martes, 14 de marzo de 2017

"Edipo Rey" Prólogo y Eìsodio 1

EDIPO REY     PRÓLOGO
(Ante el palacio de Edipo se presenta el Sacerdote y un Coro mudo de ancianos)
EDIPO: Mis hijos, generación nacida de aquel antiguo Cadmo, ¿por qué en mi presencia os sentáis en los altares con ramos de suplicantes? La ciudad está al tiempo inundada de perfumes, de cantos de peanes, de lamentos; no quiero oír por otros mensajeros que vosotros qué significa esto; por eso estoy aquí yo, a quien todos llaman el glorioso Edipo. Mas ea, anciano, explícate, pues por tu edad debes hablar antes que estos: ¿por qué estáis aquí? ¿Por miedo o a implorar? ¡Habla, sabiendo que yo quiero ayudaros en todo, porque sería insensible si no me apiadara de una súplica cual esta!
SACERDOTE: Pues bien, Edipo, rey de mi patria, ves de qué edades tan dispares somos los que estamos sentados en tus altares: unos no tienen fuerza para un largo vuelo; otros somos sacerdotes ya torpes por la edad –yo lo soy de Zeus- ; estos otros so n los mejores de los jóvenes y la restante multitud está sentada a las plazas con sus ramos de suplicantes, tanto junto a ambos templos de la diosa Palas como junto al altar de Apolo a orillas del Ismeno, altar de cenizas augurales. Que la ciudad, como tú mismo ves, sufre el embate de un fuerte temporal y no puede levantar su cabeza del fondo de sus olas de sangre. Perece en los frutos abortados de la tierra, perece en los partos sin hijos de las mujeres; y además, el dios que lleva el fuego, la peste odiosa, azota impetuoso a la ciudad y el negro Hades atesora lamentos y gemidos. No es por creerte igual a los dioses por lo que yo y estos jóvenes estamos sentados junto a los altares, pero sí el primero de los hombres en los azares de la vida y en la conciliación de los seres celestiales, pues que viniste a la ciudad de Tebas y nos libraste del tributo que pagábamos a la dura cantora, y esto sin habernos oído nada más que los otros ni haber sido instruido en el secreto, sino que con la ayuda de un dios dice y cree que ha enderezado nuestra vida. Pues bien, también ahora, ¡oh, Edipo, glorioso más que nadie a los ojos de todos!, todos los suplicantes te imploramos que nos encuentres una ayuda, ya sea que hayas oído una voz enviada por alguno de los dioses, ya que algo sepas por noticia de los hombres. Yo sé que los consejos de los hombres expertos obtienen mejor éxito. Ea, ¿oh, el mejor de los mortales!, haz erguirse de nuevo a esta ciudad; cuídate de tu fama: porque esta tierra te llama ahora su libertador por tu celo de antaño; y haz que jamás nos acordemos de tu reinado como de un tiempo en que nos pusimos de pie y luego caímos: ¡pon en pie a esta ciudad dejándola segura! En aquella ocasión nos diste la salud con un agüero favorable: ¡sé igual ahora con nosotros! Que si ahora has de reinar de esta tierra de la que ahora eres señor , más bello es serlo estando poblada que desierta pues nada es ni una ciudad desierta ni una nave sin los hombres que la ocupan.
EDIPO: ¡Oh, hijos doloridos! Me es conocido y no desconocido aquello que buscáis; porque bien sé que sufrís todos y, sufriendo, no hay ninguno que sufra igual que yo. Vuestro dolor os llega a cada uno de por sí y a nadie más; pero mi alma llora por la ciudad, por mí y por ti a la vez. Por ello, no me habéis despertado de mi sueño; estad seguros de que he vertido muchas lágrimas y he recorrido muchos caminos en mi mente. Y el único remedio que he encontrado  después de mirar mucho, ese le he puesto: he enviado a Creonte, mi cuñado, al templo de Apolo Pítico, a que inquiera qué he de hacer o decir para salvar a esta ciudad. Al calcular el tiempo transcurrido, estoy inquieto por lo que pueda hacer, pues tarda más  del tiempo
 necesario, fuera de toda previsión. Mas cuando llegue seré yo un hombre vil si no hago todo cuanto revele el dios.
