sábado, 4 de octubre de 2025

Analía Torres: Mancuso (dramaturga uruguaya, siglo XXI)




Texto de la obra:

https://www.celcit.org.ar/bajar/dla/582/


Analía Torres Herrera (Montevideo, 1983) es dramaturga, directora, actriz y docente, egresada de la Carrera de Actuación de la EMAD y Licenciada en Ciencias de la Comunicación. En 2007 crea, junto con otros artistas, el colectivo Efímero Teatral (IG: efimeroteatral) donde trabaja en la investigación y creación escénica, montando espectáculos en salas y en espacios no convencionales. Se formó como dramaturga en la Royal Court Theatre. Ha dirigido y escrito varias obras, recibiendo premios y reconocimientos a nivel nacional e internacional, como el Concurso La Tempestad (Chile), Concurso J. C. Onetti, COFONTE, Premios Nacionales de Literatura del MEC, Iberescena, Fondo de estímulo para la creación y formación artística (FEFCA). Cuenta con dos publicaciones impresas: Mancuso y Shejitá. Su último proyecto dramatúrgico/escénico es Este mundo frágil e idiota tiene ganas de llorar. Actualmente trabaja como coordinadora de la Tecnicatura Universitaria en Dramaturgia (EMAD-UDELAR) y es docente de dramaturgia en talleres privados.


Sus textos se pueden descargar en www.dramaturgiauruguaya.uy.

Eugene O´Neill, Antes del desayuno (dramaturgo estadounidense, siglo XX)

 



