fundas del revólver, las velas de su canoa, todo con hilo de zapatero y a puntada por nudo. De modo que sus camisas podían abrirse por cualquier parte menos donde él había puesto su hilo encerado.
         En punto a juegos, las criaturas estaban acordes en reconocer en su padre a un maestro, particularmente en su modo de correr en cuatro patas, tan extraordinario que los hacía enseguida gritar de risa.
         Como, a más de sus ocupaciones fijas, Subercasaux tenía inquietudes experimentales, que cada tres meses cambiaban de rumbo, sus hijos, constantemente a su lado, conocían una porción de cosas que no es habitual conozcan las criaturas de esa edad. Habían visto —y ayudado a veces— a disecar animales, fabricar creolina, extraer caucho del monte para pegar sus impermeables; habían visto teñir las camisas de su padre de todos los colores, construir palancas de ocho mil kilos para estudiar cementos; fabricar superfosfatos, vino de naranja, secadoras de tipo Mayfarth, y tender, desde el monte al bungalow, un alambre carril suspendido a diez metros del suelo, por cuyas vagonetas los chicos bajaban volando hasta la casa.
         Por aquel tiempo había llamado la atención de Subercasaux un yacimiento o filón de arcilla blanca que la última gran bajada del Yabebirí dejara a descubierto. Del estudio de dicha arcilla había pasado a las otras del país, que cocía en sus hornos de cerámica —naturalmente, construido por él—. Y si había de buscar índices de cocción, vitrificación y demás, con muestras amorfas, prefería ensayar con cacharros, caretas y animales fantásticos, en todo lo cual sus chicos lo ayudaban con gran éxito.
         De noche, y en las tardes muy oscuras del temporal, entraba la fábrica en gran movimiento. Subercasaux encendía temprano el horno, y los ensayistas, encogidos por el frío y restregándose las manos, sentábanse a su calor a modelar.
         Pero el horno chico de Subercasaux levantaba fácilmente mil grados en dos horas, y cada vez que a este punto se abría su puerta para alimentarlo, partía del hogar albeante un verdadero golpe de fuego que quemaba las pestañas. Por lo cual los ceramistas retirábanse a un extremo del taller, hasta que el viento helado que filtraba silbando por entre las tacuaras de la pared los llevaba otra vez, con mesa y todo, a caldearse de espaldas al horno.
         Salvo las piernas desnudas de los chicos, que eran las que recibían ahora las bocanadas de fuego, todo marchaba bien. Subercasaux sentía debilidad por los cacharros prehistóricos; la nena modelaba de preferencia sombreros de fantasía, y el varoncito hacía, indefectiblemente, víboras.
         A veces, sin embargo, el ronquido monótono del horno no los animaba bastante, y recurrían entonces al gramófono, que tenía los mismos discos desde que Subercasaux se casó y que los chicos habían aporreado con toda clase de púas, clavos, tacuaras y espinas que ellos mismos aguzaban. Cada uno se encargaba por turno de administrar la máquina, lo cual consistía en cambiar automáticamente de disco sin levantar siquiera los ojos de la arcilla y reanudar enseguida el trabajo. Cuando habían pasado todos los discos, tocaba a otro el turno de repetir exactamente lo mismo. No oían ya la música, por resaberla de memoria; pero les entretenía el ruido.
         A la diez los ceramistas daban por terminada su tarea y se levantaban a proceder por primera vez al examen crítico de sus obras de arte, pues antes de haber concluido todos no se permitía el menor comentario. Y era de ver, entonces, el alborozo ante las fantasías ornamentales de la mujercita y el entusiasmo que levantaba la obstinada colección de víboras del nene. Tras lo cual Subercasaux extinguía el fuego del horno, y todos de la mano atravesaban corriendo la noche helada hasta su casa.
         Tres días después del paseo nocturno que hemos contado, Subercasaux quedó sin sirvienta; y este incidente, ligero y sin consecuencias en cualquier otra parte, modificó hasta el extremo la vida de los tres desterrados.
         En los primeros momentos de su soledad, Subercasaux había contado para criar a sus hijos con la ayuda de una excelente mujer, la misma cocinera que lloró y halló la casa demasiado sola a la muerte de su señora.
         Al mes siguiente se fue, y Subercasaux pasó todas las penas para reemplazarla con tres o cuatro hoscas muchachas arrancadas al monte y que sólo se quedaban tres días por hallar demasiado duro el carácter del patrón.
         Subercasaux, en efecto, tenía alguna culpa y lo reconocía. Hablaba con las muchachas apenas lo necesario para hacerse entender; y lo que decía tenía precisión y lógica demasiado masculinas. Al barrer aquéllas el comedor, por ejemplo, les advertía que barrieran también alrededor de cada pata de la mesa. Y esto, expresado brevemente, exasperaba y cansaba a las muchachas.
         Por el espacio de tres meses no pudo obtener siquiera una chica que le lavara los platos. Y en estos tres meses Subercasaux aprendió algo más que a bañar a sus chicos.
         Aprendió, no a cocinar, porque ya lo sabía, sino a fregar ollas con la misma arena del patio, en cuclillas y al viento helado, que le amorataba las manos. Aprendió a interrumpir a cada instante sus trabajos para correr a retirar la leche del fuego o abrir el horno humeante, y aprendió también a traer de noche tres baldes de agua del pozo —ni uno menos— para lavar su vajilla.
         Este problema de los tres baldes ineludibles constituyó una de sus pesadillas, y tardó un mes en darse cuenta de que le eran indispensables. En los primeros días, naturalmente, había aplazado la limpieza de ollas y platos, que amontonaba uno al lado de otro en el suelo, para limpiarlos todos juntos. Pero después de perder una mañana entera en cuclillas raspando cacerolas quemadas (todas se quemaban), optó por cocinar-comer-fregar, tres sucesivas cosas cuyo deleite tampoco conocen los hombres casados.
         No le quedaba, en verdad, tiempo para nada, máxime en los breves días de invierno. Subercasaux había confiado a los chicos el arreglo de las dos piezas, que ellos desempeñaban bien que mal. Pero no se sentía él mismo con ánimo suficiente para barrer el patio, tarea científica, radial, circular y exclusivamente femenina, que, a pesar de saberla Subercasaux base del bienestar en los ranchos del monte, sobrepasaba su paciencia.
         En esa suelta arena sin remover, convertida en laboratorio de cultivo por el tiempo cruzado de lluvias y sol ardiente, los piques se propagaron de tal modo que se los veía trepar por los pies descalzos de los chicos. Subercasaux, aunque siempre de stromboot, pagaba pesado tributo a los piques. Y rengo casi siempre, debía pasar una hora entera después de almorzar con los pies de su chico entre las manos, en el corredor y salpicado de lluvia o en el patio cegado por el sol. Cuando concluía con el varoncito, le tocaba el turno a sí mismo; y al incorporarse por fin, curvaturado, el nene lo llamaba porque tres nuevos piques le habían taladrado a medias la piel de los pies.
         La mujercita parecía inmune, por ventura; no había modo de que sus uñitas tentaran a los piques, de diez de los cuales siete correspondían de derecho al nene y sólo tres a su padre. Pero estos tres resultaban excesivos para un hombre cuyos pies eran el resorte de su vida montés.
         Los piques son, por lo general, más inofensivos que las víboras, las uras y los mismos barigüis. Caminan empinados por la piel, y de pronto la perforan con gran rapidez, llegan a la carne viva, donde fabrican una bolsita que llenan de huevos. Ni la extracción del pique o la nidada suelen ser molestas, ni sus heridas se echan a perder más de lo necesario. Pero de cien piques limpios hay uno que aporta una infección, y cuidado entonces con ella.
         Subercasaux no lograba reducir una que tenía en un dedo, en el insignificante meñique del pie derecho. De un agujerillo rosa había llegado a una grieta tumefacta y dolorosísima, que bordeaba la uña. Yodo, bicloruro, agua oxigenada, formol, nada había dejado de probar. Se calzaba, sin embargo, pero no salía de casa, y sus inacabables fatigas de monte se reducían ahora, en las tardes de lluvia, a lentos y taciturnos paseos alrededor del patio, cuando al entrar el sol el cielo se despejaba y el bosque, recortado a contraluz como sombra chinesca, se aproximaba en el aire purísimo hasta tocar los mismos ojos.