SACERDOTE: En momento oportuno lo dijiste, pues estos me señalan a Creonte que llega.
EDIPO: ¡Señor Apolo, si viniera con una noticia salvadora al igual que sus ojos resplandecen! 
SACERDOTE: A lo que se ve, viene con buenas nuevas; en otro caso no vendría así, con una corona de laurel.
EDIPO : Lo hemos de saber pronto; está a distancia para poder oír. Cuñado, hijo de Meneceo, ¿qué respuesta del dios vienes trayendo?
CREONTE: Buena; pues hasta las desdichas, si tienen un buen fin, se trocan en venturas.
EDIPO: ¿Mas cuál es la respuesta? Pues por lo que hasta ahora has dicho no estoy ni confiado ni con miedo.
CREONTE: Si deseas oírla estando éstos delante, estoy dispuesto a hablar; e igual si quieres entrar dentro.
EDIPO: Habla ante todos: pues es por ellos más que por mí mismo por quiénes tengo el duelo. 
CREONTE: Voy a decir lo que escuché del dios. El rey Febo nos ha ordenado claramente expulsar del país a la impureza que, según dice, ha arraigado en él y a no dejarla que prospere incurable
EDIPO: ¿Con qué rito? ¿Nuestra desgracia, en qué consiste?
CREONTE: Desterrando al culpable o vengando la muerte con la muerte, porque esta sangre es la que leva el temporal a la ciudad.
EDIPO: ¿Y a la muerte de qué hombre se refiere?
CREONTE: Era en tiempos, señor, Layo el rey de esta tierra, antes de gobernar tú esta ciudad.
EDIPO: Lo sé de oídas; porque jamás le he visto.
CREONTE: Ahora nos manda castigar a los culpables de su muerte.
EDIPO: ¿Y dónde están? ¿Dónde se encontrará esta oscura huella de una antigua culpa?
CREONTE: Dijo que aquí. Lo que se busca es posible encontrarlo: en cambio, aquello de que nadie se preocupa nos pasa inadvertido.
EDIPO: ¿Fue en el palacio o fue en el campo en donde Layo halló la muerte? ¿O fue en tierra extranjera?
CREONTE: Marcho a visitar Delfos, según dijo, y ya no volvió a casa una vez que partió.
EDIPO: ¿Y no lo vio algún caminante, alguien que, de enterarnos de ello, nos hubiera ayudado?
CREONTE: Han muerto, salvo uno, que huyó lleno de miedo y, fuera de una cosa, nada pudo decir a ciencia cierta de lo que vio.
EDIPO: ¿Qué cosa? Pues una sola cosa podría ser el camino para enterarnos de otras muchas si halláramos un breve comienzo de esperanza.
CREONTE: Dijo que unos bandidos, saliéndole al encuentro, lo mataron, no un hombre solo, sino una multitud.
EDIPO: ¿Y cómo el bandolero, si no se tramó algo desde aquí con ayuda de dinero, habría llegado a tanta audacia?
CREONTE: En esto se pensó; pero después que murió Layo, no hubo, en nuestro infortunio, nadie para salir en su defensa.
EDIPO: ¿Y cuál fue ese infortunio que estorbó, cuando el trono cayó de esta manera, que ello se descubriera?
CREONTE: La esfinge, la cantora de enigmas, nos forzaba a cuidarnos de lo más inmediato, dejando lo dudoso.
EDIPO: Voy a aclararlo todo desde el comienzo mismo. Febo con toda la razón, tú con razón os cuidasteis del muerto; y, como es justo, me hallaréis como aliado, defendiendo esta tierra y al dios al mismo tiempo. No es en defensa de amigos alejados, sino en la de mí mismo, como esta mancha he de limpiar. Quienquiera fuese el que a Layo dio muerte, podría quererme dar la muerte con su mano culpable. Ayudándole a él, a mí mismo me ayudo. Ea, de prisa, hijos, levantaos recogiendo esos ramos suplicantes. Que alguien reúna aquí al pueblo de Tebas, porque ningún recurso he de dejar: o seremos dichosos con la ayuda del dios, o caeremos.