Antes del desayuno –  Eugenio O’Neill

Escenario: Una pequeña habitación que sirve a un tiempo de cocina y comedor en un departamento de la calle Christopher, en Nueva York. A foro, una puerta que lleva al vestíbulo. A la izquierda de la puerta, una pileta y una cocina de gas de dos mecheros. Más allá de la cocina y hacia la pared de la izquierda, un armario de madera para platos, etcétera. A la izquierda, dos ventanas que dan sobre una escalera de emergencia, donde varias plantas en sus tiestos agonizan en el abandono. Delante de las ventanas, una mesa cubierta con un hule. Dos sillas con asiento de caña junto a la mesa. Otra contra la pared,  a la derecha de la puerta del foro.  En la pared de la derecha, foro, una puerta que lleva a la alcoba. Más adelante, diversas prendas de vestir de hombre y de mujer prenden de unas clavijas. Desde el rincón de la izquierda, foro, hasta la pared de la derecha, primer término, hay tendida una cuerda con ropa. Son aproximadamente las ocho y media de la mañana de un día hermoso y lleno de sol, a comienzos de otoño. La señora Rowland viene de la alcoba, bostezando, dando aún los últimos toques a su desaliñado tocado, insertando horquillas en su cabello, recogido en pardusca masa en lo alto de su cabeza redonda. Es de mediana estatura y propensa a una gordura sin líneas, acentuada por su vestido azul deformado, humilde y raído. Su rostro es impersonal, de facciones pequeñas y regulares y ojos extrañamente azules. En sus ojos, su nariz y su boca débil y rencorosa, hay una expresión atormentada. Tiene poco más de veinte años, pero parece mucho mayor. Llega al centro de la habitación y bosteza, desperezándose. Sus soñolientos ojos se pasean absortos por todo lo que la rodea, con la irritación propia de aquel para quien un largo sueño no ha significado un largo descanso. Va con aire cansado hacia la ropa que cuelga a la derecha y descuelga un delantal. Se lo ciñe a la cintura, dejando escapar un “maldito sea” cuando el nudo no obedece a sus torpes dedos. Por fin consigue atarlo y va lentamente hacia la cocina a gas y enciende uno de los mecheros. Llena la cafetera en la pileta y la pone sobre la llama. Luego se desploma en una silla que está junto a la mesa y se pone una mano sobre la frente, como si le doliera la cabeza. De pronto su rostro se ilumina como si recordara algo y mira el armario de los platos; luego dirige una penetrante mirada hacia la puerta del dormitorio y escucha atentamente durante unos instantes. 
SRA. ROWLAND (en voz baja) - ¡Alfredo! ¡Alfredo! (del cuarto contiguo no llega respuesta alguna y la señora Rowland prosigue con tono desconfiado, alzando la voz) No tienes que fingir que estás dormido. (De la alcoba no llega la menor respuesta y la señora Rowland, tranquilizada, se levanta y va cautelosamente hacia el armario. Abre con lentitud una de las puertas, cuidando mucho de no hacer ruido y saca de su escondite detrás de los platos una botella de ginebra Gordon y un vaso. Al hacerlo, mueve el plato de arriba, que tintinea levemente. Al oír esto, la señora Rowland sufre un sobresalto culpable y mira con malhumorado desafío la puerta del cuarto contiguo. Con la voz trémula:) ¡Alfredo! (Después de una pausa, durante la cual trata de percibir algún sonido, toma el vaso y se sirve una buena cantidad de ginebra y lo apura; luego, precipitadamente, repone la botella y el vaso en su escondite. Cierra el armario con el mismo cuidado con que lo ha abierto y con un gran suspiro de alivio se deja caer nuevamente en su silla. La gran dosis de alcohol le ha causado un efecto casi inmediato. Sus facciones se vuelven más animadas, parece cobrar energías y mira la puerta de la alcoba con una sonrisa dura y vengativa. Sus ojos pasean una rápida mirada por la habitación y se posan sobre un saco y un chaleco de hombre que penden a la derecha. Se encamina cautelosamente hacia la puerta abierta y se detiene allí, sin que la vea el que está adentro, y escucha, tratando de sorprender algún movimiento.) (Llamando, casi en un susurro) ¡Alfredo! (Nuevamente, no hay respuestas. Con ágil movimiento, la señora Rowland descuelga el saco y el chaleco y vuelve con ellos a su silla. Se sienta y saca los diversos objetos que contiene cada bolsillo, pero los reintegra rápidamente a su sitio. Por fin, en el bolsillo interior del chaleco encuentra una carta) (Mirando la letra se dice lentamente) Lo sabía. (Abre la carta y la lee. En el primer momento, su expresión revela odio e ira, pero a medida que avanza en la lectura hasta acabarla se trueca en triunfante malignidad. Durante un instante queda muy pensativa. Luego vuelve a poner la carta en el bolsillo del chaleco, y, cuidando aún de no despertar al durmiente, cuelga nuevamente las pendas en la misma clavija, va hacia la puerta de la alcoba y atisba.) (Con voz sonora y chillona) ¡Alfredo! (Más fuerte) ¡Alfredo! (Del cuarto contiguo llega un gemido ahogado que se confunde con un bostezo) ¿No te parece que ya es hora de levantarte? ¿Piensas quedarte en cama todo el día? (Volviéndose y regresando a su silla) Ya sé que eres lo suficientemente haragán para pasarte la vida en la cama. (Se sienta, mira por la ventana y dice, con irritación) ¿Qué hora será? Ya no podemos saberlo desde que empeñaste estúpidamente tu reloj. Era el último objeto de valor que teníamos, y lo sabías. Sólo has pensado en empeñar, empeñar, empeñar… Cualquier cosa con tal de alejar la hora de buscar empleo, cualquier cosa con tal de no trabajar como un hombre. (Golpea el suelo con el pie nerviosamente, mordiéndose los labios) (Después de una breve pausa) ¡Alfredo! Levántate… ¿Me oyes? Quiero hacer esa cama antes de salir. Estoy harta de que esto esté en desorden por tu culpa. (Con cierta vengativa satisfacción) Y por cierto que no podremos quedarnos mucho tiempo aquí, a menos que consigas dinero en alguna parte. Dios sabe que yo hago lo mío – y más aún – yendo a coser a domicilio todos los días, mientras tú haces el caballero y holgazaneas por las tabernas con ese hato de inútiles artistas del Square. (Breve pausa, durante la cual la señora Rowland juega nerviosamente con una taza y un platito que están sobre la mesa). ¿Y dónde conseguirán dinero, quisiera saber yo? En esta semana tenemos que pagar el alquiler, y ya sabes cómo es el dueño de casa. No nos dejará vivir aquí un solo minuto más si no le pagamos puntualmente. Dices que no puedes conseguir trabajo. Eso es mentira, y tú lo sabes. Nunca lo buscaste, siquiera. Te pasas los días vagabundeando por ahí, escribiendo poemas y cuentos estúpidos que nadie quiere comprar… y me explico que no quieran comprarlos. Pero advierto que yo siempre puedo conseguir trabajo y lo consigo; y sólo eso nos salva de morirnos de hambre. (Se levanta y va hacia la cocina, mira la cafetera para ver si el agua hierve y vuelve y se sienta.) Hoy tendrás que conseguir dinero en alguna parte. Yo no puedo hacerlo todo y no lo haré. Tienes que recobrar el sentido común. Tienes que pedirlo, mendigarlo o robarlo donde sea (Con desdeñosa risa) Pero… ¿dónde, quisiera yo saber? Eres demasiado orgulloso para mendigar y has pedido ya todos los préstamos posibles, y no tienes valor para robar. (Después de una pausa, levantándose irritada) ¡Por amor de Dios! ¿No te has levantado todavía? Es muy propio de ti eso de volverte a dormir, o de fingirlo. (Va hacia la puerta del dormitorio y atisba) ¡Ah, te has levantado! Bueno, ya era hora. No tienes por qué mirarme así. Tus desplantes no me engañan, ya. Te conozco demasiado… mejor de lo que supones… a ti y a tus andanzas. (Alejándose de la puerta, con tono significativo) Conozco un montón de cosas, querido. Ahora no te preocupes de lo que sé. Te lo diré antes de irme, no te aflijas. (Va hacia el centro del aposento y se detiene allí, frunciendo el ceño) (Con tono irritado) ¡Hum! ¡Supongo que más vale preparar el desayuno… y no porque haya mucho que preparar! (Con tono de interrogación) Salvo que tengas algún dinero… (Hace una pausa esperando una respuesta del cuarto contiguo, que no llega) ¡Qué pregunta estúpida! (Con dura risita) A estas horas, yo debiera conocerte mejor ya. Cuando te fuiste anoche tan malhumorado, me imaginé qué pasaría. No se te puede tener la menor confianza. ¡En lindo estado viniste a casa! Nuestra riña sólo te sirvió de pretexto para mostrarte bestial. ¿De qué te valió empeñar el reloj si sólo querías dinero para derrocharlo en whisky? (Va hacia el armario y saca platos, tazas, etcétera, mientras habla.) ¡Apresúrate! Últimamente, gracias a ti, no tardo mucho en preparar el desayuno. Esta mañana sólo tenemos pan, manteca y café: y ni siquiera tendrías eso si yo no me estropeara los dedos cosiendo. El pan está duro. Supongo que te gustará. Tú no te mereces nada mejor, pero no veo por qué he de sufrir yo. (Yendo hacia la cocina de gas) El café dentro de un momento, y no esperes que te lo sirva. (Repentinamente, con violenta ira) ¿Qué diablos estás haciendo ahora? (Va hacia la puerta y atisba) Bueno, por lo menos estás casi vestido. Creí que te habías metido en la cama de nuevo. Eso sería muy propio de ti. ¡Qué aspecto horrible tienes esta mañana! ¡Aféitate, por amor de Dios! ¡Estás repulsivo! Pareces un vagabundo. Por algo nadie quiere darte empleo. No los culpo… Tu aspecto no es ni aun medianamente decente. (Va hacia la cocina de gas) Aquí hay mucha agua caliente. No tienes la menor excusa. (Toma un tazón y vierte en él un poco de agua de la cafetera) Toma (Él tiende la mano en procura del tazón. Se ve una mano sensible, de finos dedos, que tiembla, y parte del agua se derrama sobre el piso.) (La señora Rowland, con tono insultante) ¡Mira cómo te tiembla la mano! Más vale que abandones la bebida. No puedes soportarla. Los hombres como tú son los mejores candidatos al delirium tremens. ¡Eso sería la gota que hace desbordar el vaso!(Mirando el piso)  Mira cómo has dejado el piso… hay colillas y cenizas en toda la habitación. ¿Por qué no los tiraste sobre el plato? No, no serías lo bastante considerado para hacerlo. Nunca piensas en mí. Tú no tienes que barrer la habitación, y eso es todo lo que te importa. (Toma la escoba y empieza a barrer malignamente, levantando una nube de polvo. De las habitaciones interiores llega el rumor de una navaja de afeitar que afilan) (Barriendo) ¡Apresúrate! Ya debe ser casi hora de que me vaya. Si llegara tarde, me expondría a perder mi empleo y entonces ya no te podría seguir manteniendo. (Y al ocurrírsele algo más, agrega sarcásticamente) Y entonces, tendrías que trabajar o hacer alguna cosa horrible de esa especie. (Barriendo debajo de la mesa.) Lo que quiero saber es si buscarás hoy trabajo o no. Sabes que tu familia no nos seguirá ayudando. También ellos ya están hartos de ti. (Después de barrer en silencio durante unos instantes) Estoy cansada de toda esta vida. Ganas me dan de irme a casa, pero soy demasiado orgullosa para permitir que te sepan un fracasado… a ti, el hijo único del millonario Rowland, el egresado de Harvard, el poeta, el hombre notable del pueblo… ¡Bah! (Con amargura) No serían muchas las que me envidiarían mi hombre notable si supieran la verdad. Me gustaría saber una cosa… ¿Qué ha sido nuestro matrimonio? Aun antes de que tu padre millonario muriera debiéndole dinero a todo el mundo, nunca derrochaste un solo minuto a tu esposa. Supongo que, a tu entender, yo debía darme por satisfecha con tu honorable actitud al casarte conmigo… después de haberme puesto en dificultades. Yo te avergonzaba ante tus refinados amigos porque mi padre sólo es un almacenero, eso es lo cierto. Por lo menos es un hombre honrado, y tú no podrías decir lo mismo del tuyo. (Sigue barriendo enérgicamente hacia la puerta. Se apoya sobre su escoba por un momento) Suponías que todos creerían que te habías visto obligado a casarte conmigo y te compadecerían… ¿verdad? No vacilaste mucho para decirme que me querías y para hacerme creer en tus mentiras antes de que sucediera aquello… ¿no es cierto? Me hiciste suponer que no querías que tu padre me sobornara, como trató de hacerlo. Pero ya sé a qué atenerme. Por algo he vivido tanto tiempo contigo. (Sombríamente) Es una suerte que nuestro pobre hijo naciera muerto, después de todo… ¡Qué padre hubieras sido! (Permanece en silencio y cavilando hoscamente durante un instante, y luego prosigue con una suerte de salvaje alegría) Pero no soy la única que tiene que agradecerte su desdicha. Hay, por lo menos, otra y esa no puede tener esperanzas de casarse contigo ahora. (Asoma la cabeza al cuarto contiguo) ¿Qué me dices de Elena? (Retrocede del vano de la puerta con un sobresalto, algo asustada) ¡No me mires así! Sí, he leído esa carta. ¿Y qué? Tenía derecho a leerla. Soy tu esposa. Y sé todo lo que hay que saber, de modo que no me mientas. No tienes por qué mirarme así. Ya no podrás intimidarme con esos aires de hombre superior. Si no fuese por mí, te irías sin desayunarte esta mañana. (Va hacia la cocina de gas y echa café en la cafetera)  El café está listo. No te esperaré. (Vuelve a sentarse) (Después de una pausa, llevándose la mano a la cabeza, malhumorada) ¡Cómo me duele la cabeza esta mañana! Es una vergüenza que deba irme a trabajar todo el día en una habitación asfixiante, en este estado. Y no iría si fueras un hombre. Debiera ser yo quien pasara el día tendida en la cama, y no tú. Bien sabes lo enferma que he estado en este último año; y, sin embargo, cuando tomo alguna pequeñez para levantarme el ánimo, me lo echas en la cara. Ni siquiera quisiste dejarme tomar ese tónico que compré en la farmacia. (Con risa cruel) Sé que alegraría verme muerta y que no te estorbara; entonces podrías correr detrás de esas muchachas estúpidas que te creen maravilloso e incomprendido… Esa Elena y las demás. (Del cuarto contiguo llega una aguda exclamación de dolor) (Con satisfacción) ¡Claro! ¡Ya sabía yo que te cortarías! Eso te servirá de lección. Bien sabes que no debes pasarte las noches vagabundeando por ahí y bebiendo, con tus nervios en tan deplorables condiciones. (Va hacia la puerta y se asoma a la otra habitación) ¿Por qué estás tan pálido? ¿Por qué te miras así, fijamente, en el espejo? ¡Por amor de Dios! ¡Quítate esa sangre de la cara! (Con escalofrío) Es horrible. (Con tono de alivio) Bueno, ya estás mejor. Nunca he podido soportar el espectáculo de la sangre. (Se aparta un poco de la puerta) Más vale que renuncies a afeitarte solo y vayas a una peluquería. Tu mano tiembla horriblemente. ¿Por qué me miras así? (Se aleja de la puerta) ¿Todavía estás furioso conmigo a causa de la carta? (Desafiante) Pues yo tenía derecho a leerla. Soy tu esposa. (Va hacia la silla y vuelve a sentarse. Después de una pausa) Hace tiempo que estoy enterada de que tienes una aventura. Tus débiles pretextos de que te pasabas el tiempo en la biblioteca no me engañaron. Y, después de todo… ¿quién es esa Elena? ¿Una de esas artistas? ¿O también escribe poemas? A juzgar por su carta, lo parece. Apostaría a que te dijo que tus cosas eran lo mejor que se había escrito en el mundo, y que te lo creíste como un imbécil. ¿Es joven y linda? También yo era joven y linda cuando me engañaste con tu hermosa palabrería poética; pero la vida contigo la consume pronto a cualquiera. ¡Las que he pasado! (Va hacia la cocina de gas y retira el café)  El desayuno está listo. (Con una mirada de desdén) Se te enfriará el café. ¿Qué estás haciendo? ¿Afeitándote, todavía? ¡Por amor de Dios! Más vale que renuncies a eso. Una de estas mañanas te harás un buen tajo. (Se corta pan y lo unta con manteca. Durante los párrafos siguientes, come y bebe su café) Tendré que irme corriendo apenas concluya de comer. Uno de nosotros tiene que trabajar. (Irritada) ¿Vas a buscar trabajo hoy o no? Seguramente, alguno de tus refinados amigos te ayudaría si te creyera realmente tan talentoso. Pero supongo que todos ellos prefieren oírte hablar. (Se queda sentada en silencio durante un momento) Lo siento por esa Elena, sea quien sea. ¿No tienes ninguna consideración por los demás? ¿Qué dirá su familia? Veo que ella la menciona en su carta. ¿Qué hará? ¿Alumbrar al niño… o ir a ver a uno de esos médicos? Linda situación, hay que confesarlo. ¿Dónde conseguiría el dinero? ¿Es rica? (Espera alguna respuesta a esta andanada de preguntas) Hum… No me dirás nada sobre ésa… ¿verdad? ¡Tanto me da! Después de todo, no lo lamento por ella. Sabía qué estaba haciendo. A juzgar por su carta, no es una colegiala como lo era yo. ¿Sabe que estás casado? Claro que debe saberlo. Todos tus amigos están enterados de tu infortunado matrimonio. Sé que te compadecen, pero no conocen mi versión del asunto. Hablarían de otro modo si la conociesen. (Está demasiado ocupada comiendo para seguir hablando, durante un segundo o dos.) Esa Elena debe ser una buena pieza, si sabe que eres casado. ¿Qué esperaba? ¿Qué yo te concediera el divorcio y te dejara casarte con ella? ¿Cree que soy lo bastante chiflada para eso… después de todas las que me hiciste pasar? ¡Por cierto que no! Y tu no podrías conseguir el divorcio de mí y bien lo sabes. Nadie podrá decir jamás que yo he hecho algo malo (Apura el resto de su café) Ella merece sufrir, es todo lo que puedo decirte. Te diré lo que pienso: creo que tu Elena no pasa de ser una vulgar trotacalles. Esa es mi opinión. (Del cuarto contiguo llega un sofocado gemido.) ¿Has vuelto a cortarte? Bien merecido lo tienes. (Se levanta y se quita el delantal) Bueno, tengo que irme sin demora. (Malhumorada) ¡Vaya una vida la que llevo! No soportaré por más tiempo tu haraganería.  (Oye algo y hace una pausa, escuchando atentamente)  ¡Eso es! ¡Has volcado toda el agua! No digas que no. La oigo gotear por el piso. (Una vaga aprensión aparece en su rostro) ¡Alfredo! ¿Por qué no contestas? (Va lentamente hacia la otra habitación. Se oye caer una silla y algo que se desploma pesadamente en el suelo. La señora Rowland se detiene, temblando de pánico, y exclama:) 
¡Alfredo! ¡Alfredo! ¡Contéstame! ¿Qué has hecho caer? ¿Estás borracho, todavía? (Incapaz de soportar la tensión ni por un momento más, se lanza hacia la puerta del dormitorio.) ¡Alfredo! (Se detiene en el umbral, mirando el suelo del cuarto interior transfigurada de horror. Luego lanza un salvaje alarido y corre hacia la puerta, hace girar la llave y la abre frenéticamente de par en par. Y se precipita al vestíbulo gritando como una loca.)