         Subercasaux reconocía que en otras condiciones de vida habría logrado vencer la infección, la que sólo pedía un poco de descanso. El herido dormía mal, agitado por escalofríos y vivos dolores en las altas horas. Al rayar el día, caía por fin en un sueño pesadísimo, y en ese momento hubiera dado cualquier cosa por quedar en cama hasta las ocho siquiera. Pero el nene seguía en invierno tan madrugador como en verano, y Subercasaux se levantaba achuchado a encender el primus y preparar el café. Luego el almuerzo, el restregar ollas. Y por diversión, al mediodía, la inacabable historia de los piques de su chico.
         —Esto no puede continuar así —acabó por decirse Subercasaux—. Tengo que conseguir a toda costa una muchacha.
         Pero ¿cómo? Durante sus años de casado esta terrible preocupación de la sirvienta había constituido una de sus angustias periódicas. Las muchachas llegaban y se iban, como lo hemos dicho, sin decir por qué, y esto cuando había una dueña de casa. Subercasaux abandonaba todos sus trabajos y por tres días no bajaba del caballo, galopando por las picadas desde Apariciocué a San Ignacio, tras de la más inútil muchacha que quisiera lavar los pañales. Un mediodía, por fin, Subercasaux desembocaba del monte con una aureola de tábanos en la cabeza y el pescuezo del caballo deshilado en sangre; pero triunfante. La muchacha llegaba al día siguiente en ancas de su padre, con un atado; y al mes justo se iba con el mismo atado, a pie. Y Subercasaux dejaba otra vez el machete o la azada para ir a buscar su caballo, que ya sudaba al sol sin moverse.
         Malas aventuras aquellas, que le habían dejado un amargo sabor y que debían comenzar otra vez. ¿Pero hacia dónde? Subercasaux había ya oído en sus noches de insomnio el tronido lejano del bosque, abatido por la lluvia. La primavera suele ser seca en Misiones, y muy lluvioso el invierno. Pero cuando el régimen se invierte —y de esperar en el clima de Misiones—, las nubes precipitan en tres meses un metro de agua, de los mil quinientos milímetros que deben caer en el año.
         Hallábanse ya casi sitiados. El Horqueta, que corta el camino hacia la costa del Paraná, no ofrecía entonces puente alguno y sólo daba paso en el vado carretero, donde el agua caía en espumoso rápido sobre piedras redondas y movedizas, que los caballos pisaban estremecidos. Esto, en tiempos normales; porque cuando el riacho se ponía a recoger las aguas de siete días de temporal, el vado quedaba sumergido bajo cuatro metros de agua veloz, estirada en hondas líneas que se cortaban y enroscaban de pronto en un remolino. Y los pobladores del Yabebirí, detenidos a caballo ante el pajonal inundado, miraban pasar venados muertos, que iban girando sobre sí mismos. Y así por diez o quince días.
         El Horqueta daba aún paso cuando Subercasaux se decidió a salir; pero en su estado, no se atrevía a recorrer a caballo tal distancia. Y en el fondo, hacia el arroyo del Cazador, ¿qué podía hallar?
         Recordó entonces a un muchachón que había tenido una vez, listo y trabajador como pocos, quien le había manifestado riendo, el mismo día de llegar, y mientras fregaba una sartén en el suelo, que él se quedaría un mes, porque su patrón lo necesitaba; pero ni un día más, porque ese no era un trabajo para hombres. El muchacho vivía en la boca del Yabebirí, frente a la isla del Toro; lo cual representaba un serio viaje, porque si el Yabebirí se desciende y se remonta jugando, ocho horas continuas de remo aplastan los dedos de cualquiera que ya no está en tren.
         Subercasaux se decidió, sin embargo. Y a pesar del tiempo amenazante, fue con sus chicos hasta el río, con el aire feliz de quien ve por fin el cielo abierto. Las criaturas besaban a cada instante la mano de su padre, como era hábito en ellos cuando estaban muy contentos. A pesar de sus pies y el resto, Subercasaux conservaba todo su ánimo para sus hijos; pero para éstos era cosa muy distinta atravesar con su piapiá el monte enjambrado de sorpresas y correr luego descalzos a lo largo de la costa, sobre el barro caliente y elástico del Yabebirí.
         Allí les esperaba lo ya previsto: la canoa llena de agua, que fue preciso desagotar con el achicador habitual y con los mates guardabichos que los chicos llevaban siempre en bandolera cuando iban al monte.
         La esperanza de Subercasaux era tan grande que no se inquietó lo necesario ante el aspecto equívoco del agua enturbiada, en un río que habitualmente da fondo claro a los ojos hasta dos metros.
         —Las lluvias —pensó— no se han obstinado aún con el sudeste... Tardará un día o dos en crecer.
         Prosiguieron trabajando. Metidos en el agua a ambos lados de la canoa, baldeaban de firme. Subercasaux, en un principio, no se había atrevido a quitarse las botas, que el lodo profundo retenía al punto de ocasionarle buenos dolores al arrancar el pie. Descalzóse, por fin, y con los pies libres y hundidos como cuñas en el barro pestilente, concluyó de agotar la canoa, la dio vuelta y le limpió los fondos, todo en dos horas de febril actividad.
         Listos, por fin, partieron. Durante una hora la canoa se deslizó más velozmente de lo que el remero hubiera querido. Remaba mal, apoyado en un solo pie, y el talón desnudo herido por el filo del soporte. Y asimismo avanzaba a prisa, porque el Yabebirí corría ya. Los palitos hinchados de burbujas, que comenzaban a orlear los remansos, y el bigote de las pajas atracadas en un raigón hicieron por fin comprender a Subercasaux lo que iba a pasar si demoraba un segundo en virar de proa hacia su puerto.
         Sirvienta, muchacho, ¡descanso, por fin!..., nuevas esperanzas perdidas. Remó, pues, sin perder una palada. Las cuatro horas que empleó en remontar, torturado de angustias y fatiga, un río que había descendido en una hora, bajo una atmósfera tan enrarecida que la respiración anhelaba en vano, sólo él pudo apreciarlas a fondo. Al llegar a su puerto, el agua espumosa y tibia había subido ya dos metros sobre la playa. Y por la canal bajaban a medio hundir ramas secas, cuyas puntas emergían y se hundían balanceándose.
         Los viajeros llegaron al bungalow cuando vya estaba casi oscuro, aunque eran apenas las cuatro, y a tiempo que el cielo, con un solo relámpago desde el cenit al río, descargaba por fin su inmensa provisión de agua. Cenaron enseguida y se acostaron rendidos, bajo el estruendo del cinc que el diluvio martilló toda la noche con implacable violencia.
         Al rayar el día, un hondo escalofrío despertó al dueño de casa. Hasta ese momento había dormido con pesadez de plomo. Contra lo habitual, desde que tenía el dedo herido, apenas le dolía el pie, no obstante las fatigas del día anterior. Echóse encima el impermeable tirado en el respaldo de la cama, y trató de dormir de nuevo.
         Imposible. El frío lo traspasaba. El hielo interior irradiaba hacia afuera, y todos los poros convertidos en agujas de hielo erizadas, de lo que adquiría noción al mínimo roce con su ropa. Apelotonado, recorrido a lo largo de la médula espinal por rítmicas y profundas corrientes de frío, el enfermo vio pasar las horas sin lograr calentarse. Los chicos, felizmente, dormían aún.
         —En el estado en que estoy no se hacen pavadas como la de ayer —se repetía—. Estas son las consecuencias.
         Como un sueño lejano, como una dicha de inapreciable rareza que alguna vez poseyó, se figuraba que podía quedar todo el día en cama, caliente y descansando, por fin, mientras oía en la mesa el ruido de las tazas de café con leche que la sirvienta —aquella primera gran sirvienta— servía a los chicos...
         ¡Quedar en cama hasta las diez, siquiera!... En cuatro horas pasaría la fiebre, y la misma cintura no le dolería tanto... ¿Qué necesitaba, en suma, para curarse? Un poco de descanso, nada más. Él mismo se lo había repetido diez veces...
         Y el día avanzaba, y el enfermo creía oír el feliz ruido de las tazas, entre las pulsaciones profundas de su sien de plomo. ¡Qué dicha oír aquel ruido!... Descansaría un poco, por fin...