SACERDOTE: Hijos míos, levantémonos, porque vinimos aquí en busca de las cosas que Edipo nos promete.  Y Febo, que ha enviado esta respuesta de su oráculo, venga cual salvador y acabe con la peste.  



EDIPO REY     Episodio 1

EDIPO.- Suplicas. Y de lo que suplicas podrías obtener remedio y alivio en tus desgracias, si quisieras acoger mis palabras cuando las oigas y prestar servicio en esta enfermedad. Y yo diré lo que sigue, como quien no tiene nada que ver con este relato ni con este hecho. Porque yo mismo no podría seguir por mucho tiempo la pista sin tener ni un rastro. Pero, como ahora he venido a ser un ciudadano entre ciudadanos, les diré a todos ustedes, cadmeos, lo siguiente: aquel de ustedes que sepa por obra de quién murió Layo, el hijo de Lábdaco, le ordeno que me lo revele todo y, si siente temor, que aleje la acusación que pesa contra sí mismo, ya que ninguna otra pena sufrirá y saldrá sano y salvo del país. Si alguien, a su vez, conoce que el autor es otro de otra tierra, que no calle. Yo le concederé la recompensa a la que se añadirá mi gratitud. Si, por el contrario, callan y alguno temiendo por un amigo o por sí mismo trata de rechazar esta orden, lo que haré con ellos deben escucharme. Prohíbo que en este país, del que yo poseo el poder y el trono, alguien acoja y dirija la palabra a este hombre, quienquiera que sea, y que se haga partícipe con él en súplicas o sacrificios a los dioses y que le permita las abluciones. Mando que todos lo expulsen, sabiendo que es una impureza para nosotros, según me lo acaba de revelar el oráculo pítico del dios. Ésta es la clase de alianza que yo tengo para con la divinidad y para el muerto. Y pido solemnemente que, el que a escondidas lo ha hecho, sea en solitario, sea en compañía de otros, desventurado, consuma su miserable vida de mala manera. E impreco para que, si llega a estar en mi propio palacio y yo tengo conocimiento de ello, padezca yo lo que acabo de desear para éstos. Y a ustedes les encargo que cumplan todas estas cosas por mí mismo, por el dios y por este país tan consumido en medio de esterilidad y desamparo de los dioses. Pues, aunque la acción que llevamos a cabo no hubiese sido promovida por un dios, no sería natural que ustedes la dejaran sin expiación, sino que deberían hacer averiguaciones por haber perecido un hombre excelente y, a la vez, rey. Ahora, cuando yo soy el que me encuentro con el poder que antes tuvo aquél, en posesión del lecho y de la mujer fecundada, igualmente, por los dos, y hubiéramos tenido en común el nacimiento de hijos comunes, si su descendencia no se hubiera malogrado -pero la adversidad se lanzó contra su cabeza-, por todo esto yo, como si mi padre fuera, lo defenderé y llegaré a todos los medios tratando de capturar al autor del asesinato para provecho del hijo de Lábdaco, descendiente de Polidoro y de su antepasado Cadmo, y del antiguo Agenor. Y pido, para los que no hagan esto, que los dioses no les hagan brotar ni cosecha alguna de la tierra ni hijos de las mujeres, sino que perezcan a causa de la desgracia en que se encuentran y aún peor que ésta. Y a ustedes, los demás Cadmeos, a quienes esto les parezca bien, que la Justicia como aliada y todos los demás dioses los asistan con buenos consejos. 
CORIFEO.- Tal como me has cogido inmerso en tu maldición, te hablaré, oh rey. Yo ni lo maté ni puedo señalar a quién lo hizo. En esta búsqueda, era propio del que nos la ha enviado, de Febo, decir quién lo ha hecho. 