Osvaldo Dragún: Historia del hombre que se convirtió en perro (dramaturgo argentino, siglo XX)

 



HISTORIA DEL HOMBRE QUE SE CONVIRTIÓ EN PERRO

(del libro Historias para ser contadas, 1957)


ACTOR 1: Amigos, la cuarta historia vamos a contarla así... 

ACTOR 2: Así como nos la contaron esta tarde a nosotros.

ACTRIZ: Es la “Historia del hombre que se convirtió en perro”.

ACTOR 1: Empezó hace dos años, en el banco de un parque. Allí, señor..., donde usted trataba hoy de adivinar el secreto de una hoja.

ACTRIZ: Allí, donde extendiendo los brazos apretamos al mundo por la cabeza y los pies, y le decimos: ¡suena, acordeón, suena!

ACTOR 2: Allí lo conocimos. (Entra el ACTOR 3.) Era... (Lo señala.) Así como lo ven, nada más. Y estaba muy triste.

ACTRIZ: Fue nuestro amigo. Él buscaba trabajo, y nosotros éramos actores.

ACTOR 1: Él debía mantener a su mujer, y nosotros éramos actores.

ACTOR 2: Él soñaba con la vida, y despertaba gritando por la noche. Y nosotros éramos actores.

ACTRIZ: Fue nuestro amigo, claro. Así como lo ven... (Lo señala.) Nada más.

TODOS: ¡Y estaba muy triste!

ACTOR 1: Pasó el tiempo. El otoño... 

ACTOR 2: El verano... 

ACTRIZ: El invierno... 

ACTOR 1: La primavera... 

ACTOR 3: ¡Mentira! Nunca tuve primavera.

ACTOR 1: El otoño... 

ACTRIZ: El invierno... 

ACTOR 2: El verano. Y volvimos. Y fuimos a visitarlo, porque era nuestro amigo.

ACTOR 1: Y preguntamos: ¿Está bien? Y su mujer nos dijo... 

ACTRIZ: No sé... 

ACTOR 2: ¿Está mal?

ACTRIZ: No sé.

ACTORES 1 y 2: ¿Dónde está?

ACTRIZ: En la perrera. (ACTOR 3 en cuarto patas.)

ACTORES 1 y 2: ¡Uhhh!

ACTOR 1: (Observándolo.)

Soy el director de la perrera,

Y esto me parece fenomenal.

Llegó ladrando como un perro

(requisito principal.);

y si bien conserva el traje,

es un perro, a no dudar.

ACTOR 2: S-s-soy el v-veter-r-inario,

Y esto-to-to es c-claro p-paramí.

Aun-que p-parezca un ho-hombre,

Es un p-pe-perro el q-que está aquí.

ACTOR 3: (Al público.) Y yo, ¿qué les puedo decir? No sé si soy hombre o perro. Y creo que ni siquiera ustedes podrán decírmelo al final. Porque todo empezó de la manera más corriente. Fui a una fábrica a buscar trabajo. Hacía tres meses que no conseguía nada, y fui a buscar trabajo.

ACTOR 1: ¿No leyó el letrero? “NO HAY VACANTES”.

ACTOR 3: Sí, lo leí. ¿No tiene nada para mí?

ACTOR 1: Si dice “No hay vacantes”, no hay.

ACTOR 3: Claro. ¿No tiene nada para mí?

ACTOR 1: ¡Ni para usted, ni para el ministro!

ACTOR 3: ¡Ahá! ¿No tiene nada para mí?

ACTOR 1: ¡NO!

ACTOR 3: Tornero... 

ACTOR 1: ¡NO!

ACTOR 3: Mecánico... 

ACTOR 1: ¡NO!

ACTOR 3: Electricista…

ACTOR 1: ¡NO!

ACTOR 3: Albañil... 

ACTOR 1: ¡NO!

ACTOR 3: Zapatero... 

ACTOR 1: ¡NO!

ACTOR 3: ¡Peón de patio!…

ACTOR 1: ¡NO! ¡NO! ¡NO!

ACTOR 3: ¡Celador! ¡Celador! ¡Aunque sea de celador!

ACTRIZ: (Como si tocara un clarín.) ¡Tutú, tu, tu, tú! ¡El patrón! 

Los ACTORES 1 y 2 hablan por señas.

ACTOR 1: El perro del celador había muerto la noche anterior, luego de veinticinco años de lealtad. 

ACTOR 2: Era un perro muy viejo.

ACTRIZ: Amén.

ACTOR 2: (Al ACTOR 3.) ¿Sabe ladrar?

ACTOR 3: Tornero.

ACTOR 2: ¿Sabe ladrar?

ACTOR 3: Mecánico... 

ACTOR 2: ¿Sabe ladrar?

ACTOR 3: Albañil... 

ACTORES 1 y 2: ¡NO HAY VACANTES!

ACTOR 3: (Pausa.) ¡Guau... guau!... 

ACTOR 2: Muy bien, lo felicito... 

ACTOR 1: Le asignamos mil pesos diarios de sueldo, la perrera y la comida.

ACTOR 2: Como ven, ganaba mil pesos más que el perro verdadero.

ACTRIZ: Cuando volvió a casa me contó del empleo conseguido. Estaba borracho.

ACTOR 3: (A su mujer.) Pero me prometieron que apenas un obrero se jubilara, muriera o fuera despedido me darían su puesto. ¡Diviértete, María, diviértete! ¡Guau... guau!... ¡Diviértete, María, diviértete!

ACTORES 1 y 2: (Pasando.) ¡Diviértete, María, diviértete!

ACTRIZ: Estaba borracho, pobre... 

ACTOR 3: Y a la noche siguiente empecé a trabajar... (Se agacha en cuatro patas.)

ACTOR 2: ¿Tan chica le queda la perrera?

ACTOR 3: No puedo agacharme tanto.

ACTOR 1: ¿Le aprieta aquí?

ACTOR 3: Sí.

ACTOR 1: Bueno, pero vea, no me diga “sí”. Tiene que empezar a acostumbrarse. Dígame: ¡Guau... guau!

ACTOR 2: ¿Le aprieta aquí? (El ACTOR 3 no responde.) ¿Le aprieta aquí?

ACTOR 3: ¡Guau... guau!... 

ACTOR 2: Y bueno... (Sale.)

ACTOR 3: Pero esa noche llovió, y tuve que meterme en la perrera. 

ACTOR 2: (Al ACTOR 1.) Ya no le aprieta... 

ACTOR 1: Y está en la perrera.

ACTOR 2: (Al ACTOR 3.) ¿Vio como uno se acostumbra a todo?

ACTRIZ: Uno se acostumbra a todo... 

ACTORES 1 y 2: Amén... 

ACTRIZ: Y él empezó a acostumbrarse. 

ACTOR 1: Entonces, cuando vea que alguien entra, me grita: ¡Guau... guau! A ver... 

ACTOR 3: (El ACTOR 2 pasa corriendo.) ¡Guau... guau!... (El ACTOR 2 pasa sigilosamente.) ¡Guau... guau!... (El ACTOR 2 pasa agachado.) ¡Guau... guau... guau!... (Sale.)

ACTOR 1: (Al ACTOR 2.) Son mil pesos por día extras en nuestro presupuesto... 

ACTOR 2: ¡Mmm!

ACTOR 1: ... pero la aplicación que pone el pobre, los merece... 

ACTOR 2: ¡Mmm!

ACTOR 1: Además, no come más que el muerto... 

ACTOR 2: ¡Mmm!

ACTOR 1: ¡Debemos ayudar a su familia!

ACTOR 2: ¡Mmm! ¡Mmm! ¡Mmm! (Salen.)

ACTRIZ: Sin embargo, yo lo veía muy triste, y trataba de consolarlo cuando él volvía a casa. (Entra ACTOR 3.) ¡Hoy vinieron visitas!... 

ACTOR 3: ¿Sí?

ACTRIZ: Y de los bailes en el club, ¿te acuerdas?

ACTOR 3: Sí.

ACTRIZ: ¿Cuál era nuestra canción favorita?

ACTOR 3: No sé.

ACTRIZ: ¡Cómo que no! “Es la historia de un amor, como no hay otro igual...” (El ACTOR 3 está en cuatro patas.) Y un día me trajiste un clavel... (Lo mira, y queda horrorizada.) ¿Qué estás haciendo?

ACTOR 3: ¿Qué?

ACTRIZ: Estás en cuatro patas... (Sale.)

ACTOR 3: ¡Esto no lo aguanto más! ¡Voy a hablar con el patrón! (Entran los ACTORES 1 y 2.)

ACTOR 1: Es que no hay otra cosa... 

ACTOR 3: Me dijeron que un viejo se murió.

ACTOR 1: Sí, pero estamos en recesión. Espere un tiempito más, ¿eh?

ACTRIZ: Y esperó. Volvió a los tres meses.

ACTOR 3: (Al ACTOR 2.) Me dijeron que uno se jubiló... 

ACTOR 2: Sí, pero pensamos cerrar esa sección. Espere un tiempito más, ¿eh?

ACTRIZ: Y esperó. Volvió a los dos meses.

ACTOR 3: (Al ACTOR 1.) Denme el empleo de uno de los que echaron por la huelga... 

ACTOR 1: Imposible. Sus puestos quedarán vacantes... 

ACTORES 1 y 2: ¡Como castigo! (Salen.)

ACTOR 3: Entonces no pude aguantar más... ¡y renuncié!

ACTRIZ: Fue nuestra noche más feliz en mucho tiempo. (Lo toma del brazo.) ¿Cómo se llama esta flor?

ACTOR 3: Flor... 

ACTRIZ: ¿Y cómo se llama esa estrella?

ACTOR 3: María.

ACTRIZ: (Ríe.) ¡María me llamo yo!

ACTOR 3: ¡Ella también... ella también! (Le toma una mano y la besa.)

ACTRIZ: (Retira la mano.) ¡No me muerdas!

ACTOR 3: No te iba a morder... Te iba a besar, María... 

ACTRIZ: ¡Ah!, yo creía que me ibas a morder... (Sale. Entran los ACTORES 1 y 2.)

ACTOR 2: Por supuesto... 

ACTOR 1: A la mañana siguiente... 

ACTOR 1 y 2: Debió volver a buscar trabajo. 

ACTOR 3: Recorrí varias partes, hasta que en una…

ACTOR 1: Vea... no tenemos nada. Salvo que... 

ACTOR 3: ¿Qué?

ACTOR 1: Anoche murió el perro del celador.

ACTOR 3: ¿Y?

ACTOR 2: Tenía treinta y cinco años, el pobre... 

ACTOR 1 y 2: ¡El pobre!

ACTOR 3: Y tuve que volver a aceptar.

ACTOR 2: Eso sí, le pagábamos dos mil pesos por día. (Los ACTORES 1 y 2 dan vueltas.) ¡Hmmm!... ¡Hmmm!... ¡Hmmm!...