         —¡Piapiá!
         —Mi hijo querido...
         —¡Buen día, piapiacito adorado! ¿No te levantaste todavía? Es tarde, piapiá.
         —Sí, mi vida, ya me estaba levantando...
         Y Subercasaux se vistió a prisa, echándose en cara su pereza, que lo había hecho olvidar del café de sus hijos.
         El agua había cesado, por fin, pero sin que el menor soplo de viento barriera la humedad ambiente. A mediodía la lluvia recomenzó, la lluvia tibia, calma y monótona, en que el valle del Horqueta, los sembrados y los pajonales se diluían en una brumosa y tristísima napa de agua.
         Después de almorzar, los chicos se entretuvieron en rehacer su provisión de botes de papel que habían agotado la tarde anterior... hacían cientos de ellos, que acondicionaban unos dentro de otros como cartuchos, listos para ser lanzados en la estela de la canoa, en el próximo viaje. Subercasaux aprovechó la ocasión para tirarse un rato en la cama, donde recuperó enseguida su postura de gatillo, manteniéndose inmóvil con las rodillas subidas hasta el pecho.
         De nuevo, en la sien, sentía un peso enorme que la adhería a la almohada, al punto de que ésta parecía formar parte integrante de su cabeza. ¡Qué bien estaba así! ¡Quedar uno, diez, cien días sin moverse! El murmullo monótono del agua en el cinc lo arrullaba, y en su rumor oía distintamente, hasta arrancarle una sonrisa, el tintineo de los cubiertos que la sirvienta manejaba a toda prisa en la cocina. ¡Qué sirvienta la suya!... Y oía el ruido de los platos, docenas de platos, tazas y ollas que las sirvientas —¡eran diez ahora!— raspaban y flotaban con rapidez vertiginosa. ¡Qué gozo de hallarse bien caliente, por fin, en la cama, sin ninguna, ninguna preocupación!... ¿Cuándo, en qué época anterior había él soñado estar enfermo, con una preocupación terrible?... ¡Qué zonzo había sido!... Y qué bien se está así, oyendo el ruido de centenares de tazas limpísimas...
         —¡Piapiá!
         —Chiquita...
         —¡Ya tengo hambre, piapiá!
         —Sí, chiquita; enseguida...
         Y el enfermo se fue a la lluvia a aprontar el café a sus hijos.
         Sin darse cuenta precisa de lo que había hecho esa tarde, Subercasaux vio llegar la noche con hondo deleite. Recordaba, sí, que el muchacho no había traído esa tarde la leche, y que él había mirado un largo rato su herida, sin percibir en ella nada de particular.
         Cayó en la cama sin desvestirse siquiera, y en breve tiempo la fiebre lo arrebató otra vez. El muchacho que no había llegado con la leche... ¡Qué locura!...
         Con sólo unos días de descanso, con unas horas nada más, se curaría. ¡Claro! ¡Claro!. .. Hay una justicia a pesar de todo... Y también un poquito de recompensa... para quien había querido a sus hijos como él... Pero se levantaría sano. Un hombre puede enfermarse a veces... y necesitar un poco de descanso. ¡Y cómo descansaba ahora, al arrullo de la lluvia en el cinc!... ¿Pero no habría pasado un mes ya?... Debía levantarse.
         El enfermo abrió los ojos. No veía sino tinieblas, agujereadas por puntos fulgurantes que se retraían e hinchaban alternativamente, avanzando hasta sus ojos en velocísimo vaivén.
         “Debo de tener fiebre muy alta” —se dijo el enfermo.
         Y encendió sobre el velador el farol de viento. La mecha, mojada, chisporroteó largo rato, sin que Subercasaux apartara los ojos del techo. De lejos, lejísimo, llegábale el recuerdo de una noche semejante en que él se hallaba muy, muy enfermo... ¡Qué tontería!... Se hallaba sano, porque cuando un hombre nada más que cansado tiene la dicha de oír desde la cama el tintineo vertiginoso del servicio en la cocina, es porque la madre vela por sus hijos...
         Despertóse de nuevo. Vio de reojo el farol encendido, y tras un concentrado esfuerzo de atención, recobró la conciencia de sí mismo.
         En el brazo derecho, desde el codo a la extremidad de los dedos, sentía ahora un dolor profundo. Quiso recoger el brazo y no lo consiguió. Bajó el impermeable, y vio su mano lívida, dibujada de líneas violáceas, helada, muerta. Sin cerrar los ojos, pensó un rato en lo que aquello significaba dentro de sus escalofríos y del roce de los vasos abiertos de su herida con el fango infecto del Yabebirí, y adquirió entonces, nítida y absoluta, la comprensión definitiva de que todo él también se moría —que se estaba muriendo.
         Hízose en su interior un gran silencio, como si la lluvia, los ruidos y el ritmo mismo de las cosas se hubieran retirado bruscamente al infinito. Y como si estuviera ya desprendido de sí mismo, vio a lo lejos de un país un bungalow totalmente interceptado de todo auxilio humano, donde dos criaturas, sin leche y solas, quedaban abandonadas de Dios y de los hombres, en el más inicuo y horrendo de los desamparos.
         Sus hijitos...
         Se hallaba ahora bien, perfectamente bien, descansando.
         Con un supremo esfuerzo pretendió arrancarse a aquella tortura que le hacía palpar hora tras hora, día tras día, el destino de sus adoradas criaturas. Pensaba en vano: la vida tiene fuerzas superiores que nos escapan... Dios provee...
         “¡Pero no tendrán que comer!” —gritaba tumultuosamente su corazón. Y él quedaría allí mismo muerto, asistiendo a aquel horror sin precedentes...
         Mas, a pesar de la lívida luz del día que reflejaba la pared, las tinieblas recomenzaban a absorberlo otra vez con sus vertiginosos puntos blancos, que retrocedían y volvían a latir en sus mismos ojos... ¡Sí! ¡Claro! ¡Había soñado! No debiera ser permitido soñar tales cosas... Ya se iba a levantar, descansado.
         —¡Piapiá!... ¡Piapia!... ¡Mi piapiacito querido!
         —Mi hijo...
         —¿No te vas a levantar hoy, piapiá? Es muy tarde. ¡Tenemos mucha hambre, piapiá!
         —Mi chiquito... No me voy a levantar todavía... Levántense ustedes y coman galleta... Hay dos todavía en la lata... Y vengan después.
         —¿Podemos entrar ya, piapiá?
         —No, querido mío... Después haré el café... Yo los voy a llamar.
         Oyó aún las risas y el parloteo de sus chicos que se levantaban, y después de un rumor in crescendo, un tintineo vertiginoso que irradiaba desde el centro de su cerebro e iba a golpear en ondas rítmicas contra su cráneo dolorosísimo. Y nada mas oyó.
         Abrió otra vez los ojos, y al abrirlos sintió que su cabeza caía hacia la izquierda con una facilidad que le sorprendió. No sentía ya rumor alguno. Sólo una creciente dificultad sin penurias para apreciar la distancia a que estaban los objetos... Y la boca muy abierta para respirar.
         —Chiquitos... Vengan enseguida...
         Precipitadamente, las criaturas aparecieron en la puerta entreabierta; pero ante el farol encendido y la fisonomía de su padre, avanzaron mudos y los ojos muy abiertos.
         El enfermo tuvo aún el valor de sonreír, y los chicos abrieron más los ojos ante aquella mueca.
         —Chiquitos —les dijo Subercasaux, cuando los tuvo a su lado—. Óiganme bien, chiquitos míos, porque ustedes son ya grandes y pueden comprender todo... Voy a morir, chiquitos... Pero no se aflijan... Pronto van a ser ustedes hombres, y serán buenos y honrados... Y se acordarán entonces de su piapiá... Comprendan bien, mis hijitos queridos... Dentro de un rato me moriré, y ustedes no tendrán más padre... Quedarán solitos en casa... Pero no se asusten ni tengan miedo... Y ahora, adiós, hijitos míos... Me van a dar ahora un besot . . Un beso cada uno... Pero ligero, chiquitos... Un beso... a su piapiá...
         —Pero ligero, chiquitos... Un beso...
         Las criaturas salieron sin tocar la puerta entreabierta y fueron a detenerse en su cuarto, ante la llovizna del patio. No se movían de allí. Sólo la mujercita, con una vislumbre de la extensión de lo que acababa de pasar, hacía a ratos pucheros con el brazo en la cara, mientras el nene rascaba distraído el contramarco, sin comprender.
         Ni uno ni otro se atrevían a hacer ruido.
         Pero tampoco les llegaba el menor ruido del cuarto vecino, donde desde hacía tres horas su padre, vestido y calzado bajo el impermeable, yacía muerto a la luz del farol.