EDIPO.- Con razón hablas. Pero ningún hombre podría obligar a los dioses a algo que no Sófocles, Edipo Rey quieran. 
CORIFEO.- En segundo lugar, después de eso, te podría decir lo que yo creo. 
EDIPO.- También, si hay un tercer lugar, no dejes de decirlo. 
CORO.- Sé que, más que ningún otro, el noble Tiresias ve lo mismo que el soberano Febo, y de él se podría tener un conocimiento muy exacto, si se le inquiriera, señor. 
EDIPO.- No lo he echado en descuido sin llevarlo a la práctica; pues, al decírmelo Creonte, he enviado dos mensajeros. Me extraña que no esté presente desde hace rato. 
CORIFEO.- Entonces los demás rumores son ineficaces y pasados. 
EDIPO.- ¿Cuáles son? Pues atiendo a toda clase de rumor. 
CORIFEO.- Se dijo que murió a manos de unos caminantes. 
EDIPO.- También yo lo oí. Pero nadie conoce al que lo vio. 
CORIFEO.- Si tiene un poco de miedo, no aguardará después de oír tus maldiciones. 
EDIPO.- El que no tiene temor ante los hechos tampoco tiene miedo a la palabra.  
CORIFEO.- Pero ahí está el que lo dejará al descubierto. Éstos traen ya aquí al sagrado adivino, al único de los mortales en quien la verdad es innata. 
EDIPO.- ¡Oh Tiresias, que todo lo manejas, lo que debe ser enseñado y lo que es secreto, los asuntos del cielo y los terrenales! Aunque no ves, comprendes, sin embargo, de qué mal es víctima nuestra ciudad. A ti te reconocemos como único defensor y salvador de ella, señor. Porque Febo, si es que no lo has oído a los mensajeros, contestó a nuestros embajadores que la única liberación de esta plaga nos llegaría si, después de averiguarlo correctamente, dábamos muerte a los asesinos de Layo o les hacíamos salir desterrados del país. Tú, sin rehusar ni el sonido de las aves ni ningún otro medio de adivinación, sálvate a ti mismo y a la ciudad y sálvame a mí, y líbranos de toda impureza originada por el muerto. Estamos en tus manos. Que un hombre preste servicio con los medios de que dispone y es capaz, es la más bella de las tareas. 
TIRESIAS.- ¡Ay, ay! ¡Qué terrible es tener clarividencia cuando no aprovecha al que la tiene! Yo lo sabía bien, pero lo he olvidado, de lo contrario no hubiera venido aquí. 
EDIPO.- ¿Qué pasa? ¡Qué abatido te has presentado! 
TIRESIAS.- Déjame ir a casa. Más fácilmente soportaremos tú lo tuyo y yo lo mío si me haces caso. 
EDIPO.- No hablas con justicia ni con benevolencia para la ciudad que te alimentó, si la privas de tu augurio. 
TIRESIAS.- Porque veo que tus palabras no son oportunas para ti. ¡No vaya a ser que a mí me pase lo mismo...! 
EDIPO.- No te des la vuelta, ¡por los dioses!, si sabes algo, ya que te lo pedimos todos los que estamos aquí como suplicantes. 
TIRESIAS.- Todos han perdido el juicio. Yo nunca revelaré mis desgracias, por no decir las tuyas. 
EDIPO.- ¿Qué dices? ¿Sabiéndolo no hablarás, sino que piensas traicionarnos y destruir a la ciudad? 
TIRESIAS.- Yo no quiero afligirme a mí mismo ni a ti. ¿Por qué me interrogas inútilmente? No te enterarás por mí. 
EDIPO.- ¡Oh el más malvado de los malvados, pues tú llegarías a irritar, incluso, a una roca! ¿No hablarás de una vez, sino que te vas a mostrar así de duro e inflexible? 
TIRESIAS.- Me has reprochado mi obstinación, y no ves la que igualmente hay en ti, y me censuras. 