ACTORES 1 y 2: ¡Aceptado! ¡Que sean dos mil!

ACTRIZ: (Entra.) Claro que 60 mil pesos no nos alcanzan para pagar el alquiler... 

ACTOR 3: Mira, como yo tengo la perrera, pásate tú a una pieza con cuatro o cinco chicas más, ¿eh?

ACTRIZ: No hay otra solución. Y como no nos alcanza tampoco para comer... 

ACTOR 3: Mira, como yo me acostumbré al hueso, te voy a traer la carne a ti, ¿eh?

ACTORES 1 y 2: ¡La junta directiva aceptó!

ACTOR 1 Y ACTRIZ: La junta directiva aceptó… ¡Bendita sea!

ACTOR 3: Yo ya me había acostumbrado. La perrera me parecía más grande. Andar en cuatro patas no era muy diferente de andar en dos. Con María nos veíamos en la plaza... (Va hacia ella.) Porque como tú no puedes entrar en mi perrera; y como yo no puedo entrar en tu pieza... Hasta que una noche…

ACTRIZ: Paseábamos. Y de repente me sentí mal... 

ACTOR 3: ¿Qué te pasa?

ACTRIZ: Tengo mareos.

ACTOR 3: ¿Por qué?

ACTRIZ: (Llorando.) Me parece... que voy a tener, un hijo... 

ACTOR: ¿Y por eso lloras?

ACTRIZ: ¡Tengo miedo..., tengo miedo!

ACTOR 3: Pero, ¿por qué?

ACTRIZ: ¡Tengo miedo..., tengo miedo! ¡No quiero tener un hijo!

ACTOR 3: ¿Por qué, María? ¿Por qué?

ACTRIZ: Tengo miedo... que sea... (Musita “perro”. El ACTOR 3 la mira aterrado, y sale corriendo y ladrando. Cae al suelo. Ella se pone de pie.) ¡Se fue..., se fue corriendo! A veces se paraba, y a veces corría en cuatro patas... 

ACTOR 3: ¡No es cierto, no me paraba! ¡No podía pararme! ¡Me dolía la cintura si me paraba! ¡Guau!... Los carros se me venían encima... La gente me miraba... (Entran los ACTORES 1 y 2.) ¡Váyanse! ¿Nunca vieron un perro?

ACTOR 2: ¡Está loco! ¡Llamen a un médico! (Sale.)

ACTOR 1: ¡Está borracho! ¡Llamen a un policía! (Sale.)

ACTRIZ: Después me dijeron que un hombre se apiadó de él, y se le acercó cariñosamente.

ACTOR 2: (Entra.) ¿Se siente mal, amigo? No puede quedarse en cuatro patas. ¿Sabe cuántas cosas hermosas hay para ver, de pie, con los ojos hacia arriba? A ver, párese... Yo lo ayudo... Vamos, párese... 

ACTOR 3: (Comienza a pararse, y de repente:) ¡Guau... guau!... (Lo muerde.) ¡Guau... guau!... (Sale.) 

ACTOR 1: (Entra.) En fin, que cuando, después de dos años sin verlo, le preguntamos a su mujer ¿Cómo está?, nos contestó... 

ACTRIZ: No sé.

ACTOR 2: ¿Está bien?

ACTRIZ: No sé.

ACTOR 1: ¿Está mal?

ACTRIZ: No sé.

ACTORES 1 y 2: ¿Dónde está?

ACTRIZ: En la perrera. 

ACTOR 1: Y cuando veníamos para acá, pasó al lado nuestro un futbolista.

ACTOR 2: Y nos dijeron que no sabía leer, pero que eso no importaba porque era futbolista.

ACTRIZ: Y pasó un policía…

ACTOR 2: Y pasaron…, y pasaron…, y pasaron ustedes. Y pensamos que tal vez podría importarles la historia de nuestro amigo…

ACTRIZ: Porque tal vez entre ustedes haya ahora una mujer que piense: “¿No tendré… no tendré…?” (Musita: “perro”.)

ACTOR 1: O alguien a quien le hayan ofrecido el empleo del perro del celador…

ACTRIZ: Si no es así, nos alegramos.

ACTOR 2: Pero si es así, si entre ustedes hay alguno a quien quieran convertir en perro, como a nuestro amigo, entonces… Pero, bueno, entonces esa… ¡esa es otra historia!

TELÓN


Ida Vitale (poeta uruguaya, siglos XX-XXI)

 



Algunos de sus poemas:

https://www.culturagenial.com/es/ida-vitale-poemas/


Algo de su vida:

https://www.cervantes.es/bibliotecas_documentacion_espanol/creadores/vitale_ida.htm

Gioconda Belli (escritora nicaragüense, siglos XX-XXI)




Gioconda Belli (Nicaragua, 1948)


Esta nostalgia


Este sueño que vivo,

esta nostalgia con nombre y apellido,

este huracán encerrado tambaleando mis huesos,

lamentando su paso por mi sangre...

No puedo abandonar el tiempo y sus rincones,

el valle de mis días

está lleno de sombras innombrables,

voy a la soledad como alma en pena,

desacatada de todas las razones,

heroína de batallas perdidas,

de cántaros sin agua.

Me hundo en el cuerpo,

me desangro en las venas,

me bato contra el viento,

contra la piel que untada está a la mía.

Qué haré con mi castillo de fantasmas,

las estrellas fugaces que me cercan

mientras el sol deslumbra

y no puedo mirar más que su disco

-redondo y amarillo-

la estela de su oro lamiéndome las manos,

surcándome las noches,

desviviéndome,

haciéndome desastres...

Me entregaré a los huracanes

para pasar de lejos por esa luz ardiendo.

Estoy muriéndome de frío.


……………………………………………….


Mi amor es así...


Mi amor es así,

como este aguacero,

rebotando contra el pavimento,

pintando de verde el campo,

tapa-cielos,

tenaz,

mójalo todo,

Se me riega por dentro

y lo siento latir en la yema de los dedos

cuando quiero tocarte

y no te tengo cerca.

Como este aguacero, amor,

me vuelvo un montón de agua entre tus brazos

ando desbocada por tu cauce

me hago arroyuelo en el pelo de tu pecho.

Así como esta lluvia,

me desbordo en palabras

para contarte todos mis quehaceres,

para meterte en todos los rincones de mi día,

en todos los aleros de mis horas.

Salto desde tus brazos,

como la lluvia que se derrama de los techos

y me duele la carne de querer prolongarte

de querer florecer la semilla en mi vientre

y darte un hijo hermoso y vital

como este invierno


..................................................................


Más poemas: https://rialta.org/nueve-poemas-para-parir-el-alba-con-gioconda-belli/

César González (poeta y cineasta argentino, siglo XXI)




César González, pseudónimo Camilo Blajaquis (Argentina, 1989)


Miedos


somos según el día y la hora

la cruel totalidad del miedo

o la sagrada plegaria de la bondad

la incertidumbre más insensata

o un misterio eternamente reciclable

la masividad actualizada

o ingeniosos reformistas del amor

egoístas por rutina

o poetas que hacen llover en el infierno.


......................................................................


Desconfianza


¿Y si me pongo a gritar y no te bailo el olvido?

¿ Y si te niego el licor que embriaga las ideas?

¿Y si te escupo el uno en un millón?

¿Y si mi presencia inquieta todos tus planes?

¿Y si mi corazón vomita todo tu veneno?

¿Y si no me matás y quedo en eterna agonía?

¿Y si te devuelvo con abrazos todas tus piñas?

¿Y si mis odios no te tienen en su lista?

¿Y si me recibo de irreversible?

¿Y cuando el premio ya no sea el castigo?

¿Y qué onda si soy un caso muy extraño?

¿Y qué onda si estoy orgulloso de tu desprecio?

¿Y si lo más inspirador fuera tu desconfianza?

¿Y qué onda si mis preguntas sorprenden también a mi pasado?


............................................................................................


Ciudad panóptica


El escenario es un colectivo

el aire que se respira es tristeza

no hay peor cárcel que la mirada del otro.

Miran por la ventanilla

y sus miradas se pierden.

Desean ser otra cosa

pero les divierte este caos.

Llego a mi destino y me bajo.

Me espera una reunión de

intelectuales de turno.

Sus ideas agarraron un piquete

a mí los piqueteros me dejaron pasar.

Antes que ahogarme decido marcharme.

Vuelvo al lugar donde mejor me refugio

busco esa cueva donde nadie me encuentre.

Ahí, donde puedo ser.

Ahí, donde no obedezco.

En la soledad, en el único consuelo.

Lo que observo es que hay mucho anhelo

se anhelan caricias, se anhela verdad.

Hasta las veredas sufren por

esa multitud que se queja de la lluvia

porque moja su ropa nueva

porque los retrasa en el trabajo.

Aunque el mundo es más grande de lo que dicen

percibo que nos achicaron el tiempo...


...............................................................................


Nueva vida


¿Es real esto que veo?

toda la madrugada esperé despertarme,

me pellizqué, me di un baño con agua fría y nada...

sigo acá.

¿Cómo se atreve el encierro a abandonarme así?

Libertad penal, pero hermosa libertad.

Libertad a medias pero resplandeciente libertad.

Estoy desacomodado, realmente me cuesta creer que la celda quedó atrás.

Lo mas extraño de estas vírgenes sensaciones es que es la primera vez

que escribo en compañía de los arboles, abrazado a los rayos del sol

y con un recital de pájaros de fondo.

La ciudad me regala una mirada agria, casi sanguinaria,

pareciera que los edificios me vigilan.

Pero para quien se había olvidado su sabor

el aroma del asfalto produce

una sobredosis de alegría en mis arterias.

disculpen... necesito enjuagar mis ojos

El día llegó,

vuelvo a ser esclavo de la velocidad del mundo.


Nadia Anjuman (poeta afgana, siglo XXI)




Textos: 

https://poetryalquimia.org/2018/12/27/3-poemas-de-nadia-anjuman/


Biografía:


https://elvuelodelalechuza.com/2021/08/26/historia-de-una-revuelta-embozada-nadia-anjuman-y-la-poesia-femenina-en-afganistan/


Situación de la mujer en Afganistán:

https://www.unwomen.org/es/noticias/reportaje/2025/07/las-mujeres-afganas-siguen-luchando-desde-adentro-la-lucha-por-los-derechos-bajo-el-regimen-taliban

La grulla de papel, de Hernán Casciari (escritor argentino, siglo XXI)

La grulla de papel


La primera vez que Gabriel entró al cuarto de Milagros fue para acostarse con ella. Los dos estaban en ese punto de la relación en donde solamente queda la confirmación de la piel para saberse del todo compatibles. Estaban los dos en estado salvaje.