lunes, 23 de septiembre de 2019

Pautas para la segunda prueba

Pautas para la segunda prueba

La propuesta para la segunda prueba implica una o dos instancias, dependiendo de la última calificación del estudiante después del escrito de Dante.
Todos los estudiantes de Artístico deben realizar la propuesta creativa, que para los de Humanistico es opcional.
Quienes tienen calificación 7 o menos deberán hacer también la prueba escrita (y en ese caso la nota de la prueba será un promedio entre ambas).

PRUEBA ESCRITA
Si la calificación es 1, 2, 3 o 4 el estudiante deberá preparar la información y el análisis de las últimas tres unidades trabajadas en clase (cada unidad implica un autor y un texto), si es 5 o 6, las dos últimas, y si es 7 (o más, en Humanístico) preparará solo la última.
Los estudiantes que tengan calificación de 8 o más no tienen que hacer la parte escrita. El día de la prueba vienen a clase y tendrán una tarea grupal para desarrollar con otros compañeros.
Cabe aclarar que esta modalidad de prueba diferenciada no busca castigar a quien hasta ahora no ha alcanzado una buena calificación sino, por el contrario, premiar a quien ha tenido un buen desempeño en el curso.

PROPUESTA CREATIVA
La propuesta es elegir un fragmento de uno de los textos que hemos dado en el curso y crear, a partir de él, una obra nueva, que puede ser: un corto, una animación, una recreación fotográfica, una representación teatral, un audiotexto u otra forma de expresión artística, previa consulta con la profesora.
Debe existir una sólida fundamentación de la propuesta desarrollada; la profesora puede interrogar a cualquier integrante del equipo respecto a sus decisiones artísticas y los por qués de las mismas.
La evaluación de esta propuesta tendrá en cuenta el conocimiento del texto demostrado, la creatividad, el esfuerzo invertido y el ajuste a la tarea solicitada.
No se aceptarán propuestas que impliquen la posibilidad de algún daño para los estudiantes o la institución (es decir, que se espera que no planteen acrobacias peligrosas, ni intervenciones sobre las paredes del liceo, ni ninguna propuesta que no pueda ser desarrollada dentro de los cauces habituales de una clase, con la formalidad propia de una evaluación académica).
Se realizará en forma individual o grupal, con un máximo de cuatro integrantes, que pueden ser de diferentes clases, si lo desean (2DA1, 2DA2, 2DH1, 2DH2). En caso de optar por una creación literaria o plástica (un cuento, un cuadro, una escultura) solo se aceptarán trabajos individuales.
El plazo para presentar esta parte de la prueba tiene como última fecha  el miércoles 23 de Octubre.
Las obras serán presentadas en clase.

Por consultas: laprofedelit@gmail.com
¡Suerte, y a sacar lo mejor de todos!

lunes, 9 de septiembre de 2019

Don Quijote: capítulo 1


El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha

Capítulo primero
Que trata de la condición y ejercicio del famoso y valiente hidalgo don Quijote de la Mancha

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de «Quijada», o «Quesada», que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba «Quijana». Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso —que eran los más del año—, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y, así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y, de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Y también cuando leía: «Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza...»
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para solo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar —que era hombre docto, graduado en Cigüenza— sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo, que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de solo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán, el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.



En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba. Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera. Es verdad que, para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza y, sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que «tantum pellis et ossa fuit», le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque —según se decía él a sí mesmo— no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí procuraba acomodársele, de manera que declarase quién había sido antes que fuese de caballero andante y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba; y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar «Rocinante», nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar «don Quijote»; de donde, como queda dicho, tomaron ocasión los autores desta tan verdadera historia que sin duda se debía de llamar «Quijada» , y no «Quesada», como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse «Amadís» a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó «Amadís de Gaula», así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse «don Quijote de la Mancha», con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él:
Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendida: «Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante»?
¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla «Dulcinea del Toboso» porque era natural del Toboso: nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.



