(recordemos: mujer obsesionada con la puntualidad, con un
tic nervioso cuando se ponía ansiosa, marido que parecía torturarla a propósito
con esto aunque nunca quedaba claro, ella a punto de irse por seis semanas con
su hija y él se iba a vivir a un club por ese tiempo, casa ya con todo guardado, sin
sirvientes, hombre que vuelve a entrar a la casa pretextando haber olvidado
allí un objeto que ella encontró de pronto en el asiento del auto…)
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Salió presurosa del coche y presurosa subió la escalinata,
la llave en una mano. Introdujo aquélla en la cerradura y, a punto de darle
vuelta, se detuvo. Irguió la cabeza y así se quedó, totalmente inmóvil, toda
ella suspendida justo en mitad de aquel precipitado acto de abrir y entrar, y
esperó. Esperó cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez segundos. Viéndola
plantada allí, la cabeza muy derecha, el cuerpo tan tenso, se hubiera dicho que
acechaba la repetición de algún ruido percibido antes y procedente de un lejano
lugar de la casa.
Sí: era indudable que estaba a la escucha. Toda su actitud
era de escuchar. Parecía, incluso, que acercase más y más a la puerta la oreja.
Pegada ésta ya a la madera, durante unos segundos siguió en aquella postura: la
cabeza alta, el oído atento, la mano en la llave, a punto de abrir, pero sin
hacerlo, intentado en cambio, o eso parecía, captar y analizar los sonidos que
le llegaban, vagos, de aquel lejano lugar de la casa.
Luego, de golpe, como movida por un resorte, volvió a cobrar
vida. Retirada la llave de la cerradura, descendió los peldaños a la carrera.
—¡Es demasiado tarde!—gritó al chofer—. No puedo esperarle.
Imposible. Perdería el avión. ¡De prisa, de prisa, chofer! ¡Al aeropuerto!
Es posible que, de haberla observado con atención, el chofer
hubiese advertido que, la cara totalmente blanca, toda su expresión había
cambiado de repente. Exentos ahora de aquel aire un tanto blando y bobo, sus
rasgos habían cobrado una singular dureza. Su pequeña boca, de ordinario tan
floja, se veía prieta y afilada; los ojos le fulgían; y la voz cuando habló,
tenía un nuevo tono, de autoridad—.
—¡Dése prisa, dése usted prisa!
—¿No marcha su marido con usted?—preguntó el hombre,
atónito.
—¡Desde luego que no! Sólo iba a dejarlo en el club. Pero no
importa. El lo comprenderá. Tomará un taxi. Pero no se me quede ahí, hablando,
hombre de Dios. ¡En marcha! ¡Tengo que alcanzar el avión a París!
Acuciado por la señora Foster desde el asiento trasero, el
hombre condujo de prisa todo el camino y ella consiguió tomar el avión con
algunos minutos de margen. Al poco, sobrevolaba muy alto el Atlántico,
cómodamente retrepada en su asiento, atenta al zumbido de los motores, y
camino, por fin, de París. Imbuida aún de su nuevo talante, sentíase
curiosamente fuerte y, en cierta extraña manera, maravillosamente. Todo aquello
la tenía un poco jadeante; pero eso era debido, más que nada, al pasmo que le
inspiraba lo que había hecho; y, conforme el avión fue alejándose más y más de
Nueva York y su Calle Sesenta y Dos Este, una gran serenidad comenzó a
invadirla. Para su llegada a París, se sentía tan sosegada y entera como
pudiese desear.
Conoció a sus nietos, que en persona eran aún más adorables
que en las fotografías. De puro hermosos, se dijo, parecían ángeles.
Diariamente los llevó a pasear, les ofreció pasteles, les compró regalos y
relató cuentos maravillosos.
Una vez por semana, los jueves, escribía a su marido una
carta simpática, parlanchina, repleta de noticias y chismes, que
invariablemente terminaba con el recordatorio de: «Y no olvides comer a tus
horas, cariño, aunque me temo que, no estando yo presente, es fácil que dejes
de hacerlo.»
Expiradas las seis semanas, todos veían con tristeza que
hubiese de volver a América, y a su esposo. Todos, es decir, excepto ella
misma, que no parecía, por sorprendente que ello fuera, tan contrariada como
hubiera cabido esperar. Y, según se despedía de unos y otros con besos, tanto
en su actitud como en sus palabras, parecía apuntar la posibilidad de un
regreso no distante.
Con todo, y haciendo honor a su condición de esposa fiel, no
se excedió en su ausencia. A las seis semanas justas de su llegada, y tras
haber cablegrafiado a su esposo, tomó el avión a Nueva York.
A su llegada a Idlewild, la señora Foster advirtió con
interés que no había ningún coche esperándola. Es posible que eso incluso la
divirtiera un poco. Pero, sosegada en extremo, no se excedió en la propina al
mozo que le había conseguido un taxi tras llevarle el equipaje.
En Nueva York hacía más frío que en París y las bocas de las
alcantarillas mostraban pegotes de nieve sucia. Cuando el taxi se detuvo ante
la casa de la Calle Sesenta y Dos, la señora Foster consiguió del chofer que le
subiese los dos maletones a lo alto de la escalinata. Después de pagarle, llamó
al timbre. Esperó, pero no hubo respuesta. Sólo por cerciorarse, volvió a
llamar. Oyó el agudo tintineo que sonaba en la despensa, en la trasera de la
casa. Nadie, sin embargo, acudió a la puerta.
En vista de ello, la señora Foster sacó su llave y abrió.
Lo primero que vio al entrar fue el correo amontonado en el
suelo, donde había caído al ser echado al buzón. La casa estaba fría y oscura.
El reloj de pared aparecía envuelto aún en la funda que lo protegía del polvo.
El ambiente, pese al frío, tenía una peculiar pesadez, y en el aire flotaba un extraño
olor dulzón como nunca antes lo había percibido.
Cruzó a paso vivo el zaguán y desapareció nuevamente por la
esquina del fondo, a la izquierda. Había en esa acción algo a un tiempo
deliberado y resuelto; tenía la señora Foster el aire de quien se dispone a
investigar un rumor o confirmar una sospecha. Y cuando regresó, pasados unos
segundos, su rostro lucía un pequeño viso de satisfacción.
Se detuvo en mitad del zaguán, como reflexionando qué hacer
a continuación, y luego, súbitamente, dio media vuelta y se dirigió al estudio
de su marido. Encima del escritorio encontró su libro de direcciones, y, tras
un rato de rebuscar en él, levantó el auricular y marcó un número.
—¿Oiga?—dijo—. Les llamo desde el número nueve de la Calle
Sesenta y Dos Este... Sí, eso es. ¿Podrían enviarme un operario cuanto antes?
Sí, parece haberse parado entre el segundo y el tercer piso. Al menos, eso
señala el indicador... ¿En seguida? Oh, es usted muy amable. Es que, verá, no
tengo las piernas como para subir tantas escaleras. Muchísimas gracias. Que
usted lo pase bien.
Y, después de colgar, se sentó ante el escritorio de su
marido, a esperar paciente la llegada del hombre que en breve acudiría a
reparar el ascensor.
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