Cuando él empezó a desnudarla ella supo que caerían en la cama por inercia, pero Gabriel vio algo en la biblioteca de la chica, una grulla de papel, chiquita, y se detuvo. El inicio del sexo quedó en pausa.

—¿De dónde sacaste esto?

Fue extraño el cambio de actitud de él, como si de repente el cuerpo de Milagros no fuese lo más importante de la habitación. Ella le dijo: 

—¿La grulla? Me la encontré en un colectivo… Vení.

Pero Gabriel no le hizo caso y se acercó al origami. Milagros se sintió incómoda. 

—¿La puedo desarmar? —preguntó él. 

—¿A la grulla?

—Sí. A la grulla. 

—Obvio, sí, hacé lo que quieras —dijo ella, y sospechó que quizás él estuviera disimulando una eyaculación precoz. Le miró el pantalón, pero no era eso.

Entonces se cruzó de brazos, en actitud alerta. No supo si debía sentirse ofendida o con miedo. ¿Había metido en su casa a un loco? 

Él tomó la grulla con suavidad, en la palma de la mano, y la observó de cerca, con la actitud de los relojeros. Puso la grulla sobre la cama. Miró a Milagros a los ojos y le dijo: 

—Si esta grulla está hecha con un boleto del colectivo 211 que va de Santa Clara a Mar del Plata, a esta grulla que vos tenés en un estante de tu pieza… la hice yo. 

Y entonces Milagros supo que no estaba frente a un loco, ni frente a un eyaculador precoz. Estaba frente al amor de su vida. 

Había tenido otros novios antes, pero a todos siempre les faltaba algo y ella nunca sabía qué. O todavía peor: le buscaba razones absurdas a la ausencia del amor. Si eran lindos, no eran graciosos. Si tenían plata, la trataban como a una cosa. Si eran graciosos, eran feos. Si no tenían un peso había que pasarlos a buscar. Si cogían bien eran infieles. Si eran fieles, se aburría. Incluso una vez se encontró con un que era feo, pobre, infiel y aburrido, todo junto.

Pero ella siempre supo que todas esas características fallidas de sus parejas eran, en realidad, un problema de ella. Ahora, de repente, había en su habitación un chico ni lindo ni feo, ni rico ni pobre, que sin decir nada le empezaba a explicar qué le había faltado a ella toda la vida.

Le había faltado una gran historia para el inicio del amor.

Una historia que responda muy bien al «cómo se conocieron». Que esa respuesta no sea la de siempre: en un boliche, en el trabajo, me mandó un fueguito, era el hermano de mi amiga, en Tinder… Estaba harta de esos inicios mediocres. Necesitaba algo mejor para contarle a sus hijos. 

En ese segundo, mientras Gabriel desarmaba la grulla, ella ya había armado el relato en su cabeza. Se lo contaría a sus dos hijos a la vez, una tarde de lluvia en la cocina: 

«Papá y yo descubrimos que meses antes de conocernos nos habíamos subido al mismo colectivo a destiempo. Él un poco antes y yo un poco después. Papá venía de una feria de artesanos y le habían enseñado a hacer grullas de origami. Intentó la primera de sus grullas mientras volvía, con el boleto blanco del colectivo y, cuando se tuvo que bajar, dejó a su grulla en la ventanilla. Yo me subí a ese mismo colectivo media hora después y me senté en el mismo asiento que se había sentado papá; vi la grulla, por alguna razón me gustó mucho, y me la traje a mi casa. La puse en mi biblioteca y después pasó el tiempo. Un mes. Dos meses. Cuatro. Nadie nunca notó la existencia de esa grulla de papel, hasta que un día lo conocí a papá en un trabajo y lo invité a mi casa a tomar mates. Él entró él a mi habitación. Yo ya estaba muy enamorada, y él también, pero nunca habíamos tomado mate, y esa noche se dio. Cuando le di el primer mate vio que yo tenía una grulla en la biblioteca, y ahí supimos que nuestro amor tenía que ocurrir. Y que ustedes, amores míos, son hijos de esa línea de tiempo y de un destino implacable que se empecinó en que papá y mamá se conocieran».

Milagros vio y escuchó toda esa escena con sus hijos, la lluvia y la luz cálida de la cocina, y hubiera seguido, pero la interrumpió la voz de Gabriel, con la grulla ya desarmada, que le dijo:

—¿Sabés que sí? Es el mismo colectivo, pero vos viajaste un sábado, y yo un domingo. No es mi grulla, debe ser de algún otro hippie que también anduvo aprendiendo origami en la feria.

Milagros se puso pálida, se acercó a Gabriel y le dijo:

—Oíme bien lo que te voy a decir. Desde este momento, esa es tu grulla… y esto es lo que vamos a contar, porque yo no tengo la culpa de que vos hayas llegado un día tarde a la historia perfecta. ¿Me escuchaste, no?

Gabriel la besó con fuerza y supo que estaba frente al amor de su vida.


Hernán Casciari

7 marzo, 2025

.............................................................................................................

A este cuento hay que analizarlo en relación al siguiente video, desde el minuto 46 hasta el 58:

https://www.youtube.com/watch?v=xwMX1nZma6c

O buscan en Youtube: Vientre subrogado, la grulla azul, la suerte de Kokura: inspiración para Casciari #Perros2025


Si quieren escuchar el cuento leído (muy bien leído) por el autor (son 6 minutos):

https://www.youtube.com/watch?v=xAy7bsfesXQ&t=1s







Presentación del libro: 

Este libro es un desafío: Casciari debe escribir un cuento nuevo todos los viernes por la mañana, con el obstáculo de una serie de reglas inquebrantables y un montón de personas observando para que no haga trampas.

Las reglas

Casciari no puede pensar en el cuento antes, ni tener borradores preparados, ni recurrir a su memoria emotiva, porque el tema de cada relato es aportado por oyentes de la radio argentina Urbana Play. Una vez recibidos todos los ingredientes de la trama, Casciari tiene una hora y media para redactar, corregir y editar cada historia. Y otra media hora para leer el resultado en voz alta frente al micrófono del programa Perros de la calle. Este libro será el resultado de ese esfuerzo literario inútil.


Por info de Casciari: 

https://hernancasciari.com/blog/

La conciencia, de Ana María Matute (escritora catalana, siglo XX)




La conciencia

Ana María Matute


Ya no podía más. Estaba convencida de que no podría resistir más tiempo la presencia de aquel odioso vagabundo. Estaba decidida a terminar. Acabar de una vez, por malo que fuera, antes que soportar su tiranía.

Llevaba cerca de quince días en aquella lucha. Lo que no comprendía era la tolerancia de Antonio para con aquel hombre. No: verdaderamente, era extraño.

El vagabundo pidió hospitalidad por una noche: la noche del miércoles de ceniza, exactamente, cuando se batía el viento arrastrando un polvo negruzco, arremolinado, que azotaba los vidrios de las ventanas con un crujido reseco. Luego, el viento cesó. Llegó una calma extraña a la tierra, y ella pensó, mientras cerraba y ajustaba los postigos:

-No me gusta esta calma.

Efectivamente, no había echado aún el pasador de la puerta cuando llegó aquel hombre. Oyó su llamada sonando atrás, en la puertecilla de la cocina:

-Posadera…

Mariana tuvo un sobresalto. El hombre, viejo y andrajoso, estaba allí, con el sombrero en la mano, en actitud de mendigar.

-Dios le ampare… -empezó a decir. Pero los ojillos del vagabundo le miraban de un modo extraño. De un modo que le cortó las palabras.

Muchos hombres como él pedían la gracia del techo, en las noches de invierno. Pero algo había en aquel hombre que la atemorizó sin motivo. El vagabundo empezó a recitar su cantinela: “Por una noche, que le dejaran dormir en la cuadra; un pedazo de pan y la cuadra: no pedía más. Se anunciaba la tormenta…“.

En efecto, allá afuera, Mariana oyó el redoble de la lluvia contra los maderos de la puerta.

Una lluvia sorda, gruesa; anuncio de la tormenta próxima.

-Estoy sola -dijo Mariana secamente-. Quiero decir… cuando mi marido está por los caminos no quiero gente desconocida en casa. Vete, y que Dios te ampare.

Pero el vagabundo se estaba quieto, mirándola. Lentamente, se puso su sombrero, y dijo:

-Soy un pobre viejo, posadera. Nunca hice mal a nadie. Pido bien poco: un pedazo de pan…

En aquel momento las dos criadas, Marcelina y Salomé, entraron corriendo. Venían de la huerta, con los delantales sobre la cabeza, gritando y riendo. Mariana sintió un raro alivio al verlas.

-Bueno -dijo-. Está bien … Pero solo por esta noche. Que mañana cuando me levante no te encuentre aquí…

El viejo se inclinó, sonriendo, y dijo un extraño romance de gracias.

Mariana subió la escalera y fue a acostarse. Durante la noche la tormenta azotó las ventanas de la alcoba y tuvo un mal dormir.

A la mañana siguiente, al bajar a la cocina, daban las ocho en el reloj de sobre la cómoda.

Solo entrar se quedó sorprendida e irritada. Sentado a la mesa, tranquilo y reposado, el vagabundo desayunaba opíparamente: huevos fritos, un gran trozo de pan tierno, vino… Mariana sintió un coletazo de ira, tal vez entremezclado de temor, y se encaró con Salomé, que, tranquilamente se afanaba en el hogar:

-¡Salomé! -dijo, y su voz le sonó áspera, dura-. ¿Quién te ordenó dar a este hombre… y cómo no se ha marchado al alba?

Sus palabras se cortaban, se enredaban, por la rabia que la iba dominando. Salomé se quedó boquiabierta, con la espumadera en alto, que goteaba contra el suelo.

-Pero yo… -dijo-. Él me dijo…

El vagabundo se había levantado y con lentitud se limpiaba los labios contra la manga.

-Señora -dijo-, señora, usted no recuerda… usted dijo anoche: “Que le den al pobre viejo una cama en el altillo, y que le den de comer cuanto pida”. ¿No lo dijo anoche la señora posadera? Yo lo oía bien claro… ¿O está arrepentida ahora?

Mariana quiso decir algo, pero de pronto se le había helado la voz. El viejo la miraba intensamente, con sus ojillos negros y penetrantes. Dio media vuelta, y desasosegada salió por la puerta de la cocina, hacia el huerto.

El día amaneció gris, pero la lluvia había cesado. Mariana se estremeció de frío. La hierba estaba empapada, y allá lejos la carretera se borraba en una neblina sutil. Oyó detrás de ella la voz del viejo, y sin querer, apretó las manos una contra otra.

-Quisiera hablarle algo, señora posadera… Algo sin importancia.

Mariana siguió inmóvil, mirando hacia la carretera.