domingo, 1 de septiembre de 2019

Información de WILLIAM SHAKESPEARE




5º año: información de WILLIAM SHAKESPEARE

Vivió en el Renacimiento, período cuyo nombre deriva del interés que se despertó por la antigüedad grecolatina y por el conocimiento científico en general. En el plano ideológico, es importante recordar que en esta época se produce el paso del teocentrismo al antropocentrismo: el interés por el hombre y sus posibilidades pasa a un primer plano.
Al igual que en el resto del mundo, las expresiones teatrales tienen un origen religioso. Durante la Edad Media las modalidades fundamentales del teatro eran MILAGROS (representaciones de la vida de los santos), MISTERIOS (historia sagrada) y MORALIDADES (representaciones de carácter alegórico que planteaban la lucha entre el bien y el mal). Hubo también INTERLUDIOS (piezas breves de carácter profano, que criticaban las costumbres de la época para divertir a su público).
Se llama TEATRO ISABELINO a la producción teatral comprendida entre la asunción de Isabel en 1559 y el cierre de los teatros dispuesto por el parlamento en 1642, cuando reinaba Carlos I. Esta época se conoce como la “era isabelina”, donde se pone fin a un período de luchas internas (dinásticas y religiosas) y de conflictos internacionales. A treinta años de su reinado Isabel había logrado robustecer el espíritu de nacionalidad, derrotando a España con la destrucción de la “armada invencible” y logrando la uniformidad religiosa. La economía y la sociedad se hallaban en plena expansión y la cultura se encontraba en su apogeo. La reina se interesó en particular por el desarrollo del arte y la cultura y con ello se produce el auge del teatro.
Este teatro se aparta de dos unidades aristotélicas (de tiempo, de espacio) y su tipo más corriente es aquel donde los personajes luchan contra acontecimientos sobre los cuales no tienen poder. A diferencia de la tragedia clásica, incluye motivos reideros que sirven para relajar la tensión del espectador. El surgimiento de un grupo de autores (entre ellos Shakespeare), llamados “ingenios universitarios” posibilitó un teatro que integrará armónicamente el drama culto y el popular.
El primer edificio teatral se construyó fuera de Londres, porque la iglesia reformada y el partido republicano condenaban al teatro como causa de corrupción y pecado. Las mujeres no podían actuar, lo cual hubiera sido muy mal visto, lo que llevó a que los papeles femeninos estuvieran a cargo de hombres, generalmente adolescentes. Las compañías estaban compuestas por unos quince actores, que a veces llegaron a constituir fuertes sociedades económicas. Estaban autorizadas a actuar con el nombre del noble que les servía de patrón y a ellas se unía a veces un escritor, como en los casos de Shakespeare y Marlowe, quienes escribían exclusivamente para su compañía, que tenía los derechos sobre sus obras.
Al principio, las representaciones se hacían en las posadas, que tenían patios centrales rodeados de galerías. El escenario se colocaba a un extremo del patio. Cuando estas funciones fueron prohibidas hubo que construir locales especiales. En 1576 se edificó en Londres “El Teatro”, al que siguieron “El Telón”, “La Rosa”y “El Globo”, que fue el más conocido, porque Shakespeare fue su copropietario.
Se actuaba al aire libre, sin escenografía pero con un lujoso vestuario. El espectador no tenía, entonces, ayudas visuales para localizar los hechos, lo que explica el rápido cambio de escenas que es característico de este teatro. La importancia residía en el texto de las obras y el peso del espectáculo en el poder de los actores para crear la ilusión.
El edificio teatral era de forma circular o hexagonal, sin techo. Uno de los lados correspondía a la escena y los otros estaban recorridos por una galería, donde se ubicaba parte del público. La escena consistía en una plataforma de poco más de un metro de alto que avanzaba sobre lo que ahora es la platea, separada de los vestuarios por una simple cortina y sin telón al frente, por lo que todos los cambios se hacían a la vista del público. Este escenario, como todo el teatro, tiene tres pisos, cada uno de ellos con un balcón central y dos ventanas a los lados, utilizados para las escenas como la del balcón en “Romeo y Julieta”. Había tres áreas de actuación: en el proscenio se realizaban las batallas, los duelos y las fiestas. En la parte trasera, en una alcoba cubierta por una cortina, se consumaban los adulterios y los fallecimientos. El balcón podía representar lo mismo la habitación de una doncella o las murallas de una fortaleza. Una trampa colocada en el suelo dejaba paso a los espectros y demonios, mientras que del techo (o cielo) descendían los seres celestiales. Como se comprende, un teatro semejante recurría constantemente a la complicidad de los espectadores.
William Shakespeare incursionó en diversas modalidades dentro del género dramático, desde la comedia a la tragedia, pasando por los dramas de carácter histórico, e insertando muchas veces momentos humorísticos o grotescos en medio de lo trágico. Como todo hombre del Renacimiento, recibió la influencia de los autores griegos y latinos, pero fue innovador en cuanto a la estructura formal de sus obras, ya que no se guió por las tres unidades que regían el teatro griego: en sus obras hay frecuentes cambios espaciales y el tiempo transcurre más allá de las 24 hs. establecidas. Hay también una alternancia de los pasajes en prosa y los pasajes en verso por lo que en muchas oportunidades se habla de ellas como “dramas poéticos”.
Atrajo a los más diversos públicos, porque daba a cada uno lo que quería ver. Tal vez una de las razones por las que hoy se sigue representando sea por lo verosímil que resultan sus personajes, con sus contradicciones, sus debilidades y virtudes. Sus obras traen mensajes universales, válidos hasta hoy, pero fueron también representativas de la atmósfera de su tiempo: la magia, lo sobrenatural, la confianza en el hombre, lo engañoso de las apariencias, son temas frecuentes.
Se discutió durante mucho tiempo si Shakespeare fue el autor de los dramas que se estrenaron e imprimieron con su nombre o si fue una pantalla para otro autor que quería permanecer en el anonimato por razones particulares. Se propusieron varios nombres al respecto, ninguno comprobable, y la cuestión quedó de lado.
Este autor no inventó todos los argumentos de sus obras, sino que estos provienen a veces de textos de otros autores, mejorados por él, así como otros derivan de la historia o de las leyendas de su país. Además de las fuentes históricas y literarias es posible señalar la influencia de temas reales, contemporáneos del escritor, que él supo dramatizar.
Para Shakespeare el hombre es la sede de las luchas entre el bien y el mal y el drama es la expresión artística de ese conflicto. La obra de teatro es concebida como el enfrentamiento entre un destino y un carácter que pretende destruir el orden. El individuo es aniquilado por la justicia eterna que le castiga y restablece el orden. Los protagonistas de sus obras son “caracteres”, concebidos con la complejidad y posibilidades de cambio propias de un ser humano, no “tipos”, que serían personajes previsibles, representantes de una pasión o virtud determinada.
El gusto por los elementos sobrenaturales que estaba en todos los espectadores isabelinos fue sabiamente explotado por el poeta. En las brujas, las hadas y fantasmas, se encarna un mundo maravilloso con presencia efectiva en el mundo humano. Era parte de las creencias de Shakespeare y sus espectadores, que frecuentemente veían quemar brujas. El mismo rey, Jacobo, había escrito un tratado sobre demonología. También aparece en las obras de este autor lo maravilloso en forma de alucinaciones, que es la manera dramática de expresar el desorden interior, la angustia o el miedo de los personajes.

martes, 20 de agosto de 2019

LA DIVINA COMEDIA (información)

LA DIVINA COMEDIA

La “Commedia” es un extenso poema escrito por Dante en lengua vulgar (es decir, no en latín), con 14.333 versos, obra maestra de la literatura italiana. Cuando hablamos de una comedia nos referimos a una obra dramática, y no parece lógico aplicar tal término a una obra que no está escrita para ser representada, sino que es un poema narrativo. El título tiene, sin embargo, su justificación porque en esa época se ponía mayor atención al contenido que a la forma para determinar la pertenencia a un género literario. La Comedia va de un comienzo agitado a un final sereno y tranquilo (del Infierno al Paraíso), y está escrita en lengua vulgar (toscano) y no en latín, como se acostumbraba. En el siglo XIV Bocaccio le agregó el calificativo “divina” por su calidad estética y su tema religioso.

La composición se ubica en los años de exilio de Dante. Se supone que el Infierno habría sido terminado alrededor de 1308, el Purgatorio hacia 1313 y el Paraíso poco antes de morir, en 1321. Narra un viaje por los tres reinos de ultratumba, tal como eran concebidos por la Iglesia de su época:. La idea de ubicar la obra en el más allá no es original de Dante: en la antigüedad grecolatina hubo autores como Homero (“La Odisea”) y Virgilio (“La Eneida”) que hacen descender a sus personajes al mundo de los muertos. En cada región el poeta habrá de encontrarse con distintos espíritus, algunos procedentes del mundo real y otros que son solo mitos.