EDIPO.- ¿Quién no se irritaría al oír razones de esta clase con las que tú estás perjudicando a nuestra ciudad? 
TIRESIAS.- Llegarán por sí mismas, aunque yo las proteja con el silencio. 
EDIPO.- Pues bien, debes manifestarme incluso lo que está por llegar. 
TIRESIAS.- No puedo hablar más. Ante esto, si quieres irrítate de la manera más violenta. 
EDIPO.- Nada de lo que estoy advirtiendo dejaré de decir, según estoy de encolerizado. Has de saber que parece que tú has ayudado a maquinar el crimen y lo has llevado a cabo en lo que no ha sido darle muerte con tus manos. Y si tuvieras vista, diría que, incluso, este acto hubiera sido obra de ti solo. 
TIRESIAS.- ¿De verdad? Y yo te insto a que permanezcas leal al edicto que has proclamado antes y a que no nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el día de hoy, en la idea de que tú eres el azote impuro de esta tierra. 
EDIPO.- ¿Con tanta desvergüenza haces esta aseveración? ¿De qué manera crees poderte escapar a ella? 
TIRESIAS.- Ya lo he hecho. Pues tengo la verdad como fuerza. 
EDIPO.- ¿Por quién has sido enseñado? Pues, desde luego, de tu arte no procede. 
TIRESIAS.- Por ti, porque me impulsaste a hablar en contra de mi voluntad. 
EDIPO.- ¿Qué palabras? Dilo, de nuevo, para que aprenda mejor. 
TIRESIAS.- ¿No has escuchado antes? ¿O es que tratas de que hable? 
EDIPO.- No como para decir que me es comprensible. Dilo de nuevo. 
TIRESIAS.- Afirmo que tú eres el asesino del hombre acerca del cual están investigando. 
EDIPO.- No dirás impunemente dos veces estos insultos. 
TIRESIAS.- En ese caso, ¿digo también otras cosas para que te irrites aún más? 
EDIPO.- Di cuanto gustes, que en vano será dicho. 
TIRESIAS.- Afirmo que tú has estado conviviendo muy vergonzosamente, sin advertirlo, con los que te son más queridos y que no te das cuenta en qué punto de desgracia estás. 
EDIPO.- ¿Crees tú, en verdad, que vas a seguir diciendo alegremente esto? 
TIRESIAS.- Sí, si es que existe alguna fuerza en la verdad. 
EDIPO.- Existe, salvo para ti. Tú no la tienes, ya que estás ciego de los oídos, de la mente y de la vista. 
TIRESIAS.- Eres digno de lástima por echarme en cara cosas que a ti no habrá nadie que no te reproche pronto. 
EDIPO.- Vives en una noche continua, de manera que ni a mí, ni a ninguno que vea la luz, podrías perjudicar nunca. 
TIRESIAS.- No quiere el destino que tú caigas por mi causa, pues para ello se basta Apolo, a quien importa llevarlo a cabo. 
EDIPO.- ¿Esta invención es de Creonte o tuya? 
TIRESIAS.- Creonte no es ningún dolor para ti, sino tú mismo. 
EDIPO.- ¡Oh riqueza, poder y saber que aventajas a cualquier otro saber en una vida llena de encontrados intereses! ¡Cuánta envidia acecha en ustedes, si, a causa de este mando que la ciudad me confió como un don -sin que yo lo pidiera-, Creonte, el que era leal, el amigo desde el principio, desea expulsarme deslizándose a escondidas, tras sobornar a semejante hechicero, maquinador y charlatán engañoso, que sólo ve en las ganancias y es ciego en su arte! Porque, ¡ea!, dime, ¿en qué fuiste tú un adivino infalible? ¿Cómo es que no dijiste alguna palabra que liberara a estos ciudadanos cuando estaba aquí la perra cantora? Y, ciertamente, el enigma no era propio de que lo discurriera cualquier persona que se presentara, sino que requería arte adivinatoria que tú no mostraste tener, ni procedente de las aves ni conocida a partir de alguno de los dioses. Y yo, Edipo, el que nada sabía, llegué y la hice callar consiguiéndolo por mi habilidad, y no por haberlo aprendido de los pájaros. A mí es a quien tú intentas echar, creyendo que estarás más cerca del trono de Creonte. Me parece que tú y el que ha urdido esto tendrán que lograr la purificación entre lamentos. Y si no te hubieses hecho valer por ser un anciano, hubieras conocido con sufrimientos qué tipo de sabiduría tienes. 