-Yo soy un viejo vagabundo… pero a veces, los vagabundos se enteran de las cosas. Sí: yo estaba allí. Yo lo vi, señora posadera. Lo vi, con estos ojos…

Mariana abrió la boca. Pero no pudo decir nada.

-¿Qué estás hablando ahí, perro? -dijo-. ¡Te advierto que mi marido llegará con el carro a las diez, y no aguanta bromas de nadie!

-¡Ya lo sé, ya lo sé que no aguanta bromas de nadie! -dijo el vagabundo. Por eso, no querrá que sepa… nada de lo que yo vi aquel día. ¿No es verdad?

Mariana se volvió rápidamente. La ira había desaparecido. Su corazón latía, confuso.

“¿Qué dice? ¿Qué es lo que sabe…? ¿Qué es lo que vio?” Pero ató su lengua. Se limitó a mirarle, llena de odio y de miedo. El viejo sonreía con sus encías sucias y peladas.

-Me quedaré aquí un tiempo, buena posadera: sí, un tiempo, para reponer fuerzas, hasta que vuelva el sol. Porque ya soy viejo y tengo las piernas muy cansadas. Muy cansadas…

Mariana echó a correr. El viento, fino, le daba en cara. Cuando llegó al borde del pozo se paró. El corazón parecía salírsele del pecho.

Aquel fue el primer día. Luego, llegó Antonio con el carro. Antonio subía mercancías de Palomar, cada semana. Además de posaderos, tenían el único comercio de la aldea. Su casa, ancha y grande, rodeada por el huerto, estaba a la entrada del pueblo. Vivían con desahogo y en el pueblo Antonio tenía fama de rico. “Fama de rico”, pensaba Mariana, desazonada. Desde la llegada del odioso vagabundo, estaba pálida, desganada. “Y si no lo fuera, ¿me habría casado con él, acaso”. No, no era difícil comprender por qué se había casado con aquel hombre brutal, que tenía catorce años más que ella. Un hombre hosco y temido solitario. Ella era guapa. Sí: todo el pueblo lo sabía y decía que era guapa.

También Constantino, que estaba enamorado de ella. Pero Constantino era un simple aparcero, como ella. Y ella estaba harta de pasar hambre, y trabajos, y tristezas. Sí; estaba harta. Por eso se casó con Antonio.

Mariana sentía un temblor extraño. Hacía quince días que el viejo entró en la posada.

Dormía, comía y se despiojaba descaradamente al sol, en los ratos en que este lucía, junto a la puerta del huerto. El primer día Antonio preguntó:

-¿Y ese, que pinta ahí?

-Me dio lástima -dijo ella, apretando entre los dedos los flecos de su chal-. Es tan viejo… Y hace tan mal tiempo…

Antonio no dijo nada. Le pareció que se iba hacia el viejo como para echarle de allí. Y ella corrió escaleras arriba. Tenía miedo. Sí: tenía mucho miedo…”Si el viejo vio a Constantino subir al castaño, bajo la ventana. Si le vio saltar a la habitación, las noches que iba Antonio con el carro, de camino…“. ¿Qué podía querer decir, si no, con aquello de lo vi todo, sí, lo vi con estos ojos?”

Ya no podía más. No: ya no podía más. El viejo no se limitaba a vivir en la casa. Pedía dinero ya. Había empezado a pedir dinero, también. Y lo extraño es que Antonio no volvió a hablar de él. Se limitaba a ignorarle. Solo que, de cuando en cuando, la miraba a ella.

María sentía la fijeza de sus ojos grandes, negros y lucientes, y temblaba.

Aquella tarde Antonio se marchaba a Palomar. Estaba terminando de uncir los mulos al carro , y oía las voces del mozo mezcladas a las de Salomé, que le ayudaba. Mariana sentía frío. “No puedo más. Ya no puedo más. Vivir así es imposible. Le diré que se marche, que se vaya. La vida no es vida con esta amenaza”. Se sentía enferma. Enferma de miedo. Lo de Constantíno, por su miedo, había cesado. Ya no podía verlo. La sola idea le hacía castañetear los dientes. Sabía que Antonio la mataría. Estaba segura de que la mataría. Le conocía bien.

Cuando vio el carro perdiéndose por la carretera bajó a la cocina. El viejo dormitaba junto al fuego. Le contempló, y se dijo: “Si tuviera valor le mataría”. Allí estaban las tenazas de hierro, a su alcance. Pero no lo haría. Sabía que no podía hacerlo. “Soy cobarde. Soy una gran cobarde y tengo amor a la vida”. Esto la perdía: “Este amor a la vida…“.

-Viejo -exclamó. Aunque habló en voz queda, el vagabundo abrió uno de sus ojillos maliciosos.

“No dormía”, se dijo Mariana. “No dormía. Es un viejo zorro”.

-Ven conmigo -le dijo-. Te he de hablar.

El viejo la siguió hasta el pozo. Allí Mariana se volvió a mirarle.

-Puedes hacer lo que quieras, perro. Puedes decirle todo a mi marido, si quieres. Pero tú te marchas. Te vas de esta casa, en seguida…

El viejo calló unos segundos. Luego, sonrió.

-¿Cuándo vuelve el señor posadero?

Mariana estaba blanca. El viejo observó su rostro hermoso, sus ojeras. Había adelgazado.

-Vete -dijo Mariana-. Vete en seguida.

Estaba decidida. Sí: en sus ojos lo leía el vagabundo, Estaba decidida y desesperada. Él tenía experiencia y conocía esos ojos.

“Ya no hay nada que hacer”, se dijo, con filosofía. “Ha terminado el buen tiempo. Acabaron las comidas sustanciosas, el colchón, el abrigo. Adelante, viejo perro, adelante. Hay que seguir”.

-Está bien -dijo-. Me iré. Pero él sabrá todo.

Mariana seguía en silencio. Quizás estaba aún más pálida. De pronto, el viejo tuvo un ligero temor: “Esta es capaz de hacer algo gordo. Sí: es de esa gente que se cuelga de un árbol o cosa así”. Sintió piedad. Era joven, aún, y hermosa.

-Bueno -dijo-. Ha ganado la señora posadera. Me voy… ¿qué le vamos a hacer? La verdad nunca me hice demasiadas ilusiones… Claro que pasé muy buen tiempo aquí. No olvidaré los guisos de Salomé ni el vinito del señor posadero… No lo olvidaré. Me voy.

-Ahora mismo -dijo ella, de prisa-. Ahora mismo, vete… ¡Y ya puedes correr, si quiere alcanzarle a él! Ya puedes correr, con tus cuentos sucios, viejo perro…

El vagabundo sonrió con dulzura. Recogió su cayado y su zurrón. Iba a salir, pero, ya en la empalizada se volvió:

-Naturalmente, señora posadera, yo no vi nada. Vamos: ni siquiera sé si había algo que ver. Pero llevo muchos años de camino, ¡tantos años de camino! Nadie hay en el mundo con la conciencia pura, ni siquiera los niños. No: ni los niños siquiera, hermosa posadera. Mira a un niño a los ojos y dile: “¡Lo sé todo! Anda con cuidado…“. Y el niño temblará. Temblará como tú, hermosa posadera.

Mariana sintió algo extraño, como un crujido, en el corazón. No sabía si era amargo, o lleno de una violenta alegría. No lo sabía. Movió los labios y fue a decir algo. Pero el viejo vagabundo cerró la puerta de la empalizada tras él, y se volvió a mirarla. Su risa era maligna, al decir:

-Un consejo, posadera: vigila a tu Antonio. Sí: el señor posadero también tiene motivos para permitir la holganza en su casa a los viejos pordioseros. ¡Motivos muy buenos, juraría yo, por el modo como me miró!

La niebla, por el camino, se espesaba, se hacía baja. Mariana le vio partir, hasta perderse en la lejanía.


Nada de todo esto, de Samanta Schweblin (narradora argentina, siglo XXI)




Nada de todo esto

 

—NOS PERDIMOS —dice mi madre.

Frena y se inclina sobre el volante. Sus dedos finos y viejos se agarran al plástico con fuerza. Estamos a más de media hora de casa, en uno de los barrios residenciales que más nos gusta. Hay caserones hermosos y amplios, pero las calles son de tierra y están embarradas porque estuvo lloviendo toda la noche.

—¿Tenías que parar en medio del barro? ¿Cómo vamos a salir ahora de acá?

Abro mi puerta para ver qué tan enterradas están las ruedas. Bastante enterradas, lo suficientemente enterradas. Cierro de un portazo.

—¿Qué es lo que estás haciendo, mamá?

—¿Cómo que qué estoy haciendo? —su estupor parece sincero.

Sé exactamente qué es lo que estamos haciendo, pero acabo de darme cuenta de lo extraño que es. Mi madre no parece entender, pero responde, así que sabe a qué me refiero.

—Miramos casas —dice.

Parpadea un par de veces, tiene demasiado rímel en las pestañas.

—¿Miramos casas?

—Miramos casas —señala las casas que hay a los lados.

Son inmensas. Resplandecen sobre sus lomas de césped fresco, brillantes por la luz fuerte del atardecer. Mi madre suspira y, sin soltar el volante, recuesta su espalda en el asiento. No va a decir mucho más. Quizá no sabe qué más decir. Pero esto es exactamente lo que hacemos. Salir a mirar casas. Salir a mirar las casas de los demás. Intentar descifrar eso ahora podría convertirse en la gota que rebalsa el vaso, la confirmación de cómo mi madre ha estado tirando a la basura mi tiempo desde que tengo memoria. Mi madre pone primera y, para mi sorpresa, las ruedas resbalan un momento pero logra que el coche salga adelante. Miro hacia atrás el cruce, el desastre que dibujamos en la tierra arenosa del camino, y ruego por que ningún cuidador caiga en la cuenta de que hicimos lo mismo ayer, dos cruces más abajo, y otra vez más casi llegando a la salida. Seguimos avanzando. Mi madre conduce derecho, sin detenerse frente a ningún caserón. No hace comentarios sobre los cerramientos, las hamacas ni los toldos. No suspira ni tararea ninguna canción. No toma nota de las direcciones. No me mira. Unas cuadras más allá las casas se vuelven más y más residenciales y las lomas de césped ya no son tan altas, sino que, sin veredas, delineadas con prolijidad por algún jardinero, parten desde la mismísima calle de tierra y cubren el terreno perfectamente niveladas, como un espejo de agua verde al ras del suelo. Toma hacia la izquierda y avanza unos metros más. Dice en voz alta, pero para sí misma:

—Esto no tiene salida.

Hay algunas casas más adelante, luego un bosque se cierra sobre el camino.

—Hay mucho barro —digo—, da la vuelta sin parar el coche.

Me mira con el entrecejo fruncido. Se arrima al césped derecho e intenta retomar el camino hacia el otro lado. El resultado es terrible: apenas si acaba de tomar una desdibujada dirección diagonal cuando se encuentra con el césped de la izquierda, y frena.