ESTRUCTURA:
Está escrita en versos de once sílabas (endecasílabos) agrupados en estrofas de tres versos (tercetos) con rima consonante, ya que riman el primer y tercer verso de cada estrofa, mientras el segundo marca la rima para la estrofa siguiente.
Estructuralmente es de una simetría rigurosa. Está compuesta por cien cantos, número considerado perfecto. Estos cantos se distribuyen en tres grandes partes, llamadas cánticas: el Infierno, con un canto de introducción y 33 cantos, el Purgatorio, con 33 cantos, y el Paraíso, con 33 cantos. Se nota una preocupación cabalística por parte del autor, el cual insiste en varias oportunidades con el número 3 y sus múltiplos. Este número tenía gran importancia para el cristianismo, derivado de la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

LOS TRES REINOS
Para Dante, según el sistema de Tolomeo, nuestro planeta está inmóvil en el centro del mundo y a su alrededor giran las esferas celestes en las que están suspendidos el Sol, los planetas, las estrellas.
INFIERNO es la región de los condenados eternos, reina el dolor y la desesperanza, no existe posibilidad de salir y los castigos se repetirán idénticamente por siempre. Es un mundo de oscuridad, sin Sol y sin estrellas, reflejo de la condición moral del alma de los condenados. Una rica escenografía será el marco de este lugar, donde hay puertas, tumbas, murallas, castillos, ríos, lagunas, gusanos, serpientes, demonios, etc. Dante es guiado aquí y en la mayor parte del Purgatorio por Virgilio, escritor de la Antigüedad.
Dante lo concibe dividido en nueve círculos. A medida que se desciende el espacio es menor y más grave el pecado, hasta llegar al último círculo, el de los traidores, donde está Lucifer.

Las culpas se ordenan en tres grandes categorías:
a) Pecados de INCONTINENCIA: es la incapacidad de frenar los impulsos con la razón (lujuriosos, glotones, avaros, pródigos e iracundos).
b) Pecados de BESTIALIDAD (herejes y violentos).
c) Pecados de MALICIA (traidores y fraudulentos).

El pecado es mayor cuanto mayor grado de racionalidad implica, los habitantes de los primeros círculos no hicieron más que dejarse dominar por las pasiones, mientras los últimos utilizaron su capacidad intelectual para hacer el mal. Quedan excluidos de esta división aquellos que no conocieron al verdadero Dios por vivir antes de la era cristiana y los niños que murieron sin ser bautizados. Sus espíritus residen eternamente en una región llamada Limbo, donde no hay castigos pero sí una eterna melancolía por no poder aspirar al Paraíso.

El PURGATORIO es un lugar transitorio, donde las almas se purifican con la esperanza de alcanzar el Paraíso. Dante lo concibe como una montaña en una isla. En la base hay una zona rocosa de difícil acceso: el Antepurgatorio; luego viene el Purgatorio propiamente dicho, dividido en siete terrazas donde el alma se purifica de los siete pecados capitales y en la cima hay una planicie, el Paraíso terrestre. Aquí se produce el encuentro entre Dante y Beatrice, que será en adelante su guía, sustituyendo a Virgilio, que no puede entrar al Paraíso.

El PARAÍSO se compone de nueve cielos, esferas luminosas concéntricas, sobre las cuales está el cielo de Dios, las jerarquías celestiales y los bienaventurados. Es el reino del espíritu absolutamente liberado de la carne, las almas nada lamentan de lo terreno y nada ansían, pues están completas en sí mismas.

miércoles, 26 de junio de 2019

Divina Comedia 2.0



Divina Comedia 2.0

La tarea consiste en crear una narración en la que el personaje central (que está vivo) pueda recorrer en parte o en su totalidad el mundo de los muertos. Debe tener un guía, en lo posible conocido, que ya no esté en este mundo. Sería interesante saber cómo se siente el personaje, qué sitios recorre, con cuáles almas se encuentra y si llega a hablar con algunas de ellas, que le digan algo de su historia. 
Una diferencia sustancial con el viaje de Dante es que esta vez el protagonista tiene wifi, y se puede comunicar con alguien del mundo de los vivos, publicar fotos o estados, recibir comentarios, etc, utilizando cualquier red social de esta época. Estas publicaciones pueden aparecer a través de un dibujo o una captura de pantalla, porque el trabajo puede hacerse a mano o en la computadora. 
Esta tarea es individual o en grupos de hasta 3 estudiantes (que pueden ser de diferentes grupos: 2DH1, 2DH2 y 2DA2) no obligatoria, para entregar durante el mes de julio. Mínimo: una carilla, no hay máximo de extensión. Los trabajos pueden ser leídos en cualquiera de los grupos, salvo que el o los estudiantes indiquen que prefieren lo contrario. 
Por cualquier duda: laprofedelit@gmail.com.