CORIFEO.- Nos parece adivinar que las palabras de éste y las tuyas, Edipo, han sido dichas a impulsos de la cólera. Pero no debemos ocuparnos en tales cosas, sino en cómo resolveremos los oráculos del dios de la mejor manera. 
TIRESIAS.- Aunque seas el rey, se me debe dar la misma oportunidad de replicarte, al menos con palabras semejantes. También yo tengo derecho a ello, ya que no vivo sometido a ti sino a Loxias, de modo que no podré ser inscrito como seguidor de Creonte, jefe de un partido. Y puesto que me has echado en cara que soy ciego, te digo: aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quiénes transcurre tu vida. ¿Acaso conoces de quiénes desciendes? Eres, sin darte cuenta, odioso para los tuyos, tanto para los de allí abajo como para los que están en la tierra, y la maldición que por dos lados te golpea, de tu madre y de tu padre, con paso terrible te arrojará, algún día, de esta tierra, y tú, que ahora ves claramente, entonces estarás en la oscuridad. ¡Qué lugar no será refugio de tus gritos!, ¡qué Citerón no los recogerá cuando te des perfecta cuenta del infausto matrimonio en el que tomaste puerto en tu propia casa después de conseguir una feliz navegación! Y no adviertes la cantidad de otros males que te igualarán a tus hijos. Después de esto, ultraja a Creonte y a mi palabra. Pues ningún mortal será aniquilado nunca de peor forma que tú. 
EDIPO.- ¿Es que es tolerable escuchar esto de ése? ¡Maldito seas! ¿No te irás cuanto antes? ¿No te irás de esta casa, volviendo por donde has venido? 
TIRESIAS.- No hubiera venido yo, si tú no me hubieras llamado. 
EDIPO.- No sabía que ibas a decir necedades. En tal caso, difícilmente te hubiera hecho venir a mi palacio. 
Tiresias.- Yo soy tal cual te parezco, necio, pero para los padres que te engendraron era juicioso. 
EDIPO.- ¿A quiénes? Aguarda. ¿Qué mortal me dio el ser? 
TIRESIAS.- Este día te engendrará y te destruirá. 
EDIPO.- ¡De qué modo enigmático y oscuro lo dices todo! 
TIRESIAS.- ¿Acaso no eres tú el más hábil por naturaleza para interpretarlo? 
EDIP0.- Échame en cara, precisamente, aquello en lo que me encuentras grande. 
TIRESIAS.- Esa fortuna, sin embargo, te hizo perecer. 
EDIPO.- Pero si salvo a esta ciudad, no me preocupa. 
TIRESIAS.- En ese caso me voy. Tú, niño, condúceme. 
EDIPO.- Que te lleve, sí, porque aquí, presente, eres un molesto obstáculo; y, una vez fuera, puede ser que no atormentes más. 

TIRESIAS.- Me voy, porque ya he dicho aquello para lo que vine, no porque tema tu rostro. Nunca me podrás perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato, buscas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo, está aquí. Se dice que es extranjero establecido aquí, pero después saldrá a la luz que es tebano por su linaje y no se complacerá de tal suerte. Ciego, cuando antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará a tierra extraña tanteando el camino con un bastón. Será manifiesto que él mismo es, a la vez, hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació y de la misma raza, así como asesino de su padre. Entra y reflexiona sobre esto. Y si me coges en mentira, di que yo ya no tengo razón en el arte adivinatorio.  


No hay comentarios:

Publicar un comentario