—Mierda —dice.

Acelera y las ruedas resbalan en el barro. Miro hacia atrás para estudiar el panorama. Hay un chico en el jardín, casi en el umbral de una casa. Mi madre vuelve a acelerar y logra salir en reversa. Y esto es lo que hace ahora: con el coche marcha atrás, cruza la calle, sube al césped de la casa del chico, y dibuja, de lado a lado, sobre el amplio manto de césped recién cortado, un semicírculo de doble línea de barro. El coche queda frente a los ventanales de la casa. El chico está de pie con su camión de plástico, mirándonos absorto. Levanto la mano, en un gesto que intenta ser de disculpas, o de alerta, pero él suelta el camión y entra corriendo a la casa. Mi madre me mira.

—Arrancá —digo.

Las ruedas patinan y el coche no se mueve.

—¡Despacio, mamá!

Una mujer aparece tras las cortinas de los ventanales y nos mira por la ventana, mira su jardín. El chico está junto a ella y nos señala. La cortina vuelve a cerrarse y mi madre hunde más y más el coche. La mujer sale de la casa. Quiere llegar hasta nosotras pero no quiere pisar su césped. Da los primeros pasos sobre el camino de madera barnizada y después corrige la dirección hacia nosotras pisando casi de puntillas. Mi madre dice mierda otra vez, por lo bajo. Suelta el acelerador y, por fin, suelta también el volante.

La mujer llega y se inclina hasta la ventanilla para hablarnos. Quiere saber qué hacemos en su jardín, y no lo pregunta de buena manera. El chico espía abrazado a una de las columnas de la entrada. Mi madre dice que lo siente, que lo siente muchísimo, y lo dice varias veces. Pero la mujer no parece escucharla. Solo mira su jardín, las ruedas hundidas en el césped, e insiste en preguntar qué hacemos ahí, por qué estamos hundidas en su jardín, si entendemos el daño que acabamos de hacer. Así que se lo explico. Digo que mi madre no sabe conducir en el barro. Que mi madre no está bien. Y entonces mi madre golpea su frente contra el volante y se queda así, no se sabe si muerta o paralizada. Su espalda tiembla y empieza a llorar. La mujer me mira. No sabe muy bien qué hacer. Sacudo a mi madre. Su frente no se separa del volante y los brazos caen muertos a los lados. Salgo del coche. Vuelvo a disculparme con la mujer. Es alta y rubia, grandota como el chico, y sus ojos, su nariz y su boca están demasiado juntos para el tamaño de su cabeza. Tiene la edad de mi madre.

—¿Quién va a pagar por esto? —dice.

No tengo dinero, pero le digo que vamos a pagar. Que lo siento y que, por supuesto, vamos a pagar. Eso parece calmarla. Vuelve su atención un momento sobre mi madre, sin olvidarse de su jardín.

—Señora, ¿se siente bien? ¿Qué trataba de hacer?

Mi madre levanta la cabeza y la mira.

—Me siento terrible. Llame a una ambulancia, por favor.

La mujer no parece saber si mi madre habla en serio o si le está tomando el pelo. Por supuesto que habla en serio, aunque la ambulancia no sea necesaria. Le hago a la mujer un gesto negativo que implica esperar, no hacer ningún llamado. La mujer da unos pasos hacia atrás, mira el coche viejo y oxidado de mi madre, y a su hijo atónito, un poco más allá. No quiere que estemos acá, quiere que desaparezcamos pero no sabe cómo hacerlo.

—Por favor —dice mi madre—, ¿podría traerme un vaso de agua hasta que llegue la ambulancia?

La mujer tarda en moverse, parece no querer dejarnos solas en su jardín.

—Sí —dice.

Se aleja, agarra al niño de la remera y se lo lleva dentro con ella. La puerta de entrada se cierra de un portazo.

—¿Se puede saber qué estás haciendo, mamá? Salí del coche, que voy a tratar de moverlo.

Mi madre se endereza en el asiento, mueve las piernas despacio, empieza a salir. Busco alrededor troncos medianos o algunas piedras para poner bajo las ruedas e intentar sacar el coche, pero todo está muy pulcro y ordenado. No hay más que césped y flores.

—Voy a buscar algunos troncos —le digo a mi madre señalándole el bosque que hay al final de la calle—. No te muevas.

Mi madre, que estaba a medio camino de salir del coche, se queda inmóvil un momento y luego se deja caer otra vez en el asiento. Me preocupa que esté anocheciendo, no sé si podré sacar el coche a oscuras. El bosque está solo a dos casas. Camino entre los árboles, me lleva unos minutos encontrar exactamente lo que necesito. Cuando regreso mi madre no está en el coche. No hay nadie fuera. Me acerco a la puerta de la casa. El camión del chico está tirado sobre el felpudo. Toco el timbre y la mujer viene a abrirme.

—Llamé a la ambulancia —dice—, no sabía dónde estaba usted y su madre dijo que iba a desmayarse otra vez.

Me pregunto cuándo fue la primera vez. Entro con los troncos. Son dos, del tamaño de dos ladrillos. La mujer me guía hasta la cocina. Atravesamos dos livings amplios y alfombrados, y enseguida escucho la voz de mi madre.

—¿Esto es mármol blanco? ¿Cómo consiguen mármol blanco? ¿De qué trabaja tu papá, querido?

Está sentada a la mesa, con una taza en la mano y la azucarera en la otra. El chico está sentado enfrente, mirándola.

—Vamos —digo, mostrándole los troncos.

—¿Viste el diseño de esta azucarera? —dice mi madre empujándola hacia a mí. Pero como ve que no me impresiona agrega—: de verdad me siento muy mal.

—Esa es un adorno —dice el chico—, esta es nuestra azucarera de verdad.

Le acerca a mi madre otra azucarera, una de madera. Mi madre lo ignora, se levanta y, como si fuera a vomitar, sale de la cocina. La sigo con resignación. Se encierra en un pequeño baño que hay junto al pasillo. La mujer y el hijo me miran pero no me siguen. Golpeo la puerta. Pregunto si puedo pasar y espero. La mujer se asoma desde la cocina.

—Me dicen que la ambulancia llega en quince minutos.

—Gracias —digo.

La puerta del baño se abre. Entro y vuelvo a cerrar. Dejo los troncos junto al espejo. Mi madre llora sentada sobre la tapa del inodoro.

—¿Qué pasa, mamá?

Antes de hablar dobla un poco de papel higiénico y se suena la nariz.

—¿De dónde saca la gente todas estas cosas? ¿Y ya viste que hay una escalera a cada lado del living? —Apoya la cara en las palmas de las manos—. Me pone tan triste que me quiero morir.

Tocan la puerta y me acuerdo de que la ambulancia está en camino. La mujer pregunta si estamos bien. Tengo que sacar a mi madre de esta casa.

—Voy a recuperar el coche —digo volviendo a levantar los troncos—. Quiero que en dos minutos estés afuera conmigo. Y más vale que estés ahí.

En el pasillo la mujer habla por celular pero me ve y corta.

—Es mi marido, está viniendo para acá.

Espero un gesto que me indique si el hombre vendrá para ayudarnos a nosotras o para ayudarla a ella a sacarnos de la casa. Pero la mujer me mira fijo cuidándose de no darme ninguna pista. Salgo y voy hacia el coche. Escucho al chico correr detrás de mí. No digo nada, coloco los troncos bajo las ruedas y busco dónde mi madre pudo haber dejado las llaves. Enciendo el motor. Tengo que intentarlo varias veces pero al fin el truco de los troncos funciona. Cierro la puerta y el chico se tiene que correr para que no lo pise. No me detengo, sigo las huellas del semicírculo hasta la calle. No va a venir sola, me digo a mí misma. ¿Por qué me haría caso y saldría de la casa como una madre normal? Apago el motor y entro a buscarla. El chico corre detrás de mí, abrazando los troncos llenos de barro.

Entro sin tocar y voy directo al baño.

—Ya no está en el baño —dice la mujer—. Por favor, saque a su madre de la casa. Esto ya se pasó de la raya.

Me lleva al primer piso. Las escaleras son amplias y claras, una alfombra color crema marca el camino. La mujer va delante, ciega a las marcas de barro que voy dejando en cada escalón. Me señala un cuarto, la puerta está entreabierta y entro sin abrirla del todo, para guardar cierta intimidad. Mi madre está acostada boca abajo sobre la alfombra, en medio del cuarto matrimonial. La azucarera está sobre la cómoda, junto a su reloj y sus pulseras, que evidentemente se ha quitado. Los brazos y las piernas están abiertos y separados, y por un momento me pregunto si habrá alguna otra manera de abrazar cosas tan descomunalmente grandes como una casa, si será eso lo que mi madre intenta hacer. Suspira y después se sienta en el piso, se acomoda la camisa y el pelo, me mira. Su cara ya no está tan roja, pero las lágrimas hicieron un desastre con el maquillaje.

—¿Qué pasa ahora? —dice.

—Ya está el coche. Nos vamos.

Espío hacia afuera para tantear qué hace la mujer, pero no la veo.

—¿Y qué vamos a hacer con todo esto? —dice mi madre señalando alrededor—. Alguien tiene que hablar con esta gente.

—¿Dónde está tu cartera?

—Abajo, en el living. En el primer living, porque hay uno más grande que da a la piscina, y uno más del otro lado de la cocina, frente al jardín trasero. Hay tres livings —mi madre saca un pañuelo de su jean, se suena la nariz y se seca las lágrimas— cada uno es para una cosa diferente.

Se levanta agarrándose de un barrote de la cama y camina hacia el baño de la habitación.

La cama está hecha con un doblez en la sábana superior que solo le vi hacer a mi madre. Bajo la cama, hecha un bollo, hay una colcha de estrellas fucsias y amarillas y una docena de pequeños almohadones.

—Mamá, por dios, ¿armaste la cama?

—Ni me hables de esos almohadones —dice, y después, asomándose detrás de la puerta para asegurarse de que la escucho—: y quiero ver esa azucarera cuando salga del baño, no se te ocurra hacer ninguna locura.

—¿Qué azucarera? —pregunta la mujer del otro lado de la puerta. Toca la puerta tres veces pero no se anima a entrar—. ¿Mi azucarera? Por favor, que eso era de mi mamá.