sábado, 1 de junio de 2019

DIVINA COMEDIA: INFIERNO
CANTO I
A la mitad del viaje de nuestra vida me encontré en una selva oscura, por haberme apartado del camino recto. ¡Ah! Cuán penoso me sería decir lo salvaje, áspera y espesa que era esta selva, cuyo recuerdo renueva mi pavor, pavor tan amargo, que la muerte no lo es tanto. Pero antes de hablar del bien que allí encontré, revelaré las demás cosas que he visto. No sé decir fijamente cómo entré allí; tan adormecido estaba cuando abandoné el verdadero camino. Pero al llegar al pie de una cuesta, donde terminaba el valle que me había llenado de miedo el corazón, miré hacia arriba, y vi su cima revestida ya de los rayos del planeta que nos guía con seguridad por todos los senderos. Entonces se calmó algún tanto el miedo que había permanecido en el lago de mi corazón durante la noche que pasé con tanta angustia; y del mismo modo que aquel que, saliendo anhelante fuera del piélago, al llegar a la playa, se vuelve hacia las ondas peligrosas y las contempla, así mi espíritu, fugitivo aún, se volvió hacia atrás para mirar el lugar de que no salió nunca nadie vivo.
Después de haber dado algún reposo a mi fatigado cuerpo, continué subiendo por la solitaria playa, procurando afirmar siempre aquel de mis pies que estuviera más bajo. Al principio de la cuesta, aparecióseme una pantera ágil, de rápidos movimientos y cubierta de manchada piel. No se separaba de mi vista, sino que interceptaba de tal modo mi camino, que me volví muchas veces para retroceder. Era a tiempo que apuntaba el día, y el sol subía rodeado de aquellas estrellas que estaban con él cuando el amor divino imprimió el primer movimiento a todas las cosas bellas. Hora y estación tan dulces me daban motivo para augurar bien de aquella fiera de pintada piel. Pero no tanto que no me infundiera terror el aspecto de un león que a su vez se me apareció; figuróseme que venía contra mí, con la cabeza alta y con un hambre tan rabiosa, que hasta el aire parecía temerle. Siguió a éste una loba que, en medio de su demacración, parecía cargada de deseos; loba que ha obligado a vivir miserable a mucha gente. El fuego que despedían sus ojos me causó tal turbación, que perdí la esperanza de llegar a la cima. Y así como el que gustoso atesora y se entristece y llora con todos sus pensamientos cuando llega el momento en que sufre una pérdida, así me hizo padecer aquella inquieta fiera, que, viniendo a mi encuentro, poco a poco me repelia hacia donde el sol se calla. Mientras yo retrocedía hacia el valle, se presentó a mi vista uno, que por su prolongado silencio parecía mudo.
Cuando le vi en aquel gran desierto:
- Piedad de mí -le grité- quienquiera que seas, sombra u hombre verdadero. Respondióme:
- No soy ya hombre, pero lo he sido; mis padres fueron lombardos y ambos tuvieron a Mantua por patria. Nací sub Julio, aunque algo tarde, y vi Roma bajo el mando del buen Augusto en tiempo de los dioses falsos y engañosos. Poeta fui, y canté a aquel justo hijo de Anquises, que volvió de Troya después del incendio de
la soberbia llión. Pero, ¿por qué te entregas de nuevo a tu aflicción? ¿Por qué no asciendes al delicioso monte, que es causa y principio de todo goce?
- ¡Oh! ¿Eres tú aquel Virgilio, aquella fuente que derrama tan ancho raudal de elocuencia? -le respondí ruboroso-. ¡Ah!, ¡honor y antorcha de los demás poetas! Válganme para contigo el prolongado estudio y el grande amor con que he leído y meditado tu obra. Tú eres mi maestro y mi autor predilecto; tú sólo eres aquél de quien he imitado el bello estilo que me ha dado tanto honor. Mira esa fiera debido a la cual retrocedía; líbrame de ella, famoso sabio, porque a su aspecto se estremecen mis venas y late con precipitación mi pulso.
- Te conviene seguir otra ruta -respondió al verme llorar-, si quieres huir de este sitio salvaje; porque esa fiera que te hace prorrumpir en tales lamentaciones no deja pasar a nadie por su camino, sino que se opone a ello matando al que a tanto se atreve. Su instinto es tan malvado y cruel, que nunca ve satisfechos sus ambiciosos deseos, y después de comer tiene más hambre que antes. Muchos son los animales a quienes se une, y serán aun muchos más hasta que venga el Lebrel y la haga morir entre dolores. Éste no se alimentará de tierra ni de peltre, sino de sabiduría, de amor y de virtud, y su patria estará entre Feltro y Feltro. Será la salvación de esta humilde Italia, por quien murieron de sus heridas la virgen Camila, Euríalo y Turno y Niso. Perseguirá a la loba de ciudad en ciudad hasta que la haya arrojado en el infierno, de donde en otro tiempo la hizo salir la envidia. Ahora, por tu bien, pienso Y veo claramente que debes seguirme; yo seré tu guía, y te sacaré de aquí para llevarte a un lugar eterno, donde oirás aullidos desesperados; verás los espíritus dolientes de los antiguos condenados, que llaman a gritos a la segunda muerte; verás también a los que están contentos entre las llamas, porque esperan, cuando llegue la ocasión, tener un puesto entre los bienaventurados. Si quieres, en seguida, subir hasta ellos, te acompañará en este viaje un alma más digna que yo, te dejaré con ella cuando yo parta; pues el Emperador que reina en las alturas no quiere que por mediación mía se entre en su ciudad, porque fui rebelde a su ley. Él impera en todas partes y reina arriba; arriba está su ciudad y su alto solio: ¡Oh! ¡Feliz el elegido para su reino!
Y yo le contesté:
- Poeta, te requiero por ese Dios a quien no has conocido, que me hagas huir de este mal y de otro peor; condúceme adonde has dicho, para que yo vea la puerta de San Pedro y a los que, según dices, están tan desolados.
Entonces se puso en marcha, y yo seguí tras él.
………………………………………………………………………………………………………………………………….
CANTO III
Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor; por mí se va hacia la raza condenada; la justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo la divina potestad, la suprema sabiduría y el primer amor. Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo eterno, y yo duro eternamente. ¡Oh vosotros los
que entráis, abandonad toda esperanza!
Vi escritas estas palabras con caracteres negros en el dintel de una puerta, por lo cual exclamé:
- Maestro, el sentido de estas palabras me causa pena.
Y él, como hombre lleno de prudencia me contestó:
- Conviene abandonar aquí todo temor; conviene que aquí termine toda cobardía. Hemos llegado al lugar donde te he dicho que verías a la dolorida gente, que ha perdido el bien de la inteligencia.
Y después de haber puesto su mano en la mía con rostro alegre, que me reanimó, me introdujo en medio de las cosas secretas. Allí, bajo un cielo sin estrellas, resonaban suspiros, quejas y profundos gemidos, de suerte que al escucharlos comencé a llorar. Diversas lenguas, horribles blasfemias, palabras de dolor, acentos de ira, voces altas y roncas, acompañadas de palmadas, producían un tumulto que va rodando siempre por aquel espacio eternamente oscuro, como la arena impelida por un torbellino. Yo, que estaba horrorizado, dije:
- Maestro, ¿qué es lo que oigo, y qué gente es ésa, que parece doblegada por el dolor?
Me respondió:
- Esta miserable suerte está reservada a las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanzas ni vituperio; están confundidas entre el perverso coro de los ángeles que no fueron rebeldes ni fieles a Dios, sino que sólo vivieron para sí. El Cielo los lanzó de su seno por no ser menos hermoso, pero el profundo Infierno no quiere recibirlos por la gloria que con ello podrían reportar los demás culpables.
Y yo repuse:
- Maestro, ¿qué cruel dolor les hace lamentarse tanto?
A lo que me contestó:
- Te lo diré brevemente. Éstos no esperan morir; y su ceguedad es tanta, que se muestran envidiosos de cualquier otra suerte. El mundo no conserva ningún recuerdo suyo; la misericordia y la justicia los desdeñan: no hablemos más de ellos, míralos y pasa adelante.
Y yo, fijándome más, vi una bandera que iba ondeando tan de prisa, que parecía desdeñosa del menor reposo; tras ella venía tanta muchedumbre, que no hubiera creído que la muerte destruyera tan gran número. Después de haber reconocido a algunos, miré más fijamente, y vi la sombra de aquel que por cobardía hizo la gran renuncia. Comprendí inmediatamente y adquirí la certeza de que aquella turba era la de los ruines que se hicieron desagradables a los ojos de Dios y a los de sus enemigos. Aquellos desgraciados, que no vivieron nunca, estaban desnudos, y eran molestados sin tregua por las picaduras de las moscas y de las avispas que allí había; las cuales hacían correr por su rostro la sangre, que mezclada con sus lágrimas, era recogida a sus pies por asquerosos gusanos.
Habiendo dirigido mis miradas a otra parte, vi nuevas almas a la orilla de un gran río, por lo cual, dije:
- Maestro, dígnate manifestarme quiénes son y por qué ley parecen ésos tan prontos a atravesar el río, según puedo ver a favor de esta débil claridad.
Y él me respondió:
- Te lo diré cuando pongamos nuestros pies sobre la triste orilla del Aqueronte.
Entonces, avergonzado y con los ojos bajos, temiendo que le disgustasen mis preguntas, me abstuve de hablar hasta que llegamos al río. En aquel momento vimos un anciano cubierto de canas, que se dirigía hacia nosotros en una barquichuela, gritando:
- ¡Ay de vosotras, almas perversas! No esperéis ver nunca el Cielo. Vengo para conduciros a la otra orilla, donde reinan eternas tinieblas, en medio del calor y del frío. Y tú, alma viva, que estás aquí, aléjate de entre esas que están muertas. Pero cuando vio que yo no me movía, dijo: Llegarás a la playa por otra orilla, por otro puerto, mas no por aquí: para llevarte se necesita una barca más ligera.
Y mi guía le dijo:
- Carón, no te irrites. Así se ha dispuesto allí donde se puede todo lo que se quiere; y no preguntes más.
Entonces se aquietaron las velludas mejillas del barquero de las lívidas lagunas, que tenía círculos de llamas alrededor de sus ojos. Pero aquellas almas, que estaban desnudas y fatigadas, no bien oyeron tan terribles palabras, cambiaron de color, rechinando los dientes, blasfemando de Dios, de sus padres, de la especie humana, del sitio y del día de su nacimiento, de la prole de su prole y de su descendencia: después se retiraron todas juntas, llorando fuertemente, hacia la orilla maldita en donde se espera a todo aquel que no teme a Dios. El demonio Carón, con ojos de ascuas, haciendo una señal, las fue reuniendo, golpeando con su remo a las que se rezagaban; y así como en otoño van cayendo las hojas una tras otra, hasta que las ramas han devuelto a la tierra todos sus despojos, del mismo modo los malvados hijos de Adán se lanzaban uno a uno desde la orilla, a aquella señal, como pájaros que acuden al reclamo. De esta suerte se fueron alejando por las negras ondas, pero antes de que hubieran saltado en la orilla opuesta, se reunió otra nueva muchedumbre en la que aquéllas habían dejado.
- Hijo mío -me dijo el cortés Maestro-, los que mueren en la cólera de Dios acuden aquí de todos los países, y se apresuran a atravesar el río, espoleados de tal suerte por la justicia divina, que su temor se convierte en deseo. Por aquí no pasa nunca un alma pura; por lo cual, si Carón se irrita contra ti, ya conoces ahora el motivo de sus desdeñosas palabras.
Apenas hubo terminado, tembló tan fuertemente la sombría campiña, que el recuerdo del espanto que sentí aún me inunda la frente de sudor. De aquella tierra de lágrimas salió un viento que produjo rojizos relámpagos, haciéndome perder el sentido y caer como un hombre sorprendido por el sueño.






INFORMACIÓN SOBRE "DIVINA COMEDIA"
LA EDAD MEDIA
El estudio de la época a la cual pertenece es fundamental para acercarse a la obra de Dante Alighieri, de la que se dice que es una "síntesis del pensamiento medieval". Recordemos que la Edad Media comprende un extenso período de tiempo, de los siglos V al XV aproximadamente, y que en general ha sido vista como una época de "oscurantismo". Los últimos cinco siglos, llamados “Baja Edad Media”, suponen un renacer en todos los planos de la actividad humana. Comienzan a resurgir las ciudades y la economía se hace monetaria y mercantil; los caminos se animan y llenan de viajeros y las clases altas comienzan a ver en el lujo en el vestido, en la mesa o en la ornamentación de la casa un símbolo de poder y un disfrute de lo terrenal.
El hombre cambia su visión de la divinidad, del miedo que lo dominaba en el comienzo de la Edad Media pasa ahora a sentirse protegido por un amoroso ser superior. El culto a la virgen María pasa a un primer plano y se la ve como intermediaria ideal entre el hombre y Dios. Por otra parte, la educación se va separando del poder de la Iglesia y surgen las primeras Universidades. Poco a poco las lenguas romances se van independizando del latín.
DANTE ALIGHIERI
Nace en mayo de 1265 en un pueblito cercano a Florencia. Esta era en ese momento una ciudad dividida en dos bandos políticos llamados güelfos y gibelinos.
A los nueve años de edad Dante ve por primera vez a Beatrice de Portinari, a quien inmortalizará en su obra. De este encuentro dirá: “mi espíritu quedó tan preocupado que fue inhábil para todo, entregado por completo mi pensamiento al de la hermosa y gentil criatura”. Esta joven, que se casa con otro hombre en 1283, muere poco después, en 1290. Cinco años más tarde, Dante contrae matrimonio con Gemma Donati, con la que tendrá tres hijos, pero no olvidará sus fugaces encuentros con Beatrice, aunque estos no pasaran de un simple intercambio de saludos. Ella será la figura inmortal de “La Vita Nova” y será también la conductora de Dante en el Paraíso, en “La Divina Comedia”.
A partir de 1302 el poeta debe ir al exilio como consecuencia de su compromiso con sus ideales políticos, mientras las luchas civiles se continuaban en su ciudad natal, a la que él nunca podrá retornar. Muere en Rávena, en 1321.
LA DIVINA COMEDIA
La “Commedia” es un extenso poema escrito por Dante en lengua vulgar (es decir, no en latín), con 14.333 versos, obra maestra de la literatura italiana. Cuando hablamos de una comedia nos referimos a una obra dramática, y no parece lógico aplicar tal término a una obra que no está escrita para ser representada, sino que es un poema narrativo. El título tiene, sin embargo, su justificación porque en esa época se ponía mayor atención al contenido que a la forma para determinar la pertenencia a un género literario. La Comedia va de un comienzo agitado a un final sereno y tranquilo (del Infierno al Paraíso), y está escrita en lengua vulgar (toscano) y no en latín, como se acostumbraba. En el siglo XIV Bocaccio le agregó el calificativo “divina” por su calidad estética y su tema religioso.
La composición se ubica en los años de exilio de Dante. Se supone que el Infierno habría sido terminado alrededor de 1308, el Purgatorio hacia 1313 y el Paraíso poco antes de morir, en 1321. Narra un viaje por los tres reinos de ultratumba, tal como eran concebidos por la Iglesia de su época:. La idea de ubicar la obra en el más allá no es original de Dante: en la antigüedad grecolatina hubo autores como Homero (“La Odisea”) y Virgilio (“La Eneida”) que hacen descender a sus personajes al mundo de los muertos. En cada región el poeta habrá de encontrarse con distintos espíritus, algunos procedentes del mundo real y otros que son solo mitos.
ESTRUCTURA:
Está escrita en versos de once sílabas (endecasílabos) agrupados en estrofas de tres versos (tercetos) con rima consonante, ya que riman el primer y tercer verso de cada estrofa, mientras el segundo marca la rima para la estrofa siguiente.
Estructuralmente es de una simetría rigurosa. Está compuesta por cien cantos, número considerado perfecto. Estos cantos se distribuyen en tres grandes partes, llamadas cánticas: el Infierno, con un canto de introducción y 33 cantos, el Purgatorio, con 33 cantos, y el Paraíso, con 33 cantos. Se nota una preocupación cabalística por parte del autor, el cual insiste en varias oportunidades con el número 3 y sus múltiplos. Este número tenía gran importancia para el cristianismo, derivado de la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
LOS TRES REINOS
Para Dante, según el sistema de Tolomeo, nuestro planeta está inmóvil en el centro del mundo y a su alrededor giran las esferas celestes en las que están suspendidos el Sol, los planetas, las estrellas.
INFIERNO es la región de los condenados eternos, reina el dolor y la desesperanza, no existe posibilidad de salir y los castigos se repetirán idénticamente por siempre. Es un mundo de oscuridad, sin Sol y sin estrellas, reflejo de la condición moral del alma de los condenados. Una rica escenografía será el marco de este lugar, donde hay puertas, tumbas, murallas, castillos, ríos, lagunas, gusanos, serpientes, demonios, etc. Dante es guiado aquí y en la mayor parte del Purgatorio por Virgilio, escritor de la Antigüedad.
Dante lo concibe dividido en nueve círculos. A medida que se desciende el espacio es menor y más grave el pecado, hasta llegar al último círculo, el de los traidores, donde está Lucifer. Las culpas se ordenan en tres grandes categorías:
a) Pecados de INCONTINENCIA: es la incapacidad de frenar los impulsos con la razón (lujuriosos, glotones, avaros, pródigos e iracundos).
b) Pecados de BESTIALIDAD (herejes y violentos).
c) Pecados de MALICIA (traidores y fraudulentos).
El pecado es mayor cuanto mayor grado de racionalidad implica, los habitantes de los primeros círculos no hicieron más que dejarse dominar por las pasiones, mientras los últimos utilizaron su capacidad intelectual para hacer el mal. Quedan excluidos de esta división aquellos que no conocieron al verdadero Dios por vivir antes de la era cristiana y los niños que murieron sin ser bautizados. Sus espíritus residen eternamente en una región llamada Limbo, donde no hay castigos pero sí una eterna melancolía por no poder aspirar al Paraíso.
El PURGATORIO es un lugar transitorio, donde las almas se purifican con la esperanza de alcanzar el Paraíso. Dante lo concibe como una montaña en una isla. En la base hay una zona rocosa de difícil acceso: el Antepurgatorio; luego viene el Purgatorio propiamente dicho, dividido en siete terrazas donde el alma se purifica de los siete pecados capitales y en la cima hay una planicie, el Paraíso terrestre. Aquí se produce el encuentro entre Dante y Beatrice, que será en adelante su guía, sustituyendo a Virgilio, que no puede entrar al Paraíso.
El PARAÍSO se compone de nueve cielos, esferas luminosas concéntricas, sobre las cuales está el cielo de Dios, las jerarquías celestiales y los bienaventurados. Es el reino del espíritu absolutamente liberado de la carne, las almas nada lamentan de lo terreno y nada ansían, pues están completas en sí mismas.