En el baño se escucha la canilla de la bañera. Mi madre regresa hacia la puerta y por un segundo creo que va a abrirle a la mujer, pero la cierra y me indica que baje la voz, que la canilla es para que no nos escuchen. Esta es mi madre, me digo, mientras abre los cajones de la cómoda y revisa el fondo entre la ropa, para confirmar que la madera de los interiores del mueble también sea de cedro. Desde que tengo memoria hemos salido a mirar casas, hemos sacado de estos jardines flores y macetas inapropiadas. Cambiado regadores de lugar, enderezado buzones de correo, recolectado adornos demasiado pesados para el césped. En cuanto mis pies llegaron a los pedales empecé a encargarme del coche. Esto le dio a mi madre más libertad. Una vez movió sola un banco blanco de madera y lo puso en el jardín de la casa de enfrente. Descolgó hamacas. Quitó yuyos malignos. Tres veces arrancó el nombre Marilú 2 de un cartel groseramente cursi. Mi padre se enteró de algún que otro evento pero no creo que haya dejado a mi madre por eso. Cuando se fue, mi padre se llevó todas sus cosas menos la llave del coche, que dejó sobre uno de los pilones de revistas de hogares y decoración de mi madre, y por unos años ella prácticamente no se bajó del coche en ningún paseo. Desde el asiento del acompañante decía: «es quicuyo», «ese Bow-Window no es americano», «las flores de hiedra francesa no pueden ir junto a los duraznillos negros», «si alguna vez elijo ese tipo de rosa nacarado para el frente de la casa, por favor, contratá a alguien que me sacrifique».

Pero tardó mucho tiempo en volver a bajar del coche. Esta tarde, en cambio, ha cruzado una gran línea. Insistió en conducir. Se las ingenió para entrar a esta casa, al cuarto matrimonial, y ahora acaba de regresar al baño, de tirar en la bañera dos frascos de sales, y está empezando a descartar en el tacho algunos productos del tocador. Escucho el motor de un coche y me asomo a la ventana que da al jardín trasero. Ya casi es de noche, pero los veo. Él baja del coche y la mujer ya camina hacia él. Con su mano izquierda sostiene la del chico, la derecha se esmera doblemente en gestos y señales. Él asiente alarmado, mira hacia el primer piso. Me ve y, cuando me ve, yo entiendo que tenemos que movernos rápido.

—Nos vamos, mamá.

Está quitando los ganchos de la cortina del baño, pero se los saco de la mano, los tiro al piso, la agarro de la muñeca y la empujo hacia la escalera. Es algo bastante violento, nunca traté así a mi madre. Una furia nueva me empuja a la salida. Mi madre me sigue, tropezando a veces en los escalones. Los troncos están acomodados al pie de la escalera y los pateo al pasar. Llegamos al living, tomo la cartera de mi madre y salimos por la puerta principal.

Ya en el coche, llegando a la esquina, me parece ver las luces de otro coche que sale de la casa y dobla en nuestra dirección. Llego al primer cruce de barro a toda velocidad y mi madre dice:

—¿Qué locura fue todo eso?

Me pregunto si se refiere a mi parte o a la suya. En un gesto de protesta, mi madre se pone el cinturón. Lleva la cartera sobre las piernas y los puños cerrados en las manijas. Me digo a mí misma, ahora te calmás, te calmás, te calmás. Busco el otro coche por el espejo retrovisor pero no veo a nadie. Quiero hablar con mi madre pero no puedo evitar gritarle.

—¿Qué estás buscando, mamá? ¿Qué es todo esto?

Ella ni se mueve. Mira seria al frente, con el entrecejo terriblemente arrugado.

—Por favor, mamá ¿qué? ¿Qué carajo hacemos en las casas de los demás?

Se escucha a lo lejos la sirena de una ambulancia.

—¿Querés uno de esos livings? ¿Eso querés? ¿El mármol de las mesadas? ¿La bendita azucarera? ¿Esos hijos inútiles? ¿Eso? ¿Qué mierda es lo que perdiste en esas casas?

Golpeo el volante. La sirena de la ambulancia se escucha más cerca y clavo las uñas en el plástico. Una vez, cuando tenía cinco años y mi madre cortó todas las calas de un jardín, se olvidó de mí sentada contra la verja y no tuvo la valentía de volver a buscarme. Esperé mucho tiempo, hasta que escuché los gritos de una alemana que salía de la casa con una escoba, y corrí. Mi madre conducía en círculos dos cuadras a la redonda, y tardamos en encontrarnos.

—Nada de todo eso —dice mi madre manteniendo la vista al frente, y es lo último que dice en todo el viaje.

La ambulancia dobla hacia nosotras unas cuadras más adelante y nos pasa a toda velocidad.

Llegamos a casa media hora más tarde. Dejamos las cosas en la mesa y nos sacamos las zapatillas embarradas. La casa está fría, y desde la cocina veo a mi madre esquivar el sillón, entrar al cuarto, sentarse en su cama y estirarse para prender el radiador. Pongo agua a calentar para preparar té. Esto necesito ahora, me digo, un poco de té, y me siento junto a la hornalla a esperar. Cuando estoy poniendo el saquito en la taza suena el timbre. Es la mujer, la dueña de la casa de los tres livings. Abro y me quedo mirándola. Le pregunto cómo sabe dónde vivimos.

—Las seguí —dice mirándose los zapatos.

Tiene una actitud distinta, más frágil y paciente, y aunque abro el mosquitero para dejarla entrar no parece animarse a dar el primer paso. Miro la calle hacia ambos lados y no veo ningún coche en el que una mujer como ella podría haber venido.

—No tengo el dinero —digo.

—No —dice ella—, no se preocupe, no vine por eso. Yo… ¿Está su madre?

Escucho la puerta del cuarto cerrarse. Es un golpe fuerte, pero quizá difícil de escuchar desde la calle.

Niego. Ella vuelve a mirar sus zapatos y espera.

—¿Puedo pasar?

Le indico una silla junto a la mesa. Sobre las baldosas de ladrillo, sus tacos hacen un ruido distinto al de nuestros tacos, y la veo moverse con cuidado: los espacios de esta casa son más acotados y la mujer no parece sentirse cómoda. Deja su bolso sobre las piernas cruzadas.

—¿Quiere un té?

Asiente.

—Su madre… —dice.

Le acerco una taza caliente y pienso «su madre está otra vez en mi casa», «su madre quiere saber cómo pago los tapizados de cuero de todos mis sillones».

—Su madre se llevó mi azucarera —dice la mujer.

Sonríe casi a modo de disculpas, revuelve el té, lo mira pero no lo toma.

—Parece una tontería —dice—, pero, de todas las cosas de la casa, es lo único que tengo de mi madre y… —hace un sonido extraño, casi como un hipo, y los ojos se le llenan de lágrimas—, necesito esa azucarera. Tiene que devolvérmela.

Nos quedamos un momento en silencio. Ella esquiva mi mirada. Yo miro un momento hacia el patio trasero y la veo, veo a mi madre, y enseguida distraigo a la mujer para que no mire también.

—¿Quiere su azucarera? —pregunto.

—¿Está acá? —dice la mujer e inmediatamente se levanta, mira la mesada de la cocina, el living, el cuarto un poco más allá.

Pero no puedo evitar pensar en lo que acabo de ver: mi madre arrodillada en la tierra bajo la ropa colgada, metiendo la azucarera en un nuevo agujero del patio.

—Si la quiere, encuéntrela usted misma —digo.

La mujer se queda mirándome, le lleva unos cuantos segundos asumir lo que acabo de decir. Después deja la cartera en la mesa y se aleja despacio. Parece costarle avanzar entre el sillón y el televisor, entre las torres de cajas apilables que hay por todos lados, como si ningún sitio fuera adecuado para empezar a buscar. Así me doy cuenta de qué es lo que quiero. Quiero que revuelva. Quiero que mueva nuestras cosas, quiero que mire, aparte y desarme. Que saque todo afuera de las cajas, que pise, que cambie de lugar, que se tire al suelo y también que llore. Y quiero que entre mi madre. Porque si mi madre entra ahora mismo, si se recompone pronto de su nuevo entierro y regresa a la cocina, la aliviará ver cómo lo hace una mujer que no tiene sus años de experiencia, ni una casa donde hacer bien este tipo de cosas, como corresponde.


Cordero asado, de Roald Dahl (escritor galés, siglo XX)




CORDERO ASADO

    La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
    Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
    De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
    Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
    Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
    — ¡Hola, querido! —dijo ella.
    — ¡Hola, querida! —contestó él.
    Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
    — ¿Cansado, querido?
    — Sí —respondió él—, estoy cansado.
    Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
    Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
    —Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.
    —Siéntate —dijo él secamente.
    Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
    —Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.
    —Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella.
    Él no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
    —Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
    —No —dijo él.
    —Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
    Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
    —Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.
    —No quiero —dijo él.

    Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
    —Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
    —No me apetece —dijo él.
    — ¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
    Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
    —Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada.
    —Vamos —dijo él—, siéntate.
   Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos.       
    Él había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
—Tengo algo que decirte.
    — ¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
     Él se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
    —Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
    Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.
    —Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
    Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
    —Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.
    Esta vez él no contestó.
    Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
    Era una pierna de cordero.
    Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
    Se detuvo.
    —Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.
    En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
    La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.
    Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
    «Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»

    Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
    Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
    Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
    —Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.
    —Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
    Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
    Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
    —Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
    — ¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
    —Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
    El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
    —Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
    — ¿Quiere carne, señora Maloney?
    —No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
    — ¡Oh!
    —No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?
    —Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?
    — ¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
    — ¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después?               ¿Qué le va a dar luego?
    —Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
    El hombre echó una mirada a la tienda.
    — ¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.
    —Magnífico —dijo ella—, le encanta.
    Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
    —Gracias, Sam. Buenas noches.
    Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
    «Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
    Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.
    — ¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.

    Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
    Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
    — ¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
    — ¿Quién habla?
    —La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
    — ¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
    —Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
    —Iremos en seguida —dijo el hombre.
    El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
    — ¿Está muerto? —preguntó ella.
    —Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?
    Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
    Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
    Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
     __ ¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.
    Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.
En quince minutos estuvo de vuelta con una libreta de notas, y hubo más murmullos, y entre sus sollozos ella escuchó algunas de las frases que murmuraba: «parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella...»
    Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
    —No —dijo ella.
    No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
    —Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.
    —No —dijo ella.
    Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.
    La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
    —Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
    Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
    — ¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?
    —No tenemos jarrones de metal —dijo ella.
    — ¿Y un atizador?
    —No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
    La búsqueda continuó.
    Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
    —Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?
    —Sí, claro. ¿Quiere whisky?
    —Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
    — ¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
    —Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.
    Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
    El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
    —Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
    — ¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!
    — ¿Quiere que vaya a apagarlo?
    — ¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
    Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
    —Jack Nooan —dijo.
    — ¿Sí?
    — ¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
    — Si está en nuestras manos, señora Maloney...
    —Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
    —Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.
    —Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
    Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
    — ¿Quieres más, Charlie?
    —No, será mejor que no lo acabemos.
    —Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
    —Bueno, dame un poco más.
    —Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
    —Por eso debería ser fácil de encontrar.
    —Eso es lo que a mí me parece.
    —Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario.     
    Uno de ellos eructó:
    —Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
    —Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
    En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.



Roald Dahl